EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO
(Ezequiel
33:7-9; Romanos 13:8-10; Mateo 18:15-20)
Un
sacerdote contó esta historia acerca de su padre, un policía. Un día su padre fue a la casa de un famoso criminal
para detenerlo. Esa noche le contó a su
hijo lo que pasó. El muchacho le
preguntó cómo reaccionó la familia del criminal cuando lo aprehendió. El policía dijo que no sabía; pues esperó al
criminal fuera de la casa. Entonces le
preguntó a su hijo: “¿Piensas que lo avergonzaría a un hombre ante su familia?” Vemos este mismo respeto para la persona en
el evangelio hoy.
Las
normas de Jesús para corregir al pecador aprecian la dignidad del pecador como persona
humana. En el principio el acusador ha
de acercarse solo al otro, sombrero en mano.
El propósito es ganarlo de nuevo como hermano. Sólo al final cuando el pecador se muestra reacio
a arrepentirse se puede informar a toda la comunidad. Es notable que la corrección siempre termine
en la oración. Si el pecador perdura en
su crimen, la comunidad rezará a Dios que se fije en el pecado. Si se convierte, rezará para que Dios le
perdone.
Parece a
algunos que la comunidad católica no respeta sino les hace difícil a sus
miembros. Les obligan a decir la verdad
venga lo que venga. Les prohíbe a usar
anticonceptivos porque el uso viola la ley natural. Les insiste que asistan en la misa dominical
como nuestro deber a Dios. Con los muchos preceptos la gente se pregunta si la
Iglesia no está atando grandes cargos sobre sus hombros. Pero tal juicio sería desmesurado. Los obispos siempre quieren que los católicos
crezcan en la virtud. Reconocen que vivimos en un mundo desequilibrado. Ya la
sabiduría prevalente dicta que se maximice el placer inmediato sin pensar mucho
en el destino eventual. Por esta razón la sociedad permite que se quite
la vida de un feto simplemente porque sería inconveniente llevarlo a término.
¿Realmente
nos importa la virtud si tenemos los sacramentos para portarnos a cielo? Algunos de nosotros piensan de esta
manera. Cuentan con la misericordia de
Dios para ser admitidos a su Reino. Pero
este tipo de pensar no toma en serio lo que San Pablo dice en la segunda
lectura. Según Pablo, somos escogidos
por Dios para amar a nuestro prójimo. Seguramente
el amor verdadero requiere sacrificios de nuestra parte. Si vamos a valer al otro como un ser digno y
no como el medio de nuestra propia satisfacción tendremos que limitar los
deseos de nuestra voluntad. Esto es el
proceso de hacernos “puros de corazón” a lo cual Jesús nos llama en las
bienaventuranzas. Las enseñanzas de la
Iglesia nos apuntan el camino que hemos de atravesar para realizarlo. Sus sacramentos son para fortalecernos en el
viaje.
Se llama
la Iglesia a veces “madre”. Hay al
menos dos razones para este nombramiento.
En primer lugar la Iglesia – la comunidad de la fe – nos lleva al pilar
del Bautismo. Es por ella que nacemos de
nuevo con el Espíritu Santo dentro de nuestro ser. Segundo, la Iglesia es “madre” porque nos
cría con todo el amor de una mamá. Nos enseña
a decir la verdad y respetar a los demás.
Tan importante, nos guarda de la vergüenza del pecado. Al menos en estos sentidos la Iglesia nos
actúa como una madre.