TRIGÉSIMO
SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO, 6 de noviembre de 2022
(II
Macabeos 7:1-2.9-14; II Tesalonicenses 2:16-3:5; Lucas 20:27-38)
Hay una
mujer que tiene más de cien años. Porque
ha tenido varias complicaciones médicas, se le ha sugerido que acepte un tipo
de hospicio. Pero rechaza la
oferta. Dice que no es lista para
morir. Ella es como la gran mayoría de
personas con ganas de vivir. Si les
preguntáramos ¿para qué?, dirían que algo como quieren seguir disfrutando la
vida. Considerarían como gozos de la
vida comiendo alimentos ricos, mirando diferentes expresiones artísticas, y
relacionando con personas interesantes.
Tal vez el rey en la primera lectura hoy cree que los siete hermanos comieran
el prohibido puerco para que tengan acceso a estos tipos de experiencias.
Sin
embargo, los hermanos no encuentran estos placeres, ni cualquiera otra
experiencia mundana, como valiosos en comparación con la fidelidad a Dios. Sobre todo, en la vida intentan complacer a
Dios, su Creedor and Redentor. Saben que
lo que vale la pena vivir, vale la pena morir.
Y no morirían meramente para comer chocolates o charlar con el
alcalde. No, morirían para salvar la
vida de un miembro de la familia, para defender la patria de agresores, y, más
importante, para mantener una relación firme con Dios. Realmente, los primeros dos motivos para
morir se envuelven en el tercero. Pues, cuando nos sacrificamos por el bien de
la familia o de la patria, cumplimos los mandamientos de Dios.
Sin
embargo, cuando procuramos vivir solo para los bienes mundanos, estamos
limitando nuestro horizonte. Vamos a
alcanzarlo, eso es el fin, si no este año, entonces en otro. Pues, somos programados a perder el gusto de
comida y la capacidad de relacionarnos a otros.
Nuestros cuerpos simplemente no pueden aguantar más que cinco o seis
veintenas de años. La muerte es tan
seguro como el poner del sol cada tarde.
Los jóvenes
de la lectura están conscientes de otra realidad oculta al mundo, pero
perceptible a personas de la fe. Intuyen
de las Escrituras que Dios resucitará a los hombres y mujeres que vivan por
Él. Desde que Dios quiere que todo el
mundo se integre en Su familia, todos aquellos que se dispongan a sí mismos a
Él van a vivir con Él para siempre. Su
horizonte no tendrá límites.
Cuando los
saduceos en el evangelio hoy cuestiona a Jesús sobre la vida eterna, él
confirma la posición de los hermanos. Ha
recurrido a las Escrituras para mostrar que los justos viven para siempre. En Génesis Dios es (no solo era) Padre de
Abrahán, Isaac, y Jacob. Por eso, deben
ser vivos. Además, toda su misión ha tenido este matiz. Has predicado la necesidad de arrepentimiento
porque el Reino de Dios (eso es, Dios en todo su amor) está listo a premiar a
aquellos que vuelvan a él. Sus milagros,
particularmente los levantar a los muertos a la vida de nuevo, han indicado
este poder de resucitar a los fieles.
Por supuesto, al final de esta misión Jesús mismo entregará su vida por
el bien de la gente en conforme con la voluntad de Dios Padre. El resultado de su sacrificio supremo será
Dios levantándolo de entre los muertos como la primicia de la vida eterna.
No somos
los primeros para preguntar: ¿qué vale la pena morir? Los entusiasmados han
contestado su propia pregunta con tales cosas como palacios o cruceros. Nosotros no somos tan ingenuos que creamos a
ellos. ¿Qué vale la pena morir? Solo la vida en Cristo porque es la vida para
siempre. Es la vida de amor para
nuestras familias, para nuestra patria, y sobre todo para nuestro Dios.