El domingo, 2 de noviembre de 2014



TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

(Sabiduría 3:1-9; Romanos 5:5-11; Juan 6:37-40)


Una vez un predicador dijo: “Todos nosotros vamos al purgatorio cuando moramos”.  Entonces dio su razonamiento: nadie es perfecto en la tierra; todos necesitan la purificación antes de que entren en el cielo.

En un modo el predicador es demasiado optimista.  El mal existe, y unos se someten a ello.  Deberíamos rezar que nadie se condene al infierno, ni amigos por el amor nuestro ni los enemigos por amor de Cristo.  Sin embargo, queda como una posibilidad que algunos no acepten la salvación ofrecida en el evangelio. 



En otro modo tal vez el predicador no sea suficiente esperanzado.  Pues existen algunos cuyas vidas son espectacularmente buenas.  Siempre pensamos en la Madre Teresa de Calcuta como santa, pero cada uno de nosotros hemos conocido a una persona bendita.  Una escritora cuenta de su abuela que cada día caminaba a la iglesia parroquial para asistir en la misa.  Una vez la escritora preguntó a la vieja porque caminó a la iglesia y no pidió a uno de sus hijos a llevarla.  La mujer respondió: “Si mueres un poquito cada día, vivirás para siempre”.

No obstante, podemos decir que el predicador del purgatorio está atinado generalmente. Al final de cuentas, sí, nos faltará un período de recapacitación antes de que nos atrevamos a montar las alturas de Dios.  Pues muchos nosotros nunca dejamos maneras egoístas.  Si la visión beatífica es sólo para los puros de corazón, tendremos que limpiarnos del enojo, lujuria, y avaricia que forran los nuestros. 

Ahora rezamos por los muertos que sean con Dios.  A la misma vez esperamos que en tiempo otros católicos recen por nosotros.  Purgatorio no es necesariamente el abismo de fuego como lo pintaron los artistas del Renacimiento. Sería mejor que pensemos en ello como un programa internado para los drogadictos.  Tan cómodos que sean algunos de estos programas, los adictos siempre quieren volver a sus familias tan pronto como posible.  Asimismo, las almas del purgatorio desean estar con Dios.

El domingo, 26 de octubre de 2014



EL TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 22:20-26; I Tesalonicenses 1:5-10; Mateo 22:34-40)

En los días de la segregación los fanáticos insultaban a los negros en público.  Rehusaban a llamar a un negro por su apellido con un título.  No dirían, por ejemplo, “Señor Obama”.  Más bien, insistían a llamarlo por nombre con un diminutivo, “Baraquito”.  Los fanáticos no querían congraciarse con los negros sino burlarse de ellos.  No eran de buena voluntad sino malévolos.  En el evangelio hoy, encontramos a los fariseos con tal intención mala.

Un fariseo doctor de la ley se dirige a Jesús como “maestro”.  Aunque el saludo no parece como un insulto, Jesús lo reconoce como una navaja desenfundada.  Pues, él ha pedido a sus discípulos que no llamaran a nadie “maestro”.  Este hombre no quiere aprovecharse de la sabiduría de Jesús sino enredarlo en problemas.  Pero Jesús se prueba a sí mismo más docto que el doctor.

Hay seis ciento trece leyes en la Torá.  Teóricamente todas son de igual importancia.  Sin embargo, la teoría no detiene a la gente de preguntar cuáles preceptos son los mayores.  Es como nosotros creemos que todos los libros de la Biblia son inspirados por Dios pero consideramos el Evangelio según San Juan como más céntrico a la fe que la Apocalipsis.  ¿Considerará Jesús la ley más grande “No matarás”, o tal vez “No cometerás adulterio”?  Si dice la primera cosa, parecería como fijadito en el orden.  Si opta para la segunda, sería en algunos ojos como obsesionado con el sexo.

Pero Jesús no permite que sea atrapado en disputas teológicas.  Sabe que sobre todo tenemos que dar a Dios su deber.  Responde a la pregunta, “Amarás al Señor, tu Dios….” como el mandamiento más grande.  Entonces agrega un segundo mandamiento, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.   A lo mejor este segundo mandamiento es para reprochar a los fariseos por un falso amor para Dios.  Pues son famosos por sus homenajes a Dios, pero muchas veces desconocen a los pobres.  Como dice la Primera Carta de San Juan: “Si no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (I Juan 4,20b).    

Pasando por los vecindarios en este tiempo de Halloween, tal vez nos preguntemos si vivimos entre personas con navajas desenfundadas.  Vemos en la frente de varias casas las calabazas descarnadas – un signo de la muerte. Está bien; pues estamos cerca del Día de los Muertos.  Entonces, no podemos creer lo que llevan unas otras casas.  ¡Muestran figuras humanas ahorcadas de árboles!  Este tipo de adorno nos parece no sólo extraño sino malévolo.  Querremos rezar por los propietarios y, cuando el tiempo sea provechoso, querremos decirles algo.  Querremos informarles que nos preocupamos por nuestros niños y que tememos que viendo estas figuras, ellos encontrarán algo atractivo en el ahorcarse.  Antes de que nos vayamos, querremos pedirles que por favor no las expongan de nuevo.  Por Dios y por los prójimos, que no las expongan de nuevo.