El domingo, 3 de abril de 2016




EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 5:12-16; Apocalipsis 1:9-11.12-13.17-19; Juan 20:19-31)

El monaguillo se sentía mal.  Se le había caído el platillo del lavado de las manos rompiendo en mil pedazos.  Después de la misa se le acercó al sacerdote para pedir disculpas.  Pensaba que iba a recibir un regaño fuerte.  Pero el varón de Dios estaba clemente.  Notando la timidez del niño, le dijo: “No vale preocuparte sobre quince centavos de vidrio”.  Las palabras tranquilizaron al chiquillo no por un momento sino por toda su vida.  Es cómo los apóstoles sienten cuando ven a Jesús en el pasaje evangélico de la misa hoy.

Están en casa agrupados en el temor.  Piensan que las autoridades judíos vendrán para arrestarlos por haber contribuido al reporte que Jesús ha resucitado.  Entonces viene Jesús mismo con un saludo de la paz.  Sopla sobre ellos para trasmitirles al Espíritu Santo.  Ya ellos pueden conferir la misma paz a los demás por perdonarles pecados.  No más la gente tendrá que ser cohibida por sus errores.  Pueden pararse de nuevo para hacer lo correcto delante de todos.

Sin embargo, no podemos estar tan rectos como antes después de pecar.  Somos distorsionados por nuestros pecados.  Nuestras mentiras nos dejan más acostumbrados a engañar.  Nuestras miradas a la pornografía nos hacen más deseosos del sexo ilegítimo.  Nos hemos hecho menos como los bienaventurados de Jesús: pobres del espíritu, humildes, limpios de corazón.  Deberíamos estar preguntándonos: “¿Cómo podremos entrar en la casa de Dios tan inclinados a pecar como somos?”

Hay un término eclesiástico para describir nuestro lío: las penas temporales por los pecados.  Tradicionalmente se ha pensado que una vez muertos tendríamos purificarnos de estas penas temporales en el Purgatorio.  Aunque hayamos sido perdonados de los pecados, todavía tendríamos que ser disciplinados para vivir como hijos verdaderos de Dios.  Sin embargo, hay otro medio para superar las tendencias al mal debidas al pecado.  Tirando de los méritos de Cristo y los santos, la Iglesia nos ha concedido indulgencias para quitar la ordalía del Purgatorio.  Podemos ver la base de este poder en el mismo dicho de Cristo en este evangelio: “’A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados’”.

Desde al menos el tiempo de Martín Lutero muchos han criticado las indulgencias.  Preguntan: “¿Cómo puede ser que una persona sea aliviada de todo el equipaje debido al pecado por un acto tan sencillo como visitar un santuario durante el año jubilar?”  Vale la pena considerar esta crítica porque en la vida cristiana no hay lo que se ha nombrado “gracia barata”. 

La gracia precisamente porque es gracia nos viene gratis.  No se puede comprarla ni siquiera merecerla.  Pero no es barata.  Costó a Jesús una muerte horrífica y nos cuesta a nosotros tomar nuestra cruz detrás de él.  Para disponernos a recibir la gracia tenemos que arrepentirnos del pecado.  El arrepentimiento implica nuestro rechazo de los vicios: el egoísmo, la concupiscencia, y la avaricia.  Tenemos que humillarnos como Tomás delante de Jesús resucitado. “Tú eres el ‘Señor mío y Dios mío’ – querremos decir a Jesús – no el placer, la plata, y el prestigio”.  Sin el arrepentimiento la indulgencia será más grande que nuestra capacidad a llevar.  Sería como tener una ballena en el gancho de nuestro palo de pescar.

En este Año de la Misericordia deberíamos aprovecharnos de la indulgencia ofrecida por el papa Francisco.  Significará una pequeña vuelta de nuestra rutina y una gran vuelta de nuestro estilo de vida.  Tendremos que buscar el santuario designado por nuestro obispo: un sacrificio pequeño.  Y tendremos que fijarnos en Cristo: un compromiso enorme.  Sin embargo, valdrá la pena. Seremos como nuevos hombres y nuevas mujeres.  Valdrá la pena.

El domingo, 27 de marzo de 2016



Primer domingo de Pascua

(Hechos 10:34a.37-43; Colosenses 3:1-4 [o I Corintios 5: 6b-8]; Romanos 6:3-11, Lucas 24:1-12)


Una mujer cuenta cómo su hija fue casi matada en un accidente vehicular.  La joven quedó en una coma por varias semanas.  La situación se puso tan grave que un médico la diagnosticó como en un estado permanente vegetal.  Según algunos tal diagnosis justifica la quita del agua y la nutrición.  Pero no la dio por vencida la familia de la joven.  Instaron que recibiera el cuidado médico y oraron.  Eventualmente la joven despertó de la coma y comenzó el camino largo a la salud.  La confusión, el miedo y también el gozo de esta historia asemejan lo que pasa en el evangelio hoy.

En el relato de la resurrección por san Lucas las mujeres llegan al sepulcro para ungir el cadáver de Jesús.  Una vez allá encuentran lo inesperado.  En lugar de hallar el cuerpo de Jesús, se asustan por la presencia de ángeles.  Están avisadas a acordarse de las palabras de Jesús acerca de su crucifixión y de su resurrección al tercer día.  Las mujeres van a los apóstoles para reportar el evento extraordinario.  Pero no se cree su historia.

Es posible que compartamos alguna duda de los apóstoles.  Vivimos en una edad científica cuando se verifica la verdad por experimentos repetidos.  Pero nadie viviendo ahora ha visto a un muerto resucitado.  No obstante, creemos la historia de las mujeres que eventualmente fue aceptada por los apóstoles.  Creemos no sólo porque los apóstoles dieron sus vidas proclamando que habían visto a Jesús resucitado.  Creemos también por experiencias que hemos tenido como la de la mujer cuya hija levantó de una condición parecida a la muerte.  Realmente hacemos más que damos nuestra creencia.  Conformamos a nuestras vidas a la de Jesús para que nosotros resucitemos con él de la muerte.

El domingo, 20 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

(Isaías 50:4-7; Filipenses 26-11; Lucas 22:14-23:49)


“Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”.  Así el papa Francisco empezó el documento convocando el Año de la Misericordia.  Jesús muestra la misericordia particularmente en el Evangelio según San Lucas.  Sólo en este evangelio Jesús perdona a la pecadora que bañó sus pies con sus lágrimas (7,48).  Sólo en Lucas Jesús exhorta a sus discípulos: “Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso” (6,36).  Sólo aquí Jesús cuenta las parábolas del “Buen Samaritano” (10,29-37) y del “Hijo Pródigo” (15,11-32) describiendo los contornos de la misericordia.  Este despliegue de la misericordia no disminuye en la narrativa de la pasión que acabamos de escuchar.

Antes de examinar algunas instancias de la misericordia, que expliquemos un poco el término.  La misericordia traduce la característica suprema de Dios en el Antiguo Testamento.  Cuando Dios pasa delante de Moisés, grita: “‘El Señor, El Señor, es un Dios misericordioso y clemente, tardo de cólera y rico en misericordia y en fidelidad’” (Éxodo 34,7). Aunque se practica la misericordia en primer lugar por perdonar ofensas, se extiende al aliviar dolor físico.  Jesús cura a los diez leprosos cuando le piden la misericordia (Lucas 7,13).  La misericordia no es sólo una cualidad de Dios sino se espera de los seres humanos.  El profeta Miqueas dice: “’Ya se te ha dicho…lo que el Señor te exige: tan sólo que practiques la justicia, que seas amigo de la misericordia, y te portes humildemente con tu Dios’” (Miqueas 6,8).  Se puede definir la misericordia como actuar para aliviar el sufrimiento del otro no por obligación ni por ventaja propia sino por amor. 

En el jardín cuando un discípulo corta la oreja del criado, Jesús inmediatamente lo sana.  Aunque está para llevarse a su muerte, él no permitirá sufrir a un niño.  Más tarde en la casa del sumo sacerdote, Jesús está presente cuando Pedro niega que sea su discípulo.  Si fuera nosotros, volveríamos la cabeza de nuestro compañero en disgusto.  Pero Jesús lo muestra la misericordia por volver la cabeza para mirarlo. Su vislumbre recuerda a Pedro no sólo de su predicción de la negación sino, más importantemente, de su promesa a rezar por él (22,32).

En el camino a la Calavera Jesús se dirige a las mujeres que lo siguen.  Al sentir su dolor por él, Jesús les consuela: “’No lloren por mí – dice – lloren por ustedes y por sus hijos’”.  Quiere advertirlas de la destrucción que procede el abandonamiento de la justicia.  Una vez que se ha fijado en la cruz, Jesús emite las palabras más misericordiosas en la Biblia: “’Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’”.  Se refiere Jesús a todos aquellos que lo han hecho mal: los líderes judíos, los soldados romanos, y también la gente que insistió que Pilato lo condenara.  

Otro momento excepcional de la misericordia ocurre en la conversación que sigue.  Uno de los dos malhechores desafía a Jesús retándole a salvar a sí mismo.  El otro reprende al primero recordándole de sus propios pecados.  Entonces, llamando a Jesús sólo por nombre, le pide que se acuerde de él en la gloria.  Jesús no tarda en responder: “…este mismo día estarás conmigo en el paraíso”.

Una vez que muere Jesús, se muestra la eficacia de su oración para el perdón.  La gente vuelve a sus casas golpeando sus pechos como signo de su contrición.  Un oficial romano reconoce la bondad de Jesús con las palabras: “’Verdaderamente este hombre era justo’”.  Aun un consejero del sanedrín actúa en favor de Jesús.  Aunque José de Arimatea no tuvo parte en la condenación de Jesús, supera el miedo para darle un entierro digno.

Ojalá que nos consideremos partes de aquellos afectados por la oración de Jesús en la cruz.  Pues nuestros pecados contribuyen a su muerte aun si no sabemos cómo.  El propósito es que reconozcamos nuestras faltas – sean tan ligeras como maldecir a los choferes en la calle o tan graves como el aborto – en la confesión.  Entonces es seguro que Jesús, el rostro de la misericordia de Dios, nos llevará con él a la vida eterna.  Jesús nos llevará a la vida eterna.