Homilía para el domingo Ordinario, 30 de agosto de 2009

EL XXII DOMINGO ORDINARIO

(Deuteronomio 4:1-2.6-8; Santiago 1:17-18.21-22.27; Marcos 7:1-8.14-15.21-23)

Los fariseos existen en todos tiempos. Esto es cierto. Siempre hay gente más inclinada a criticar las faltas de otras personas que a reconocer las suyas. En el siglo pasado el autor francés François Mauriac escribió la novela La farisea describiendo este tipo de gente. En el evangelio hoy encontramos a aquellos que le dieron su nombre

Los fariseos vienen de Jerusalén para probar a Jesús en Galilea. Y lo que ven nos les gusta. ¡Los discípulos de Jesús comen sin lavarse las manos! Se acostumbran los judíos a hacer abluciones antes de comer para no contaminarse. Pero los discípulos de Jesús evidentemente no cuidan las finezas cuando tienen hambre. Los fariseos preguntan a Jesús “¿por qué…?” como si Jesús no pudiera ser profeta por la falta de higiene de sus seguidores. Tenemos en nuestro tiempo muchos que no creen en Cristo por semejantes críticas contra la Iglesia.

Se encuentran dos acontecimientos históricos encima de la lista de críticas contra de la Iglesia. En primer lugar la Iglesia promovió las Cruzadas en las Edades Medias. Entonces la Iglesia hizo la Inquisición desde el siglo XIII hasta el siglo XX. Aún buenos católicos se escandalizan por estos enigmas. Vale la pena ponerlos en perspectiva antes de que formemos nuestro fallo.

En los siglos XI y XII hubo tres intentos de parte de los europeos para defender a los cristianos en el Medio Oriente y para asegurar los lugares santos en Jerusalén. Muchos hoy en día piensan que el motivo de los caballeros que se batallaron en las cruzadas fue hacerse ricos con el oro de los musulmanes. Es porque vivimos en un tiempo que valora sobre todo ser millonario que piensan así. Pero los cruzados vivieron en una época de la fe. Hicieron el largo viaje al Oriente a riesgo de sus vidas para obtener indulgencias por los pecados que les prometían los papas.

Para mantener la fe verdadera la Iglesia estableció tribunales cuya institución fue llamada la Inquisición. El propósito de los tribunales era determinar si un cristiano acusado por herejía realmente estaba en error. En nuestro ambiente de libre pensamiento nos parece como ultraje llevar a un ciudadano a la corte por lo que crea. Sin embargo, en las sociedades cristianas del pasado la gente entendía la fe como el mayor don de Dios que necesitaba guardar pura.

Sin duda, había corrupciones de justicia en ambos las Cruzadas y la Inquisición. Particularmente lamentoso fueron el uso de la tortura y la pena de muerte por la Inquisición. Desde entonces la Iglesia ha reconocido la primacía de conciencia de modo que no se le deba forzar a nadie creer lo que no le dicte la conciencia. Además en una magnífica demuestra de humildad durante las festividades del Tercer Milenio el papa Juan Pablo II pidió perdón por los abusos de los líderes de la Iglesia en tales acontecimientos.

En el evangelio Jesús defiende a sus discípulos de las acusaciones de los fariseos. Entonces nos indica los verdaderos pecados. Si estuviera haciendo la lista ahora ciertamente incluiría el aborto junto con la fornicación, el homicidio, y la codicia. Como los fariseos muchos hoy piensan que vivimos en un clima de buenas morales porque existe una amplia conciencia de finezas. Pero la verdad es otra. Sigue tan fuerte como siempre la corrupción del corazón. Por eso, sigue tan fuerte como siempre la necesidad para Cristo Jesús.

Homilía para el domingo, 23 de agosto de 2009

EL XXI DOMINGO ORDINARIO

(Josué 24:1-2.15-17.18; Efesios 5:21-32; Juan 6, 55.60-69)

No es inaudito que un atleta profesional abandone su equipo. Porque quieren más pago o tal vez más tiempo en la cancha, un beisbolista o un futbolista dejará su equipo para jugar con un otro. En el evangelio hoy muchos discípulos dejan a Jesús por otro motivo. Ellos no pueden aceptar su enseñanza sobre la Eucaristía.

A la primera escucha, el mensaje de Jesús suena bombástico. ¿Cómo es su “carne… verdadera comida” y su “sangre…verdadera bebida”? Pero Jesús no está hablando de una dieta balanceada sino de comida espiritual que jamás agota dar vida. Es la interiorización de él mismo – sus palabras de sabiduría, su obediencia a Dios Padre, su Espíritu de amor – que produce la vida eterna. Es algo semejante a la charla contemporánea de recursos renovables de energía. Existe una cantidad fija de petróleo y carbón para consumirse como leña. Pero la energía del sol en forma de rayos de luz o de viento es incomparablemente más grande.

Pero no es su enseñanza sobre la Eucaristía que causa un éxodo de la Iglesia en masa hoy día sino otra doctrina referida en las lecturas hoy. La lectura de la Carta a los Efesios menciona cómo el marido y su esposa se hacen “una sola cosa”. Según Jesús esta compenetración de hombre y mujer en el matrimonio significa que no se permite el divorcio. Porque la Iglesia Católica no permite a los divorcios que casen con otros recibir la Santa Comunión, a menudo estas parejas la dejan.

La Iglesia valora el matrimonio como un patriota valora la bandera de su nación. Eso es, el matrimonio cristiano simboliza el amor de Cristo para su pueblo. La lectura de los Efesios describe el extenso de este amor cuando dice el hombre y la mujer tienen que someterse a uno y otro. ¿Quién no siente la presencia de Dios cuando oye al hombre decir con toda sinceridad que su esposa es la persona más generosa que jamás ha conocido, y ella responde con igual afecto que no hay nadie tan compasivo como su marido? Algunos predicadores evitan este pasaje de Efesios porque parece decir que el marido esté sobre su esposa. Pero el Catecismo de la Iglesia Católica no menciona nada sobre el sometimiento de la mujer. Más bien, hace hincapié en la necesidad que el hombre ame a su esposa “como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella…” Pudiéramos añadir si la esposa debe someterse, es sólo para dejar al hombre sacrificarse por ella.

Vivimos en tiempos difíciles. Los matrimonios no sólo deshacen con frecuencia sino también los jóvenes no quieren entrar en el matrimonio por temor de ser abandonados. Tenemos que mirar hacia Cristo para salir de este bosque oscuro. Como Cristo nos da a sí mismo como comida en la Eucaristía, las parejas tienen que entregarse en el matrimonio. Pues, sólo por el entregarnos, podemos ganar la vida eterna que Jesús nos promete. Sólo por entregarnos ganamos la vida eterna.

Homilía para el domingo, 16 de agosto de 2009

El XX Domingo Ordinario

(Proverbios9:1-6; Efesios 5:15-20; John 6:51-58)

Un joven trajo a sus suegros no católicos a la misa. Una vez que todos se sentaron, el suegro encontró en la banca un misalito. Después de hojearlo un minuto, el suegro, obviamente molesto, mostró a su yerno el aviso dentro de la portada del misalito. Leyó el aviso que los no católicos no deberían acudir al altar para recibir la santa Comunión. En el evangelio los judíos están tan molestos con las palabras de Jesús como el suegro con el aviso del misalito.

Los judíos no entienden lo que Jesús quiere decir cuando proclama que va a dar su carne como comida. Sospechan que está pensando en un rito pagano o, quizás, el canibalismo. Entonces preguntan con razón: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Su pregunta nos sirve como punto de partida para un mayor entendimiento de la santa Eucaristía.

Se puede ver dos dimensiones de la pregunta. En primer lugar se enfoca en el propósito de Jesús: ¿cómo puede él compartir con nosotros su carne? Eso es, ¿por qué razón quería Jesús molestarse por nosotros? Después de todo, nosotros humanos desde el principio nos hemos inclinado a la maldad. No sólo hemos rebelado contra Dios, sino contra uno y otro. En el siglo pasado, por ejemplo, ¡hubo más que 150 millones muertes por guerras y matanzas masivas!

Sin embargo, sabemos bien el porque del auto-sacrificio de Jesús. Dios, que es puro amor, amó al mundo tanto que le mandó a él para salvarlo. Jesús, la imagen perfecta de la bondad de Dios, se sacrificó a sí mismo por este mismo amor. “¿Y qué?” algunos siguen preguntando. Nosotros seguidores de Jesús no sólo tenemos su ejemplo de sufrir por el bien del otro sino también por su resurrección de la muerte el estímulo para poner nuestra ideal en práctica. Este estímulo o, más comúnmente llamado la gracia, nos capacita para ambos superar las tendencias bestiales de nuestro ser y para compartir la vida resucitada de Jesús.

También, la pregunta de los judíos interroga sobre los medios: ¿cómo puede la carne de Jesús transformarse en comida? Para responder bien remitámonos al Catecismo de la Iglesia Católica. Allí no encontramos fórmulas filosóficas sino la tradición de la Iglesia desde el principio. Dice: “En el corazón de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.” Pero no deberíamos pensar que sólo por palabras el pan y el vino estén transformados. Más bien, son su muerte en la cruz y su resurrección del sepulcro que los hacen en su glorioso cuerpo y su sangre de modo que aquellos que lo toman participen en su vida eterna.

Ahora podemos ver la razón de no ofrecer la Eucaristía a los no católicos. La Eucaristía abarca el corazón de la fe – el amor de Dios, el sacrificio de Su hijo, la resurrección de la muerte, y la transformación del pan y vino en su cuerpo y sangre. Como ninguna familia comparte su herencia con extranjeros, la Iglesia no debe compartir el oro de su riqueza de fe con personas que no saben apreciarlo. Sin embargo, invita a todos aprender de este tesoro, aceptarlo, y eventualmente aprovechárselo. Sí, todos están invitados a aprender de la Eucaristía, aceptarla como el cuerpo y sangre de Jesús, y aprovecharse de la vida eterna que promete.

Homilía para el domingo, 9 de agosto de 2009

Homilía para el XIX Domingo Ordinario, 9 de agosto de 2009

(I Reyes 19:4-8, Efesios 4:30-5:2; Juan 6:41-51)

La próxima vez que veas una película de la ciencia ficción, fíjate cómo se presentan las creaturas de otros planetas. A veces aparecen con todos los atributos de seres humanos excepto uno, como orejas puntadas. A veces, como el famoso E.T., aparecen distorsionados como ninguno conocido en este mundo. El evangelista Juan asume el reto de presentar a Jesús como persona humana y como un ser de los cielos.

Juan nos escribe a nosotros como gente de fe. Presume que entendemos los símbolos con que Jesús habla en sus discursos. Está acertado. Sabemos, al menos un poquito, lo que Jesús quiere decir cuando se describe a sí mismo como, “… el pan vivo que he bajado del cielo.” Ciertamente los judíos, que no han puesto la fe en Jesús, quedan confusos con este tipo de hablar. Tienen que preguntarse, “¿No es éste, Jesús, el hijo de José?” Sí, es hijo de María adoptado por José, pero también tiene otra identidad. Porque creemos en él, podemos añadir, “es hijo de Dios Padre que ha venido para dar vida al mundo.”

Pero, ¿no es que tengamos la vida? Así los judíos seguirán preguntándose a sí mismos. Una vez más diremos nosotros que sí tenemos la vida, pero no todos en el sentido que Jesús significa aquí. Tenemos la vida biológica, pero Jesús está refiriéndose a otra vida más realizada que la vida mundana. Se remite a la vida eterna que comienza aquí en la tierra pero no se limita al tiempo cronológico. Más bien, la vida eterna transciende el tiempo para colocar a uno en el rango divino como hijo o hija adoptiva de Dios. Es la certeza que uno es amado y nadie jamás puede quitarle de este amor.

Curiosamente, son los prisioneros que asisten a misa que tienen mejor sentido de la vida eterna que la mayoría que andan en las calles. Estos hombres y mujeres conocen los hondos a los cuales el ser humano es capaz de caerse. Sin embargo, han experimentado también el rescate que no merecieron. Ya viven de nuevo, ciertos de que nadie ni nada puede detenerles de recibir la plenitud de la libertad. Forman filas para la Santa Comunión como si estuvieran recibiendo cartas del gobernador asegurando sus esperanzas.

Puede ser que todavía nos parece como ciencia ficción que Jesús vino del cielo. Tal vez debemos enfocarnos menos en los orígenes de Jesús y más en el destino de nosotros. Como Jesús es el hijo de Dios, nosotros también nos hemos hecho en hijos e hijas de Dios, no de naturaleza como él sino por adopción. Como Jesús vino de Dios para rescatarnos de pecado, estamos destinados a vivir con Dios para siempre. Estamos destinados a vivir con Dios.