SOLEMNIDAD DE NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA
(misa vespertina:
Jeremías 1:4-10; I Pedro 1:1.8-12; Lucas 1:5-17; misa del día: Isaías 49:1-6;
Hechos 13:22-26; Lucas 1:57-66.80)
Todo el
mundo sabe que celebramos el nacimiento de Jesús al 25 de diciembre. Hoy, el 24 de junio, estamos celebrando el
nacimiento de san Juan Bautista. No es por
casualidad que estas fiestas quedan casi seis meses aparte. Pues Jesús es como el sol naciente que nos
trae la esperanza de la vida. La Iglesia
demuestra esta verdad por fijar su nacimiento al solsticio del invierno. Desde entonces la luz del día, al menos en el
hemisferio norteño, se hace más larga.
Entretanto la Iglesia coloca el nacimiento de Juan al solsticio verano. Desde ese día la luz del día comienza a
disminuirse. Pues Juan dice en un
evangelio: “’Es necesario que él (Jesús) crezca, y que yo disminuya’” (Juan
3:30).
Sin
embargo, no deberíamos pensar en Jesús y Juan como opuestos a uno y otro. No es que fueran enemigos ni siquiera
adversarios. Ni es que Jesús valga mientras
Juan sea marginado. Más bien los dos son
complementarios. Se llevan bien como la
mano en un guante. Siempre daremos la
preeminencia a Jesús como el Señor. Pero
nos hace falta reconocer la importancia de Juan como quien nos presenta al
Señor. Los chinos hablan de yin y yang
como principios complementarios. El yang
es la fuerza positiva como la luz y el amor.
Se puede identificar a Jesús con este principio. El yin es la fuerza negativa como la
oscuridad y el temor. Se identifica este
principio con Juan. Los dos son buenos
pero tienen papeles diferentes.
En el
evangelio los dos, Jesús y Juan, predican el mismo mensaje básico:
“’Arrepiéntanse porque el reino del cielo está cerca’” (Mateo 3:2 y Mateo
4:17). Pero hay diferencia en el motivo
de sus exhortaciones. Para Juan tenemos que
arrepentirnos o seremos destruidos por la ira del Altísimo. Jesús, en cambio, quiere que nos arrepintamos
para que no faltemos el amor de Dios Padre.
Tal vez la advertencia de Juan tenga más probabilidad de movernos a
responder. Después de todo nadie quiere
ser devorado en un incendio. Sin
embargo, es la confirmación amorosa del Santísimo que anhelamos sobre todo.
Juan es
el precursor. Viene antes de Jesús
anunciando su llegada. Lo hace hacia el
fin de su vida cuando proclama en el desierto: “’El que viene detrás de mí…es más
poderoso que yo’” (Mateo 3:11). También
anuncia Juan la presencia del salvador desde el seno de su madre al principio
de su vida. Dice el evangelio de san
Lucas: “Tan pronto como Elizabet oyó el saludo de María (embrazada con Jesús),
la criatura saltó en su vientre” (Lucas 1:41).
Además Juan proclama el adviento del Señor por su vida de
penitencia. Lleva pelo de camello y practica
la dieta de saltamontes para decir que ya no es tiempo de flojera. Más bien es la última oportunidad para
prepararse para el Señor.
Como
somos llamados a vivir como Jesús, somos para imitar a Juan también. No es necesario que llevemos pelo de camello,
pero sí deberíamos anunciar la presencia del Señor. Inclinar la cabeza cuando pasamos una iglesia
católica indica al mundo que el Señor está allí dentro del santuario. Asimismo rezar en público antes de comer
muestra a los demás que vivimos por más del pan de la mesa. Después de todo, la religión no es
estrictamente un asunto privado. A toda
la sociedad le falta a Dios. Él viene
para asegurar que nadie sea marginado.
Él viene para enseñarnos que la penitencia y el gozo son complementarios
como el yin y el yang. Él viene para confirmar a todos en el amor.
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