VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO
(Isaías
56:6-7; Romanos 11:11-15.29-32; Mateo 15:21-28)
Ha habido
una crisis en la frontera entre Texas y México.
Miles de mujeres de Centroamérica junto con sus niños han estado
entrando en los Estados Unidos. Habían
oído que serían dadas documentos con que pudieran estar en el país legalmente
al menos por un tiempo. Parece riesgoso dejar su propia tierra para viajar mil
millas a través de un territorio foráneo.
Pero ¿cuál madre no querría darles a sus hijos la oportunidad de escapar
la miseria? La madre que viene a Jesús
en el evangelio hoy siente el mismo deseo.
Jesús
parece agotado. Ha estado enseñando,
curando, y debatiendo con los fariseos.
Tal vez por eso decidió a retirarse de Israel un poco. Sin embargo, su
fama le ha ido ante él. Una mujer
supuestamente pagana viene pidiéndole socorro para con su hija endemoniada. Pero es la fe de la mujer que le llama
atención a Jesús y no tanto su deseo por su hija. La mujer le reconoce a él como “Señor” y
“hijo de David” que equivalen a decir que Jesús es el Mesías, el hijo de Dios. Si somos salvados por la fe, esta mujer tiene
que estar entre los elegidos.
En el
principio Jesús aferra el propósito de enfocarse sólo en los hijos de Abrahán.
Entonces la mujer muestra una segunda cualidad llamativa. Cuando Jesús refiere a su hija como un
perrito que quiere tomar el pan de la mesa de su amo, ella no se ofende. Más bien, acepta el comentario con la
humildad y se lo aprovecha para ganar el alivio deseado para su hija. Le cuenta a Jesús que si está bien que Jesús
le compara a su hija con un perrito con tal que le alivie de su tormento. Pues –
como dice la mujer – “También los perritos comen las migajas que caen de la
mesa de sus amos”.
¿Cómo
deberíamos nosotros entender esta historia?
En primer lugar, es importante que no nos escandalicemos por escuchar a
Jesús hablar de una niña como un perrito.
Es sólo la moda con que los judíos solían hablar de los no judíos en el
primer siglo. Es como nosotros frecuentemente
hablan de los indígenas de las Américas como “indios” aunque no tienen nada que
ver con la India. Segundo y más al caso,
que como la mujer pongamos nuestra fe en Jesús.
Él puede salvarnos de nuestros demonios, sea la debilidad frente la
pornografía, el alcohol, o el enojo en la carretera. Que no nos falte a pedirle la templanza para
superar estos vicios u otros aún más gravosos.
Una cosa
más: para nosotros cristianos católicos la práctica de la fe es tan importante
que su expresión. La humildad de la mujer muestra que sigue la doctrina de
Jesús que dirá a sus discípulos: “…el que a sí mismo se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo
23:12). ¿Por qué nos gusta hablar de
nosotros mismos pero tenemos poco interés en lo que pase a los demás? No, como dice el profeta Isaías en la primera
lectura, hemos de velar “por los derechos de los demás”. Quizás podamos cuidar
a uno de los niños centroamericanos en la frontera por un tiempo. Al menos podemos contribuir a la organización
Caridades Católicas que les compra ropa y comida. Ciertamente, no es mucha la fe sin la caridad.
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