VIGESIMOCTAVO
DOMINGO ORDINARIO
(Isaías
25:6-10; Filipenses 4:12-14.19-20; Mateo 22:1-14)
El padre
William O’Malley enseña en un colegio en Nueva York. Por más que treinta años ha escrito de sus experiencias
con los adolescentes. Una vez los contó a
los muchachos cómo eran entre las personas más ingratas en el mundo. Cuando le respondieron, “¿Por qué?”, les dijo
que sus padres les habían dado todo lo que tenían pero los muchachos no querían
hacer lo mínimo que les pidieron. Entonces
el padre O’Malley les retó a hacer una tabla de cuentas. En una columna habían de poner el costo de
comida y casa, transporte y útiles, educación y medicinas que los padres gastaron
por ellos en los quince años de sus vidas.
La suma era más que cien mil dólares.
En la otra columna habían de poner los servicios que habían hecho para
recompensar a sus padres – limpiar la casa, ir a la tienda, etcétera. Tal vez sumaron a mil dólares. Entonces el padre reveló su propósito. Les dijo que sus padres sólo les pedían que
asistieran en la misa dominical con ellos.
Pero los muchachos no querían hacer ni esta cosita. Por eso, concluyó que son ingratos, muy
ingratos. Bueno, el evangelio de la misa
hoy trata este tema de la ingratitud.
El
hombre que se encuentra sin la ropa apropiada en la fiesta de bodas nos parece
como mal criado. Tal vez nos sintamos
por él cuando el rey quiere echarlo a las tinieblas. Nos preguntamos: “¿No es injusto penalizar a
este pobre sin los recursos para comprar la ropa requerida?” Sin embargo, la verdad es que no se espera de
él mucho más que se espera de nosotros cuando visitamos la escuela de nuestros
niños. Como deberíamos llevar pantalones
y camisa o un vestido a la escuela, él tiene que vestirse en traje de
fiesta. No es ropa ni cara ni exótica. Todo el mundo puede conseguirlo si
quiere. Pero a este hombre no le importa
que insulte al anfitrión por no llevarlo.
La
historia es un comentario sobre la vida.
El traje de fiesta simboliza una vida justa. Es como el uniforme de enfermera que
representa a una persona con que se puede contar para la ayuda. Si nosotros no hacemos la justicia – eso es, si
no damos de comer a los hambrientos y no visitamos a los encarcelados -- no
tendremos lugar en el banquete celestial.
El
hombre no arrepentido no es el único para privarse del banquete real. Todos los invitados que rechazaron a los
delegados del rey tampoco disfrutan de la fiesta. El evangelista tiene en cuenta a los judíos
que no aceptan la predicación de los apóstoles sobre Jesucristo. Pero sería mejor que pensemos en la gente que
ha perdido el sentido de gratitud. No
reconocen que la vida es un don de parte de Dios, en primer lugar, entonces de
muchas otras personas. Este segundo
grupo incluye sus padres, sus educadores, y sus amigos. La respuesta por todo este patrimonio debe
ser dejar el mundo mejor para la generación próxima. Sin embargo, los ingratos consideran todo lo
que poseen como puro producto suyo.
Dios
merece nuestro agradecimiento por las muchas cosas que tenemos. Sobre todo lo agradecimos por el conocimiento
de Su hijo, Jesucristo. Él no sólo dio
su vida para librarnos del pecado sino nos acompaña diariamente. Asegurados de su presencia, decimos con San
Pablo en la segunda lectura: todo lo podemos unidos a aquel que nos da la
fuerza. Todo lo podemos con Jesús.
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