Homilía para el Domingo, 29 de junio de 2008

La Solemnidad de San Pedro y San Pablo, apóstoles

(II Timoteo 4:6-8; 17-18)

¿Nos habría gustado conocer a San Pablo? Tal vez. Muchos cristianos lo reverencian como el que ha cambiado el curso de la historia religiosa. Pero no todos. En la segunda lectura encontramos a Pablo abandonado en Roma, posiblemente en la cárcel aguardando la ejecución. Cuenta un experto que a lo mejor los cristianos romanos no vienen a socorrerlo porque Pablo siempre ha estado obstinado con ellos. Según este experto, después de su primer encarcelamiento en Roma, Pablo insistió a viajar a España en nombre de la comunidad romana aunque sus integrantes se lo opusieron. También dice que muy posiblemente los romanos resienten a Pablo porque ya ha venido del extranjero dictando cómo ellos tienen que enfrentar la persecución del emperador.

Para entender a Pablo tenemos que tomar en cuenta su experiencia en el camino a Damasco. Allá Dios Padre le reveló a Jesucristo para que lo proclamara a los paganos. De todo lo que dicen ambos Pablo en la Carta a los Gálatas y San Lucas en los Hechos de los Apóstoles la revelación no fue un sueño, mucho menos una idea sembrada en su mente. No, fue una experiencia tan notable como el primer día que reportamos a trabajo. Desde ese momento en adelante Pablo estuvo empeñado a llevar a cabo su misión. Ni gigantes ni montañas iban a detenerlo hasta la muerte.

Tan particular que sea su vocación y tan grande que sea su misión, estas realidades no explican el compromiso de Pablo al Señor. Tuvo un sentido de Cristo unido con él propulsándolo adelante como el dinamismo de su ser. Pudiéramos nombrar este poder “la gracia.” De todos modos lo describe Pablo como Cristo tomando posesión de su vida. En la misma Carta a los Gálatas dice, “…ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.” Seguro de su unión con el Señor, Pablo podía sufrir tantas pruebas como el héroe de guerra más decorado. En la Segunda Carta a los Corintios Pablo alista sus dolores: “Cinco veces fui condenado por los judíos a los treinta y nueve azotes; tres veces fui apaleado; una vez fui apedreado; tres veces naufragué; y una vez pasé un día y una noche perdido en alta mar” (II Cor 11:24-25).

Admiramos a Pablo por todo lo que sufrió y logró por Cristo. Sin embargo, él no estaría satisfecho con nuestros elogios. Realmente no le interesarían ni una iota. En lugar de la admiración Pablo querría que nuestro compromiso al Señor Jesús sea intenso como lo suyo. Porque Jesús es el Señor de la vida, Pablo desearía que lo amemos sobre todo dejando al lado otros queridos – sea la borrachera, el prejuicio, o el chisme. Querría que nos reconciliemos con los adversarios como prueba de nuestro amor a Cristo. Y nos pediría que actuemos como antorchas brillando la luz de Cristo por obras de caridad.

La fusión nuclear es el proceso que suelta la energía de las estrellas. Tiene lugar cuando partículas ligeras como moléculas de hidrógeno se funden. Podemos ver lo que pasó entre Pablo y Cristo como una fusión nuclear. Aceptando a Cristo como el dinamismo de su propio ser, Pablo cambió el curso de la historia. Como las estrellas iluminan el cielo nocturno, Pablo querría que nuestro amor para Cristo alumbre el camino de los demás. Que nuestro amor para Cristo alumbre el camino.

Homilía para el Domingo, 22 de junio de 2008

El Duodécimo Domingo del Tiempo Ordinario

(Mateo 10:26-33)

Una vez un hombre se le acercó al sacerdote después de misa. Le preguntó, “¿Deberíamos o no deberíamos temer a Dios?” El cura, sin demorar, respondió, “Sí, deberíamos.” Asombrado por la respuesta, el hombre meneó su cabeza diciendo, “¡Pensaba que Dios es nuestro Padre que nos ama!”

Es cierto, Dios es nuestro Padre eterno, pero como la relación con nuestros padres naturales desarrolla a través de los años, así hace la relación con nuestro Padre Dios. En el principio cuando las pasiones nos impulsan a exaltar a nosotros mismos, haremos bien a temer a Dios como quien pone límites a nuestros caprichos. Sin embargo, cuando aprendemos a dominar los impulsos desordenados, podemos considerar a Dios con toda estima que se le debe. Es como el caso de un hombre que recuerda a su padre con mucho afecto aunque lo castigaba por hablar mal de otras razas. Dice que cuando maldijo a un negro o un mejicano, su padre le lavó su boca con jabón.

En el evangelio hoy Jesús discursa con sus apóstoles de estos dos planteamientos hacía Dios Padre. En primer lugar tienen que temer a Dios como “quien puede arrojar al lugar de castigo el alma y el cuerpo.” Sin embargo, es el mismo Padre Dios que merece el amor por tener todos “los cabellos de su cabeza…contados.” Llevando a cabo la misión con que Jesús les encomienda, los apóstoles no tienen que temerlo. Más bien, pueden confiar en su apoyo. Es igual con nosotros. Cuando hacemos lo que podamos para inculcar los valores cristianos, podemos contar con el apoyo de Dios. Cuando nos acogemos a personas no conocidas a la parroquia, podemos contar con la gracia de Dios a superar nuestra descomodidad. Cuando reconocemos nuestros errores en el trabajo, podemos contar con Dios para llevarnos a través de cualquiera repercusión. Cuando nos mantenemos firmes en la corrección de un hijo extraviado, podemos contar con le favor de Dios.

Desgraciadamente son los reproches de hombres que nos tienen congelados más que la condenación de Dios. Eso es, estamos dispuestos a evitar las críticas de otras personas más que el pecado contra Dios. Por eso, unos mienten para ocultar sus deficiencias, y otros rehúsan a hacer lo justo. Parece un gran error, por ejemplo, faltar la misa dominical porque algunos visitantes han llegado a casa inesperadamente. Sería mejor que imitemos a los musulmanes en este caso. Si están entreteniendo a huéspedes en la hora de oración, muchos musulmanes simplemente se excusarán a sí mismos por diez minutos para cumplir su deber a Dios. Entonces, vuelven a sus compañeros con todos sintiendo elevados por su piedad.

No es inesperado a ver las casas de padres llenadas con los logros de sus hijos. En algunas casas son los trofeos de sport que los padres destacan. En otras son las fotos de cada etapa cumplida: la recepción de la primera comunión, la graduación del colegio, el matrimonio. Un hombre tuvo todas las cartas que recibió de su hijo por casi cincuenta años. Más que muestras de orgullo, son pruebas del amor de los padres para con sus hijos. Así Jesús nos recuerda como Dios Padre tiene contados todos los cabellos de nuestras cabezas. Dios nos ama a nosotros tanto. Dios nos ama.

Homilía para el Domingo, 15 de junio de 2008

Homilía para el Once Domingo de Tiempo Ordinario

(Mateo 9:39-10:8)

mera a los misioneros en el evangelio hoy, ¿podemos agregar nuestros nombres? Dice, “…Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés…” ¿Estamos listos a poner, “Y Carmelo y su hermana María Luisa” ¿Por qué querríamos hacerlo? Porque también nosotros estamos llamados a llevar la buena nueva del Reino de Dios al mundo. El Documento de Aparecida, que redactaron los obispos de Latinoamérica el año pasado, refiere a todos los católicos comprometidos como “discípulos misioneros.”

Sin embargo, no es necesario que aprendamos Suahili y compremos boletos de avión al África. No, la tierra misionera es acá en nuestra ciudad, en nuestro barrio, y entre nuestras familiares. Jesús ve a la gente en su lugar como “extenuada y abandonada, como ovejas que no tienen pastor.” ¿No está describiendo también a nuestro pueblo actual? Muchas de nuestras familias no rezan juntas, ni comen juntas, ni visitan a los abuelos juntas. Muchas de nuestras muchachas se ponen embarazadas y nuestros jóvenes drogadictos estropeando sus propias vidas y creando problemas por sus familias.

Ciertamente nos sentimos inquietos con el nuevo cargo que recibimos del Señor. No sabemos cómo dirigirnos a otras personas. Algunos querrían salir dos por dos a las casas con el horario de las misas parroquiales en mano. Otros preferían a gritar en las esquinas, “El reino de los cielos está cerca.” A lo mejor estas acciones no serán efectivas. Entonces, ¿qué haremos? Primero tenemos que conocer a Jesús mejor. Lo encontramos en la Biblia, en los sacramentos, y en otras personas, particularmente los sufridos. Podríamos comprar el misal con las lecturas de las misas dominicales por una cuota razonable y meditar en el evangelio antes de salir para la misa. Cuando nos profundizamos en su palabra, Jesús nos enseña cómo llegar a la gente. Curaremos a los enfermos, al menos de su soledad, con nuestra atención. Arrojaremos los demonios de soberbia por nuestra santidad. Resucitaremos a los muertos de flojera en la familia por nuestra insistencia que nos cooperaremos.

Un ejemplo de una cristiana en misión es la mujer, Doña Reyna, que entra la prisión cada domingo para rezar con los encarcelados. No es su empleo y ni recibe un cinco por el servicio. Lo hace porque cree que Jesús le ha mandato como cristiana. Usualmente un sacerdote le acompaña a la mujer, pero a veces ella misma conduce la oración. En la lista de los apóstoles, se puede agregar el nombre “Reyna” junto con “…Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés.”

Homilía para el Domingo, 8 de junio de 2008

Homilía para el Décimo Domingo del Tiempo Ordinario

(Mateo 9:9-13)

¿Has dado cuenta del silencio en los bancos? La gente allá piensa en el negocio. Pocos hablan, al menos reciamente. A lo mejor este espíritu de comercio penetra la atmósfera donde Jesús ve al recaudador de impuestos en el evangelio hoy. Su voz rompe el aire, “Sígueme.” No es una petición sino un mandato. Jesús es el Señor, y le manda a Mateo a unirse con sus discípulos. Es como si el presidente de la república nos llamara a hacernos ministro en su gabinete. Cierto, pudiéramos decirle “no,” pero aceptaríamos la oferta para conocer a la persona número del país.

Mateo no demora aunque hace buen dinero en su puesto. De hecho, la gente lo sospecha por hacer más que debería. Los recaudadores de los impuestos en el día de Jesús son como los inspectores de edificio hoy en día. Algunos son honrados pero otros se rinden a la tentación a extorsionar. De todos modos la atracción a ser un asociado de Jesús sobrepasa todo lucro, sea honesto o no.

Pero ¿podría uno quedarse en su puesto y también asociarse con Jesús? Eso es lo que querríamos saber. ¿Es posible que un banquero o un barbero, una maestra o una cocinera conozca a Jesús íntimamente? Seguramente, la respuesta es “sí.” Doña Candelaria, comerciante de queso y criada de casa, se levanta temprano todos los días para rezar por media hora. Desde que ella es monitora de la misa dominical lee cuidadosamente las lecturas. Podemos llamarla como un discípulo del Señor de la primera línea.

Los fariseos murmuran cuando Jesús entra la casa de Mateo. Dicen que él come con pecadores pensando que él también peca. Muchos de nosotros deberían hacer caso aquí. Pues, como los fariseos nosotros que acudimos a la misa estamos inclinados a criticar a otras personas ¡aún por sus virtudes! Quien se hace amigo a quien puede mantener nuestra compañía telefónica operando. ¡No! por la caridad debemos ser lentos a juzgar y escasos con las críticas.

Jesús llama a sus discípulos Pedro, Santiago, Mateo. ¿Podremos agregar nuestros nombres a la lista -- Candelaria, Carmelo, María Teresa? La respuesta es “sí” si buscamos a Jesús en la meditación de la Escrituras. La respuesta es “sí” si hablamos con él en la oración diaria. La respuesta es “sí” si hacemos todo por la caridad. ¡Que nuestra respuesta sea “sí”!