EL DECIMOTERCER DOMINGO ORDINARIO
(Sabiduría
1:13-15.2:23-24; II Corintios 8:7.9.13-15; Marcos 5:21-43)
El
evangelio comienza con Jesús a la orilla del mar. La gente se agrupa alrededor
de él. No se dice que hagan pero no
parece que Jesús está enseñándoles. Es probable
que Jesús esté rezando a su Padre en el cielo.
La gente se le acude porque lo reconoce como hombre cerca de Dios. Es cómo sentimos cuando vimos al papa
Francisco besando a una persona horriblemente desfigurada. Lo admiramos tanto que queramos seguirlo para
llegar a Dios.
Jesús
muestra su santidad cuando responde a la petición de Jairo. No demora nada para irse con él. No dice como yo diría: “Después del desayuno,
te acompaño”. No, se va inmediatamente por
compasión del padre que se echa a sus pies pidiendo ayuda por su hija.
Ciertamente
la mujer sufriendo de un flujo de sangre reconoce a Jesús como santo. Piensa
que sólo por tocarlo, experimentaría el alivio. Lo toca, y se sana. Pero lo que más llama la atención aquí es
cómo Jesús siente el poder sanador saliendo de él. Tiene la sensibilidad sobrehumana. ¿Quién es
entonces?
Jesús
sigue con Jairo a su casa. Cuando
encuentran a la gente diciendo que la niña ha muerto, le urge a Jairo que mantenga
la fe en Dios. Sabe que su Padre, el
autor de la vida según la primera lectura, le ha compartido el poder sobre la
muerte. Al entrar la casa, Jesús toma la
mano de la niña. Le dice que se levante
de la cama, y ella lo obedece.
De una
manera la mayoría de nosotros estamos como esta
niña. Pues hemos entrado en un
sueño como la muerte que nos deja ilusionados.
Pensamos que nuestras metas son ser ricos, famosos, y siempre
complacidos. No queremos aceptar que Dios
tiene otros objetivos para nuestras vidas.
Quiere que seamos generosos, humildes, y gozosos por haber conocido a
Jesucristo. Es como si Jesús nos tomara
de mano diciendo el mandato, ‘“…levántate’ y conóceme”.
Que nos
levantemos del sueño que estamos salvados por tener millones. Más bien que compartamos del corazón como san
Pablo urge a los corintios en la segunda lectura. Que nos quitemos la ilusión que los jefes que
den órdenes son los más benditos. Más
bien que nos apoyemos de la mano de Jesús para realizar el gozo de cumplir su
voluntad. Que dejemos la ilusión que la
felicidad consiste en siempre ser complacidos.
Más bien que reconozcamos el bien de tener a Jesús como compañero.
¿Quién
es este que nos ofrece la mano? Sí es el
santo de Dios. Pero esta descripción no
basta. No sólo se muestra Jesús como favorecido de Dios sino como alguien mucho
más grande. En su resurrección de la
muerte Jesús se revela que es el autor
de la vida. Como dice Pablo, “siendo rico, se hizo pobre
por (nosotros), para que (nosotros nos hiciéramos) ricos con su pobreza”. Es el mismo Dios que vale nuestra fe. Pues no sólo nos levanta de nuestros sueños ilusionados
sino también del sueño de la muerte. Es
quien nos levantará de la muerte.