XVI DOMINGO ORDINARIO
(Génesis 18, 1-10; Colosenses 1, 24-28; Lucas 10, 38-42)
El evangelio de hoy es bien conocido y apreciado. Los
predicadores lo suelen usar para mostrar que Jesús tenía amigas, incluso
discípulas mujeres. También lo presentan como modelo de dos formas de vida
religiosa: activa, como la de las Hijas de la Caridad, y contemplativa, como la
de las Carmelitas. Sin embargo, intentemos hoy otro enfoque.
Para ello, tenemos que retroceder al evangelio del domingo
pasado, con la parábola del Buen Samaritano. Las últimas palabras de aquella
lectura fueron una exhortación de Jesús al doctor de la Ley: “Haz tú lo mismo”.
Quería que el doctor ayudara a los necesitados, sin importar su raza o
religión. La lectura de hoy sigue
directamente a esas palabras con un consejo que, a primera vista, parece
contradictorio. Jesús le dice a Marta, ocupada con los quehaceres propios de
recibir a un huésped, que en ese momento no son tan importantes. Refiriéndose a
su hermana María, sentada a sus pies como discípula, Jesús afirma que ella “ha
escogido la mejor parte”.
¿Por qué entonces Jesús reprende a Marta por su preocupación
por los quehaceres del hogar, justo después de decirle al doctor de la Ley que
sirviera al prójimo? ¿Ha cambiado de parecer? ¿Ahora solo importa escuchar la
palabra del Señor?
Para responder a estas preguntas, podemos aprovechar una
célebre oración de San Agustín: “Señor, que tu gracia inspire, sostenga y
acompañe nuestras obras, para que todo nuestro trabajo brote de ti, como de su
fuente, y a ti tienda, como a su fin.”
En ella, el orante pide al Padre que envíe su Espíritu Santo, de modo que el
motivo de sus obras sea puro y su acción termine dando gloria a Dios.
Sin la gracia del Espíritu Santo, nuestras obras —como dice
el libro de Eclesiastés— son vanidad. Nuestra naturaleza, herida por el pecado,
no puede producir verdaderamente el bien. Nuestra intención, lo que San Agustín
llama la “fuente”, suele estar centrada en el yo egoísta. Y nuestra acción, el
“fin” de esa oración, muchas veces está manchada por defectos. No dudo, por
ejemplo, que muchos estudiantes se esfuercen no tanto por aprender la materia o
hacerse sabios, sino por obtener buenas notas para destacarse ante sus padres y
compañeros. Nos hemos vuelto como árboles infectados por la plaga, incapaces de
dar buen fruto. Y el Señor lo confirma en el Sermón del Monte:
“…todo árbol malo da frutos malos” (Mt 7,17).
Al estar cerca del Señor, escuchando su consejo y sintiendo
su amor, María se prepara para actuar en una manera nueva. No se inclinará al
egoísmo en presencia de Jesús, que conoce su corazón. Sus obras serán sanas y
santas porque ha escogido “la mejor parte”. Probablemente Marta también
comprende la lección. Ella es generosa y, más importante, tiene la sensatez
para recurrir a Jesús en su apuro.
¿Y nosotros? ¿Nos parecemos más a María, contemplativos y
silenciosos, o a Marta, activos y expresivos? En realidad, no importa. Las dos
han sido proclamadas santas.
Lo importante es que, como María, escuchemos y obedezcamos las enseñanzas del
Señor. Y que, como Marta, pidamos su ayuda y realicemos nuestras obras con
esmero.