El domingo, 2 de julio de 2017

El tredécimo domingo ordinario

(II Reyes 4:8-11.14-16; Romanos 6:3-4.8-11; Mateo 10:37-42)

Hace cincuenta años la guerra en Vietnam se prolongaba despiadadamente.  Muchos soldados americanos y muchos más soldados vietnamitas estaban matándose.  La matanza creó una división en el corazón de los jóvenes estadounidenses.  Les llamaron la atención la crítica de los protestadores reclamando la injusticia de la guerra.  Al otro lado del debate interior estuvo la advertencia de sus papas que habían luchado en la Segunda Guerra Mundial.  Estos hombres insistían que sólo era patriótico apoyar la guerra.  Porque a menudo se define el patriotismo como “amor del patria”, la cuestión tiene que ver con el evangelio hoy.

Jesús dice a sus apóstoles que no deberían amar a sus familiares más que a él.  Se puede añadir a la lista de parientes que apunta Jesús: padre o madre, hijo o hija, “su patria”.  No deberíamos amar a nuestra patria tampoco más que a Jesús.  Amar primero a Jesús, que es la verdad, requiere que hagamos esfuerzos para corregir los errores de nuestra patria. Pero mucha gente cita la frase: “Mi patria, correcto o incorrecto”.  Eso es, quieren defender su país de todas críticas aun cuando el gobierno esté en error.  Ciertamente este planteamiento no es virtuoso.    

Realmente no debería ser conflicto entre el amor para la patria y el mayor amor para Jesús.  Pues cuando amamos a Jesús sobre todo, querremos ser como él.  Querremos imitar la justicia de Jesús para rendirle a nuestra patria su deber.  Desearemos inculcar su fortaleza para soportar las dificultades en el desempeño de nuestra responsabilidad.  Y procuraremos a practicar la prudencia de Jesus por escoger los medios apropiados en cada situación.  Asimismo no tenemos que preocuparnos que nuestra opción principal para Jesús disminuya nuestro compromiso para los parientes.  Es así porque el amor que rindamos a Dios ordena nuestro amor a los demás de modo que sea más enfocado y más puro.  El amor a Dios es como la luz de un láser.  Brilla con tanta intensidad que haga maravillas.

En los Estados Unidos se celebra el Día de la Independencia esta semana.  Muchos otros países también tienen el día de la patria durante el verano.  Evidentemente el calor da a las multitudes la inquietud de sacudirse de los gobiernos opresivos.  De todos modos, cuando haya oportunidad durante las festividades deberíamos reflexionar acerca de las grandes cuestiones que afrontan nuestro país.  Tenemos que preguntar cómo Jesús resolvería los problemas.  Una es el estado de los inmigrantes en el país ilegalmente.  Porque han contribuido significativamente al bienestar de todos, ¿qué se puede hacer por ellos?  Otra cuestión tiene que ver con el cuidado de la salud.  ¿Cómo se puede garantizar que todos – tanto los pobres como los ricos -- tengan acceso a los tratamientos eficaces que existen?  Finalmente, la guerra en el medio oriente sigue con fuerza. ¿Es prudente enviar tropas allá para terminarla?  Para encontrar resoluciones justas y prácticas a estos y otros problemas tenemos que entrar más en el amor de Jesús.  Es así con todo, ¿no?  Para hacer cualquiera cosa bien, tenemos que entrar más en el amor de Jesús.

  

El domingo, 25 de junio de 2017

EL DUODÉCIMO DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 20:10-13; Romanos 5:12-15; Mateo 10:26-33)

Se dice que San Juan Pablo II retaba a la gente diciendo: “La primera tarea para todo cristiano es dejarse ser amado por Dios”.  Nos cuesta abrirse al amor de Dios porque el mundo nos envía un mensaje al contrario.  Nos dice que no somos buenos, que nos falta algo necesario – inteligencia, belleza, o fuerza.  Por eso no creemos que nadie nos ame por quien somos, incluso Dios.  Cuando yo era joven, una vez mi madre me dijo que había sido un bebé feo.  Yo sé que mi madre me amó.  Después de la muerte de mi papá ella trabajó duro para enviar a sus hijos al colegio.  Sin embargo, la frase ha quedado conmigo por cincuenta años. 

Cuando no nos sintamos el amor de Dios, muchas veces buscamos la recompensa en un vicio.  Algunos escogen el placer; otros, el prestigio; otros, el poder o aún la plata.  Aunque estas cosas tienen valor, a veces los ocupamos en cantidades desequilibrantes.  El resultado es una sobredosis que hace nuestra condición peor. Empezamos a hacer cosas que turban la consciencia.  Abusamos las sensibilidades de otras personas para aparecer grandes.  Aun nos hace daño a nosotros mismos para conseguir pedazos de la satisfacción.  Es trágico ver al alcohólico arruinar a sí mismo y su familia también por intentar a recompensar el sentido de la falta de amor con la cerveza.

En el evangelio hoy Jesús nos asegura del amor de Dios.  Dice que tiene contados todos los cabellos de nuestra cabeza para que nada nos haga daño sin que Él sepa.  Dice también que tenemos que confiar en este amor porque él, Jesús, tiene una tarea para nosotros.  Quiere que lo reconozcamos delante de los hombres.  Entonces, por el testimonio que damos, él va a recomendarnos ante su Padre.  Al día de juicio final él va a darnos entrada en la vida eterna.

Se me contó el otro día la historia de un hombre que vivió hace años en una parroquia que sirvo.  Este hombre dio testimonio a la presencia de Jesucristo en la Eucaristía por participar en todas las misas de la parroquia.  Pregunté al que me informaba si el hombre hizo algo por los pobres.  Me dijo que sí.  Todos los sábados iba a una panadería para recoger los sobrantes productos.  Entonces se los llevó al orfanato y a la casa de las muchachas embarazadas para que los niños tengan pan y pasteles. 


Hemos entrado en el verano, el tiempo de dar fruto.  Dentro de poco los campos estarán llenos de granos, verduras, y pastos.  El Señor nos advierte que seamos nosotros fructíferos también.  Que no tengamos miedo a hablar con otros de él.  Ni que tengamos  peros a hacer obras buenas en su nombre.  Pues, el Padre va a protegernos de los criticones porque nos ama.  El Padre siempre nos ama. 

El domingo, 18 de junio de 2017

LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO, 18 de junio de 2017

(Deuteronomio 8:2-3.14-16; I Corintios 10:16-17; Juan 6:51-58)

Se pensara que una parroquia con la adoración perpetua sería poco activa.  Pues, buscar a feligreses para rezar delante del Santísimo Sacramento ciento sesenta ocho horas por semana es en sí un reto grande.  Tal vez quisiéramos preguntar: “¿Cómo la parroquia podría encontrar a personas para llevar comidas a la gente sin recursos o para visitar a los asilos de ancianos?”  Sin embargo, en mi experiencia sirviendo en una parroquia con la adoración veinticuatro-siete vi a la gente participando en muchos ministerios.  Pareció que la adoración engendró una variedad de actividades. ¿Cómo podría ser?

Creo que la razón queda en el contenido de la adoración.  Más tarde o más temprano el que adora se preguntará: “¿Qué es esta cosa delante de mí?” y “¿Qué es el propósito de estar aquí mirándola?”  Estas preguntas le llevan al descubrimiento que el objeto en su enfoque no es una cosa sino una persona.  De hecho, da cuenta que la hostia en el custodio es el que dice en el evangelio hoy: “’Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo…’”  Es Jesucristo, el Hijo de Dios que vino al mundo para compartir la vida divina con los seres humanos.

El propósito de la vigilia es darse cuenta de esta acción divina.  Dicen algunos que la Eucaristía es para consumirse no para adorarse.  Pero ¿cómo se podría apreciar una comida rica sin tener el tiempo para saborearla?  La contemplación delante del Santísimo asemeja el saborear la comida más rica que hay.  Es revolver en la mente lo que significa que el magnífico Dios se limitó a sí mismo para compartir nuestro lote humano.  De hecho, hizo dos sacrificios que muestran lo extenso de su amor para el mundo. 

Además de hacerse hombre, Dios se entregó a sí mismo a una muerte horrífica.  Se dice que la crucifixión era una de las formas de tortura más crueles siempre inventadas.  Causa no sólo dolor agudo y largo sino también la muerte de la asfixia.  Pues sólo un sacrificio tan grande podría recompensar el egoísmo humano que sabemos bien es inmenso. 

Si su sacrificio nos ha quitado el pecado, querremos preguntar cómo deberíamos responder a su gracia.  También se puede buscar la respuesta en la contemplación delante del Santísimo.  San Pablo escribe a los corintios que forman los miembros del cuerpo de Cristo.  Y así somos nosotros.  Le servimos por ayudar a los demás, particularmente a los pobres e indefensos.  Un católico comprometido cuenta de su experiencia como un entrenador de un equipo de voleibol compuesto de jóvenes supuestamente “incapacitados”.  Dice que los muchachos tuvieron una simpatía tremenda no sólo para uno y otro sino para él también. Se le pregunta: ¿qué les falta más a los “atletas especiales”: el interés de otras personas o la oportunidad de competir?  Contesta que sí algunos tienen el impulso de competir pero todos responden al amor.


Hoy se celebra el Día de Padre en muchos países.  Es ocasión para honrar a nuestros padres por sus aportes a nuestro bien.  Vemos en su trabajo, su acompañamiento, y sus consejos una vislumbre del sacrificio que nos ha hecho Jesucristo.  Y vemos en nuestro aprecio de nuestros padres una semejanza de nuestra respuesta a Jesucristo.  Como somos agradecidos de ser partes de sus familias, somos deseosos a servir como miembros del Cuerpo de Cristo.  Es cierto; somos deseosos a servir como miembros del Cuerpo de Cristo.

El domingo, 11 de junio de 2017

LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

(Éxodo 34:4-6.8-9; II Corintios 13:11-13; Juan 3:16-18)

La señora Abigail Adams fue la mujer más famosa del tiempo de la Revolución Americana. Su correspondencia amplia dejó una vislumbre del período.  En una carta la señora Adams expresó disgusto para el concepto de la Santa Trinidad.  Dijo francamente que no podía convencerse que el solo Dios es tres.  Muchas personas son como ella.  Pues la Santísima Trinidad es un misterio que desafía la imaginación.

Cuando yo era chico, pensaba que la Santísima Trinidad es como un trébol con tres hojas en una planta.  Pero ya sé que esta imagen no guarda suficientemente bien la unidad de las tres personas.  Algunos piensan que la Trinidad es como agua con tres modos: el líquido, el hielo, y el vapor.  Pero esta comparación no distingue bastante las tres personas.  Algunos tratan de distinguir las tres personas por decir que el Padre es el creador, el Hijo es el salvador, y el Espíritu es el santificador.  Pero la verdad es que el Padre también es salvador y santificador; el Hijo también es creador y santificador; y el Espíritu también es Creador y Salvador.

Entonces ¿cómo se puede distinguir entre las tres personas y mantenerlas uno?  Sólo se puede decir que los tres son uno en todo excepto su relación entre sí.  Tienen la misma naturaleza, la misma voluntad, y la misma mente.  Pero el Padre no es ni el Hijo ni el Espíritu.  El Hijo no es ni el Padre ni el Espíritu.  Y el Espíritu no es ni el Padre ni el Hijo. 

Sí puede ser gran reto aceptar todo esto pero no deberíamos decir que no es importante.  Pues la doctrina de la Santísima Trinidad nos da una base para el amor mutuo.  Como el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo son uno en todo, así deberían ser nuestras familias y nuestras comunidades.  La familia debe hacer sacrificios para tener el mismo sentir y el mismo pensar.  Asimismo la parroquia debe esforzarse para ser unida en la fe y el amor.

La familia de un médico joven demuestra esta unidad.  El doctor tiene su clínica en un pueblo chico para servir a los pobres rurales.  También participa en misiones médicas a países como Haití para servir a los indigentes.  Pero siempre lo hace con el consentimiento de su esposa.  Dice el médico que por la primera vez – porque sus hijas ya están bastante grandes – puede ella acompañarlo en una misión.  Son juntos en el amor para uno y otra y para con los pobres.  Su relación imita el amor de la Santísima Trinidad.


Hoy celebramos la Santísima Trinidad.  Las lecturas nos indican que la grandeza de Dios consiste en el amor.  Como Moisés en la primera lectura queremos pedir a Dios Padre que nos haga suyos por este amor. Como Pablo en la segunda queremos exhortar a uno y otro a la paz por el Espíritu de amor residiendo en nosotros. Y como el locutor en el evangelio, queremos reconocer que el Hijo nos salva por este amor.