El domingo, 7 de agosto de 2011

XIX DOMINGO ORDINARIO

(I Reyes 19:9.11-13; Romanos 9:1-5; Mateo 14:22-33)

Hace siete años un crucero turístico estaba flotando en el medio del Mediterráneo. De repente una tormenta dejó el barco sin poder. Todos quedaban a la merced del mar que no conoce la misericordia. Los pasajeros literalmente rebotaron de pared a pared. Tenían el mismo horror de los discípulos en el evangelio de hoy.

La barca sin Jesús siendo sacudida por las olas es el modo evangélico de expresar la Iglesia en crisis. En el primer siglo la Iglesia primitiva sufrió la persecución religiosa. En el tiempo de Santo Domingo la herejía albigense amenazó al catolicismo en el sur de Francia. Los albigenses creían que hay dos dioses en guerra uno contra el otro -- el dios bueno que creó todas cosas espirituales y el dios malo que hizo el mundo material. Según sus líderes, los albigenses tenían que rechazar al dios de la creación material por abstenerse de todo lo que tiene que ver con la carne, incluyendo las relaciones matrimoniales. Por supuesto, era un reto grande de modo que sólo los llamados “perfectos” pudieran practicar toda la disciplina. Los demás esperaban hasta que estuvieran para morir antes de entrar a la orden de los perfectos.

Ahora la Iglesia sigue luchando. El papa Benedicto ha señalado el relativismo como la amenaza principal en el mundo actual. El relativismo reconoce que tú tienes verdades para ti como yo tengo verdades para mí. Pero rechaza que existan verdades universales para todos. El relativismo permitirá leyes hechas por la mayoría, pero niega que haya una ley universal que gobierna a todos. Según el relativismo, si la mayoría dice que dos hombres pueden casarse, está bien; no importa la estructura del matrimonio como una unión para la prolongación de la sociedad. El relativismo se cuela dentro de la Iglesia cuando los católicos piensan que sean libres para aceptar o rechazar la doctrina de la Iglesia como les dé la gana. Bajo la sombra del relativismo el católico dice que si yo no pienso que sea pecado faltar la misa dominical, está bien, o si una pareja quiere usar los anticonceptivos, es asunto de ellos y la Iglesia no debería condenarlo.

En el evangelio Jesús viene caminando sobre el mar para rescatar a sus discípulos. Nunca está lejos de la Iglesia que siempre va a ayudar. Similarmente Jesús fue la fuente de los esfuerzos de Santo Domingo a resolver el desafío albigense en el siglo trece. Domingo reconoció que no podían existir dioses separados del espíritu y de la materia si el Hijo de Dios llegó al mundo en la carne. No, Domingo dio cuenta de que todo es creado como bueno por un solo Dios aunque a veces los humanos corrompen el valor de los bienes creados.

Asimismo, Jesús salva la Iglesia contemporánea del relativismo. En primer lugar, él cumple la ley universal encontrada en la naturaleza y refinada en los Diez Mandamientos. Entonces él nos suple la gracia para llevar a cabo esa ley. Finalmente, Cristo ha designado a sus apóstoles y sus sucesores (los obispos) como sus vicarios cuyo papel es juzgar las novedades de cada época. Por la enseñanza firme de los obispos nosotros católicos sabemos que no hay “matrimonio gay”. Sin embargo, los mismos obispos aseveran que los homosexuales merecen el respeto de todos.

Como Jesús pide a Pedro que camine sobre el agua, quiere que todos nosotros salgamos de nuestras zonas de comodidad. “No teman”, nos dice a nosotros tanto como a sus discípulos. El papa Juan Pablo II siempre repetía estas palabras añadiendo que no estaremos desanimados cuando hacemos sacrificios por Cristo. En su tiempo Santo Domingo no instruyó a sus frailes que caminaran sobre el agua sino que anduvieran descalzados. Quería que mostraran a los albigenses que los humanos a veces sacrifiquen los bienes materiales no porque son malos sino para obtener un mayor bien. Por eso, un padre sacrificará el sueño para llevar a su hija al entrenamiento de natación a las cinco de la mañana. Asimismo, los miembros de la Sociedad de san Vicente de Paulo dejan su tiempo para servir a los pobres.

La próxima vez que tiene la oportunidad, vea una imagen de santo Domingo. A lo mejor notará una estrella sobre su cabeza. La estrella significa la luz de la verdad. Esta luz asegura a Domingo y a nosotros sacudidos por el relativismo que existen verdades universales. También la estrella representa a Cristo, la luz del mundo. Cristo mueve a Domingo y a nosotros a hacer sacrificios por el bien de Dios y el prójimo. Sí, Jesús nos mueve a sacrificarnos por Dios y por el prójimo.

El domingo, 31 de julio de 2011

XVIII DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 55:1-3; Romanos 8:35.37-39; Mateo 14:13-21)

Un salmo cuenta de los hijos de Israel exiliados en Babilonia. Allí recuerdan Jerusalén donde caminaban líberamente. Dice la canción: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que me paralice la mano derecha”. Ésta es la situación a la cual Dios se dirige en la primera lectura hoy del profeta Isaias.

En el siglo sexto antes de Cristo Babilonia conquistó Jerusalén y deportó a muchos de sus habitantes. A lo mejor en las primeras décadas de la cautividad los exiliados aguantaron la escasez extrema. Al menos en la lectura hoy la gente anda con sed y hambre. Sufren como los desempleados en nuestra sociedad. Ahora nueve por ciento de los trabajadores acá no pueden encontrar empleo. La cifra es aún más grande entre los hispanos y los negros. En el principio les falta el dinero de pagar la hipoteca. En tiempo su capacidad para proveer el pan para la mesa será desafiada. Sienten desilusionados y deprimidos. Una desempleada dice que no la preocupación consume su vida.

Estas personas son inclinadas a buscar salida de sus problemas en los placeres mundanos. Un consejo a los desempleados advierte del peligro de “curaciones líquidos” – eso es, el alcohol y las drogas. Por la misma razón el profeta pregunta a los deprimidos de Babilonia: “¿Por qué gastar el dinero en lo que no es pan y el salario, en lo que no alimenta?” Como el gusano en el anzuelo, los estupefacientes no les traerán la satisfacción sino la muerte.

En lugar de vicios Dios propone Su palabra como la esperanza. Los pobres de Israel tienen que poner la atención a Él que está para actuar en su favor. El profeta habla de dos remedios. Primero, Ciro, el rey de Persia, va a liberarlos del dominio babilónico. Aunque no cree en Dios, Ciro será Su instrumento para restaurar Jerusalén. Segundo, los exiliados van a experimentar la promesa que Dios hizo a David. Eso es, tendrán un reino perpetuo. Pero no será un linaje de reyes: el hijo sucediendo a su padre al trono. No, el reino permanente se compondrá de una raza de reyes, cada uno con su propia autonomía bajo la autoridad de Dios mismo.

Se realiza la segunda parte de la profecía con Jesús, el rey eterno. En el evangelio lo vemos dándole al pueblo de comer para que tengan nueva fuerza. Esta comida sirve como un anticipo del banquete que presentará a sus discípulos la noche anterior de su muerte. Por compartir su cuerpo y su sangre en ese banquete, Jesús los establecerá como hermanos y coherederos del Reino de Su Padre.

Lo necesario es que se muevan. El Señor les exhorta: “Vengan…” Tienen que abrasarlo como la roca de salvación. En el tiempo del exilio abrasar al Señor significa seguir los mandamientos. En la nueva era es prepararse para la santa Eucaristía. Participando en el banquete del Señor por la misa, los desempleados pueden aprovecharse de su tiempo libre. Como aconsejaba el papa Juan Pablo II, ya no tienen miedo de prestar la mano a su prójimo que necesita ayuda. Tampoco tienen renuencia a aprender nuevas habilidades que pueden resultar en nuevo empleo.

Dice el Señor: “Todos ustedes, los que tienen sed, vengan por agua”. Jesús le da eco: “Vengan a mí los que van cansados – pronuncia él en este mismo evangelio según san Mateo – y yo los aliviaré”. Él sabe que todos nosotros estamos en necesidad de una manera u otra. Si no estamos desempleados, a lo mejor estamos sobrecargados. Si no estamos desilusionados, estamos al menos desafiados. Como la mano derecha no hay remedio tan cumplido como él. No hay remedio como él.

El domingo, 24 de julio de 2011

XVII DOMINGO ORDINARIO

(I Reyes 3:5-13; Romanos 8:28-30; Mateo 13:44-52)

El hombre quiere describe el calor de julio en Kansas. Dice: “Toma tu secadora de mano. Viértela a caliente. Y viértela a alta. Ahora voltéala para que sople en tu cara. Así es el calor de julio en Kansas”. Casi podemos sentir el aire acalorado, ¿no? En la misma manera Jesús ocupa las parábolas para que sintamos la maravilla del Reino de Dios.

Dice el Señor que el Reino de Dios es como “un tesoro escondido en un campo”. ¿Quién esconderá un tesoro en un campo?, queremos preguntar. Ahora en el tiempo de cerraduras y bancos, nadie lo hará. Pero en el tiempo antiguo cuando los ladrones podían dejar la casa limpia de cualquier objeto de valor, los dueños solían enterrar sus tesoros en un rinconcito marcado del campo. Una mejor pregunta para nosotros es: ¿Qué es nuestro tesoro?

A lo mejor cada uno define su tesoro en una manera individua. Pero podemos abstraer algunos constantes para los diferentes grupos de edad. Los jóvenes buscan como su tesoro a un compañero de vida que es bondadoso, honrado y, sobre todo, guapo. A los adultos les importa la estabilidad. Quieren ingresos que proveen las necesidades de la casa y una casa donde la familia vive tranquila. Los mayores se preocupan por la salud. Desean evitar el dolor en cuanto posible. Y cuando venga su tiempo para dejar la vida, rezan que la muerte sea tan rápida como posible.

En la antigüedad antes de Cristo se consideraba la sabiduría como el tesoro más precioso. Valía la pena vender todo lo que se tenía para hacerse sabio. Con la sabiduría el joven aprende que la belleza no es la cualidad más importante para buscar en el otro sino la capacidad de amar: eso es, la voluntad de poner el bien del cónyuge primero. La sabiduría enseña al adulto para conservar tanto espiritual como materialmente. El sabio ahorra un poco cada pago y restringe sus males humores para crear la harmonía en la casa. El viejo se aprovecha de la sabiduría por vigilar su consumo de calorías y grasas y por tomar ejercicio regularmente.

Jesús viene reemplazando la sabiduría con el Reino de Dios. No es que los dos difieran mucho; pero el Reino ofrece un matiz más contundente. El Reino de Dios mueve al joven buscar primero en un novio o una novia el amor para Dios: que él o ella no haría nada ofensiva al Señor. Le conduce al adulto a confiar en Dios como el cimiento de su casa por guardar sus mandamientos, venga lo que venga. Al mayor el Reino exige una entrega completa: que acepte cada día como un regalo de Dios y el sufrimiento como modo de aportar la salvación del mundo.

Nosotros cristianos reconocemos a Jesús mismo como el cumplimiento del Reino de Dios. Cuando abrazamos a él como nuestro salvador, se nos acoge en el Reino de su Padre. Podemos proponer una parábola para explicar esto. La vida es como un viaje en avión. Algunos de nosotros están en vía a la playa y otros a negocio. Todos nosotros nos hemos acomodado en asientos de ventana para escondernos, en cuanto posible, de los demás gentes. Entonces interrumpe nuestra concentración un hombre preguntando si podría sentarse en el asiento a nuestro par. Es de media altura y peso; tiene una barbita sobre una cara fuerte con ojos que brillan como diamantes; se viste de un traje nítido pero no lujoso. Después del intercambio de algunas cortesías, entramos en una conversación con el compañero. Es increíblemente atento. Se da cuenta de cada inquietud nuestra y nos muestra la comprensión. Nos asegura que todo saldrá bien si o no encontramos la pareja de nuestros sueños. Nos ofrece su número celular si jamás sentimos sobrecargado con preocupaciones. Nos aconseja a no lamentar la vejez sino aprovechárselo como tiempo de respiro. De repente, saca de su mochila un bolillo de pan y una botella de vino y se nos ofrece. Explica que aunque parece poco, nos fortalecerá muchísimo. Tomando los alimentos, nos sentimos renovados. Decidimos que no importa el propósito de nuestro viaje hasta ahora. Cuando aterrizamos, vamos a cambiar nuestro programa para seguir a nuestro compañero. Pero antes de esto vamos a decirles a las otras personas en el avión cómo este hombre nos ha ayudado.

Otra parábola: Jesús es como piedra. Cuando somos jóvenes, él es el diamante más precioso a darse a nuestra novia. Como adultos él es el cimiento del amor sobre que construimos nuestra casa. Y cuando nos ponemos viejos, él es la Roca para siempre que abrazamos cuando sopla el aire de la muerte. Jesús es la Roca para siempre.

El domingo, 17 de julio de 2011

EL XVI DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 12:13.16-19; Romanos 8:26-27; Mateo 13:24-30)

Busca el Libro de la Sabiduría en la Biblia. Si tu Biblia es de un hotel, a lo mejor no vas a encontrarlo. Pues, el Libro de la Sabiduría es una de las siete escrituras que no se encuentran en la “Biblia Protestante”. Sin embargo, se refiere mucho al Libro de la Sabiduría en la vida católica. De hecho, es la octava escritura del Antiguo Testamento más leída en la misa dominical. Se toma la primera lectura hoy del Libro de la Sabiduría.

No se llama el libro “de la Sabiduría” porque fue escrito por Salomón, el rey sabio de Israel. Aunque a veces se extiende el título a “La Sabiduría de Salomón”, fue escrito en otro tiempo, en otro lugar, y en otro idioma que conoció el famoso rey. No, se llama el libro así porque trata de la sabiduría; eso es, cómo vivir en una manera justa. Algo nuevo de este libro es la afirmación que los hombres experimentarán la inmortalidad como regalo de Dios si viven justamente.

El pasaje hoy se dirige a Dios en forma de oración. El autor, quienquiera sea, reconoce a Dios como ambos misericordioso y poderoso. De hecho, dice que Dios es misericordioso porque es todopoderoso. Como un rico puede donar grandes cantidades de plata a los pobres porque tiene mucha en reserva, Dios muestra la compasión porque no tiene que temer que el beneficiario vuelva a dañarle. Y Dios no ayuda sólo a quien le dé la gana. Más bien, es bondadoso con todos porque su naturaleza es la bondad.

A veces nos exaspera la bondad de Dios. Preguntamos: “¿Por qué no aniquila a los narcotraficantes aterrorizando la frontera norteña de México?” o, más cerca de casa, “¿Por cuánto tiempo tenemos que ver a nuestros hijos vacilando?” La respuesta que hace el más sentido, aunque no nos quita totalmente la inquietud, es que Dios les muestra la paciencia a todas sus criaturas para que se arrepientan de sus maldades.

No sólo Dios tiene paciencia con los hombres, sino quiere que seamos así también nosotros. Dice el Libro de Sabiduría: “El justo debe ser humano”; eso es, que no dejemos a nadie como perdido. Al menos tenemos que rezar por aquellos que no viven como Dios manda. Una madre dijo que había ayudado a su hijo drogadicto con algún dinerito cuando todo el mundo decía que era desesperado. Por su indulgencia – siguió ella - el hombre comenzó a recuperar el equilibrio. Otro ejemplo es una mujer que sigue telefoneando a su madre viuda aunque la mayor muchas veces no le contesta. La hija sabe que su madre tiene sus propias idiosincrasias y que le satisface sólo escuchar la voz de ella en el contestador diciéndole que le ama.

No debe ser sorpresa que Jesús, la misericordia de Dios encarnada, también nos pide la paciencia. Nos da la parábola del trigo y la cizaña para advertirnos que nadie sabe quién volverá justo y quién no. Nuestra tarea es ayudar a todos para que se salven tantos como posible. Ciertamente Jesús nunca le dio la espalda a nadie sino enseñó, curó y, últimamente, entregó su vida por tanto los ricos como los pobres, por tanto los eruditos como los analfabetos, por tanto los caprichosos como los ingenuos.

“Las almas de los justos están en las manos de Dios”, dice el Libro de la Sabiduría. Eso es, aquellos que tratan a todos como humanos no van a ser aniquilados en la muerte. Más bien, van a conocer la misericordia de Dios. Van a conocer a Jesús, el justo.

El domingo, el 10 de julio de 2011

XV DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 55:10-11; Romanos 8:18-23; Mateo 13:1-23)

Toma el teléfono. Llama a cuatro amigos. Habla por quince minutos con cada uno. Escucharás del tiempo, de fiestas y de trabajo. Más tarde o más temprano ti dirán también historias de sufrimiento. No se puede escapar el dolor y la pena en esta vida. Se puede decir que sin el sufrimiento no seríamos humanos. En la segunda lectura san Pablo nos enseña cómo hacer frente a este reto inevitable.

Muchos sufren dolores físicos. Un viejo tiene artritis en la rodilla que le deja en agonía con cada paso que tome. Un joven queda en cama porque la leucemia chupa su energía. Tan difíciles que sean estas enfermedades, tal vez los enfermos sufran más espiritualmente que físicamente. Restringidos a la casa o postrados en el hospital, los enfermos a menudo sienten aislados y solos. Aunque en el principio reciben visitas, después de un mes aun llamadas telefónicas se hacen esporádicas. Se extiende el dolor espiritual fácilmente en todas direcciones: los niños que han sido abusados; las mujeres que han sido violados; los soldados que sufren el desorden del estrés pos-traumático; los trabajadores que se desemplean. Se puede ver el doble golpe del dolor después de un accidente o un desastre natural. Un choque deja al chofer lesionado, sin carro, y endeudado. Un tornado destruye la casa y mata la mitad de la familia.

“¿Por qué - preguntamos – hay tanto sufrimiento?” Los científicos explican el dolor con referencias a células de nervio alcanzando al cerebro. Los sociólogos teorizan sobre la huida de los enfermos por el temor controlando las reacciones humanas. Los meteorólogos contribuyen sus ideas sobre los fuertes cambios del tiempo. Tan satisfactorios que sean estos aportes para entender el gran matriz del sufrimiento, no son adecuados si no reconocen la causa humana. La tradición bíblica ha colocado la fuente del sufrimiento en la rebelión del hombre contra Dios. Sí, estira nuestra mente pensar en el pecado de entes tan pequeños como nosotros humanos detrás de todo el dolor en el mundo pero es lo que san Pablo quiere decir cuando dice en la lectura, “…la creación está sometida al desorden, no por su querer, sino por la voluntad de aquel que la sometió”. Está refiriéndose al libro de Génesis donde Dios somete la creación al desorden como consecuencia del pecado de Adán.

Nosotros hijos e hijas de Dios no escapamos el sufrimiento. Aunque somos redimidos por Cristo, no hemos recibido exención del dolor tanto físico como espiritual. Emitimos el grito, “O Dios, ¿cuánto más tendremos que sufrir?” cada vez que escuchamos otro caso de cáncer u otra incidente de crimen. En la lectura san Pablo sugiere que la naturaleza da eco a nuestros suspiros para alivio. Parece que la tierra gime cuando un huracán desata su furia o cuando la contaminación del aire casi no permite que los rayos del sol lo penetren.

Sin embrago, en el intervalo entre ahora y la venida del Señor en la gloria nosotros seguidores de Cristo no quedamos meramente suspirando. Al contrario, imaginando cómo aparecerá la redención, nos esforzamos en cuanto posible hacerla realidad. Es el empeño de un poeta mexicano organizando a cada persona que encuentre para salvar las mariposas del bosque. Es la compasión de una pareja a la cual el estado le encomienda a niños de familias en conflicto para cuidar. Es el testimonio de una diócesis norteamericana que ha construido un hospital en Honduras para atender a los pobres.

Una cartelera en la carretera muestra un recién nacido con sus brazos abiertos. Dice, “Bebé, es una gran cosa”. Sí, el nacimiento de otro ser humano es una gran cosa. Es un ente pequeño, pero va a crecer a ser hombre. Así contribuirá al desorden por el pecado o prestará su aporte para aliviarlo. “Bebé, es una gran cosa”.