El domingo, 3 de marzo de 2019


OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(Eclesiástico 27:5-8; I Corintios 15:54-58; Lucas 6: 39-45)


Estos días la Iglesia Católica aparece mucho en las noticias.  Sin embargo, los medios no se enfocan tanto en lo bueno que hace la Iglesia.  No cuentan del trabajo de las Misioneras de Caridad con los marginados ni del entusiasmo de los jóvenes en Panamá.  Más bien los medios de comunicación concentran en los escándalos causados por los sacerdotes.  Por más de medio año ha habido muchas palabras dichas sobre el abuso sexual de niños.  En febrero el informe del papa Francisco sobre los sacerdotes violando a religiosas apareció en la primera plana. 

Sin duda estos escándalos molestan a los fieles.  Algunos están convencidos de la corrupción incorregible de la Iglesia.  Piensan que la mayoría de los sacerdotes son tan grandes hipócritas que no valga la pena asistir en la misa.  Otras personas se hacen defensivas de la Iglesia.  Quieren descartar los reportajes como tramas de los medios liberales.  Creen que los medios desean desacreditar la Iglesia para defender sus causas preferidas como el aborto y el matrimonio gay.  Hay otros – posiblemente la mayoría de la gente -- que no saben qué creer.

Se ha establecido que los sacerdotes no cometen crímenes sexuales con más frecuencia que otros hombres.  En otras palabras nosotros sacerdotes no somos ni mejores ni peores que la población general.  Pero esto no debe ser un alivio para la Iglesia sino una vergüenza.   Nosotros sacerdotes deberíamos distinguirnos como hombres justos por todas las ventajas que hemos tenido.  Mucho más que otras personas tenemos la oportunidad de conocer a Cristo, de contar a otras personas de él, y de rezar a él para la ayuda.  Una vez un hombre de negocio, un bautista en Texas, se me acercó.  Me dijo que yo era uno de los hombres más afortunados en el mundo.  Yo quedaba preguntándome qué quería decir este hombre.  Entonces se me explicó.  Yo era bendecido – dijo -- porque tenía por mi trabajo estudiar las Escrituras.  Tenía razón.  Además nuestro vestido, nuestro lugar de trabajo, y las expectativas de la gente nos apoyan vivir la virtud.  

El problema no es la soledad.  No es que los sacerdotes que hayan violado a niños o mujeres lo hagan porque no se casan.  Sí a veces nosotros sacerdotes nos sentimos como deseosos de tener esposa y familia.  Pero la verdad es que la soledad es experiencia global.  Los solteros, los viudos, aún los matrimonios también sienten solos.  La persona humana es creada para compartir con otras personas y eventualmente con Dios.  Más tarde o más temprano todos vamos a experimentar la falta de gente que nos entienda.

Más a fondo que la soledad queda el poder corrompido como la raíz del problema.  Se les da a los sacerdotes mucho poder para llevar a cabo su ministerio.  La gente los admira.  Les busca para consejo.  Quiere su servicio para varios asuntos ambos culturales y espirituales.  Porque pueden hacer todas estas cosas, se puede decir que los sacerdotes llevan gran poder sobre la gente.  Cuando los sacerdotes piensan que tienen el privilegio de aprovecharse de este poder, se corrompe el poder.  Esto es lo que pasa con el abuso sexual. 

De ninguna manera son los sacerdotes los únicos que se aprovechen de su poder injustamente.  Vemos la corrupción del poder en los jefes acosando a sus trabajadoras.  También se lo puede ver en los padres  que golpeen a sus hijos despiadadamente. Un sabio una vez dijo: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.”.

En el evangelio Jesús advierte: “’El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro’”.  Les aplica este mensaje a todos nosotros.  Pues todos somos discípulos de Jesús.  Todos nosotros tenemos que imitar al maestro Jesús.  Todos hemos de ayudar al prójimo y nunca abusarlo.  Pero la advertencia particularmente tiene que ver con los sacerdotes.  Cristo nos ha llamado a servir la comunidad de manera cercana.  El papa Gregorio Magno solía llamarse, “Servidor de los servidores de Cristo”.  Se les puede aplicar a los sacerdotes la misma frase.

Ya estamos para comenzar la Cuaresma.  Tenemos que considerar de qué vamos a arrepentirnos durante los cuarenta días.  Nosotros sacerdotes querremos preguntar si hemos abusado el poder de una manera u otra.  Tal vez ustedes laicos quieran considerar si han estudiado la Palabra de Dios o han ayudado al prójimo.  Y todos querremos preguntarnos si hemos imitado al Señor Jesús.

El domingo, 24 de febrero de 2019


Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario

(I Samuel 26:2.7-9.12-13.22-23; I Corintios 15:45-49; Lucas 6:27-38)


Cada domingo el padre estaba con su hijo en la misa.  Como el padre tenía en mano el misalito así lo tenía el hijo.  Los dos estaban aprovechándose de las lecturas de la misa por revisarlas cuidadosamente.  Como se dice: la manzana no cae lejos del árbol.  En el evangelio hoy Jesús nos exhorta a nosotros actuar así en cuanto a Dios Padre.

Sobre todo Jesús quiere que seamos misericordiosos como Dios.  Ciertamente está poniendo el listón muy alto para nosotros.  En uno de sus diálogos santa Catalina de Siena reza a Dios diciendo: “No tengo duda que dices a los arrepentidos  del pecado mortal: ‘No recuerdo que me hayan ofendido’”. En la primera lectura vemos a David actuando exactamente así.  No le importa que Saúl tratara de matarlo, quiere reconciliarse con el rey.  No busca la venganza aunque tiene la oportunidad de matarlo.  Su motivo es sólo que Saúl es el “ungido del Señor”.  Cuando pensamos en la cosa, no hay mucha diferencia entre ser “el ungido” de Dios” y de ser su “imagen”.  Pero la segunda distinción aplica a cada persona humana.  Por eso deberíamos ser listos para perdonar a todos que nos hagan mal.  Si no quieren arrepentirse, podemos rezar por ellos.

La palabra misericordia es de dos palabras latín, misereri y cordia.  Usados juntos estas palabras significan corazón de piedad.  Aquellos que tienen un corazón de piedad sienten la tristeza con el sufrimiento del otro.  Reconocen que aun los malvados sufren en una manera u otra.  Tal vez fueran golpeados cuando eran niños con el resultado que son resentidos y enojados ahora.   O puede ser que sus padres no mostraran el afecto de modo que crecieron como matones.  De todos modos los misericordiosos tienen corazón grande para amar a más personas que el yo y sus queridos seres.  En una de sus cartas, san Pablo proclama que él tiene un corazón grande así.  Escribe a los corintios: “Les abro mi corazón [par en par].  En mí no falta lugar para acogerlos” (II Corintios 6:11). 

Desgraciadamente la preocupación con el yo a menudo impide la misericordia para los demás.  Por ser lastimados nosotros cerramos nuestros corazones.  Entonces se secan y se endurecen para que no se hieran de nuevo.  Consciente de nuestra condición delicada, Dios ha enviado a Jesucristo para suavizar y expandir el corazón.  De la cruz Jesús nos da el gran ejemplo de cómo abrir el corazón cuando hayamos sido ofendidos.  Pide al cielo: “Padre, perdónalos…” 

Sin embargo, en situaciones difíciles el ejemplo a penas duras nos basta para cambiar la actitud.  Por eso, Jesús nos da a sí mismo en la Santa Comunión.  Fortalecidos por su cuerpo y vigorados por  su sangre podemos amar a los enemigos como nuestro Dios Padre en el cielo nos ama.  Esto es el mensaje que Pablo quiere transmitir a los corintios en la segunda lectura hoy.  Dice que no hemos de actuar con venganza y malicia como el hombre viejo.  Más bien como personas regeneradas por Cristo, el hombre celestial, hemos de amar a todos los demás.  Aun a aquellos que nos hayan ofendido, podemos tener la misericordia.

Santa Catalina era una virgen consagrada de la ciudad italiana Siena.  Se dedicaba al cuidado de los enfermos y los prisioneros. También se metía en la política tanto del estado como de la Iglesia.  Con todas estas actividades Santa Catalina tenía muchos seguidores - laicos, sacerdotes, y religiosos – que le acompañaban en sus giros.  Santa Catalina era famosa por predicar la misericordia de Dios.  Como Jesús, Catalina miraba a Dios sobre todo como fuente de la misericordia.  Dijo a Dios Padre: “¡O misericordia! Mi corazón se hunde en pensar en ti: pues no importa a dónde me vuelva, encuentro sólo la misericordia”.

El domingo, 17 de febrero de 2019


EL SEXTO DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 17:5-8; I Corintios 15:12.16-20; Lucas 6:17.20-26)


¿Era Jesús comunista?  La pregunta puede parecer tonta.  Sin embargo, muchas personas han pensado en Jesús así.  En el evangelio hoy Jesús dice: “Dichosos ustedes los pobre…” y “Ay de ustedes, los ricos,…”  Estas frases suenan parecidas a la predicción del fundador del comunismo, Karl Marx.  Él escribió de una gran revolución que iba a volcar el orden reinante.  En su parecer los trabajadores tomarían control de las fuentes de la producción de los capitalistas. Entonces compartirían los beneficios de su labor a todos según la necesidad de cada uno.  La visión de Marx corresponde con el reporte en los Hechos de los Apóstoles de la primera comunidad cristiana.  Según este informe, todos los bienes fueron repartidos “según las necesidades de cada uno”. 

Sin embargo, el gran espíritu de compartir en de los Hechos no duró mucho tiempo.  En el pasaje que sigue una pareja trató de engañar a los apóstoles por guardar parte de su dinero para sí misma.  También San Pablo escribe de la desigualdad entre los corintios.  Regaña a la comunidad por permitir que algunos pasen hambre.  Hoy en día atestiguamos una situación curiosa.  Son los ricos que muy seguido practican la fe mientras los pobres en muchos casos la han dejado.  En muchas partes es la gente con recursos que asiste en la misa, que se casa antes de tener a hijos, y que no divorcia.  Entretanto los pobres por gran parte han abandonado estas morales básicas. 

En la segunda lectura Pablo menciona otro criterio para contarse como cristiano.  Dice que aquellas personas que no creen en la resurrección de la muerte son “los más infelices”.  Ellos malentienden el propósito de Cristo.  Piensan que Cristo llegó para transmitir valores que les ayudaran en la tierra.  Pero no era así.  Cristo vino para formar una comunidad del amor entre todos – ricos y pobres, mujeres y hombres, judíos y no judíos.  Esta comunidad conocerá el Reino aquí en la tierra por un tiempo y en la vida eterna para siempre.

En la primera lectura Jeremías revela el verdadero contraste en los ojos de Dios.  No es entre ricos y los pobres sino entre aquellos que confían en los hombres y aquellos que ponen su esperanza en Dios.  Las personas que tienen confianza en Dios siguen sus mandamientos.  Cuidan a los pobres; no engañan a nadie; y dan al Señor la gloria.  Sean latifundistas con muchos medios o sean campesinos con pocos quedarán como robles altos y robustos.  Es el contrario con los que confían en los hombres.  Ellos siempre hacen tramas para aumentar su riqueza.  No se preocupan por los necesitados sino por modos de gastar su dinero en placeres y comodidades.

Ahora podemos ver la intención de Jesús dando estas bienaventuranzas y maldiciones.  No quiere elogiar a los pobres porque son pobres sino por mantener a Dios como su rey. Jesús los aprueba porque ellos han venido a escucharlo explicar la voluntad de Dios.  De manera semejante Jesús no reprocha a los ricos por tener riquezas.  Más bien los critica porque no ayudan a los necesitados con su fortuna.  A través del evangelio Jesús muestra la bondad con los ricos generosos.  Acepta la compañía de las mujeres que lo apoyan con sus recursos.  Visita la casa de Zaqueo que promete dar la mitad de sus bienes a los pobres.

Hace muchos años se decía este cuento como visión del infierno y el cielo.  En el infierno los malditos tienen gigantes tenedores atados a sus brazos.  Tratando como quisieran, nadie puede alimentarse a sí mismo.  Pues no pueden doblar el brazo de modo que el tenedor llegue a su boca. En el cielo los benditos también tienen tenedores atados a sus brazos.  Sin embargo, todos son bien alimentados.  Pues en lugar de tratar de alimentar a sí mismos, les dan a comer a uno y otro.  Así Jesús describe el Reino de Dios: una comunidad del amor entre todos – ricos y pobres, mujeres y hombres, judíos y no judíos.


El domingo, 10 de febrero de 2019


EL QUINTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 6:1-3.3I-8; I Corintios 15:1-11; Lucas 5:1-11)

Una religiosa dice que recibió su vocación viendo un cine.  Cuando se fijó en el carácter de una monja, despertó en ella el deseo de darse a sí misma a Dios.  Sabía entonces que Dios podría llenarle con el gozo que deseaba.  El evangelio hoy cuenta una historia semejante.


Al principio de la historia Jesús está enseñando a la gente.  No se dirige a un grupo pequeño sino a una multitud.  De hecho, la audiencia es tan grande que Jesús tiene que montar una barca para que oigan todos.  Sentado, Jesús enseña como un catedrático en la universidad.  Muestra la autoridad con ideas claras y un modo seguro.  Si estuviéramos allí, apenas duras no podríamos hacerle caso.

Si Jesús nos hubiera dicho a leer un libro, ciertamente lo haríamos. Es hombre que vale el seguimiento.  Por esta razón, Simón lo obedece cuando le manda a llevar la barca para pescar de nuevo.  No importa que Simón trabajó las mismas aguas toda la noche sin pescar.  No importa que ya es día cuando los peces supuestamente reposan.  Cuando Simón echa las redes, coge tan grande cantidad de pescados que casi se rompan. 

Simón se da cuenta que Jesús no es sólo maestro.  Ahora lo llama “Señor”.  Lo ve como hijo de Dios con el poder del Altísimo.  Ante tal gran persona, el ser humano se estremece.  De repente Simón se recuerda de sus muchos pecados.  Le dice a Jesús: “Apártate de mí”.  Sabe que no es digno de quedarse en la presencia de un representante de Dios.  Es la misma reacción de Isaías en la primera lectura.  Cuando percibe que Dios es un Dios activo, dice: “’…estoy perdido…’”  También es la sensación que tenemos nosotros cuando enfrentamos algo colosal que nos amenace.  Cuando estamos por el mar con una tempestad avecinándose, nos coge el temor. Pensamos que Dios está castigándonos por nuestros pecados.  Le pedimos que en su misericordia se aleje de nosotros.

Entonces nos damos cuenta que Dios no quiere castigarnos.  Más bien está llamándonos a servirle.  Ciertamente Simón, ya Pedro, recibe un mandato en el evangelio.  Jesús le pide que deje de ser simplemente un pescador para hacerse “pescador de hombres”.  En la segunda lectura Pablo cuenta de una experiencia semejante.  Después de un encuentro asombroso con Cristo, recibe la carga de ser apóstol.  De hecho, Cristo tiene un mandato parecido para cada uno de nosotros.  Cuando nos bautizamos, dice el ministro que estamos ya incluidos en el ministerio de Jesús sacerdote, profeta, y rey.

¿Qué quiere decir esto?   Acordémonos de las células madre en el embrión.  Todos son iguales pero en tiempo algunos se desarrollen en huesos, otros en sangre, otros en piel, etcétera.  Por la oración podemos descubrimos nuestro papel dentro de la comunidad – sea miembro del coro, lector, visitador de los enfermos u otro. Más que nunca es necesario que todos nosotros cristianos demos testimonio al Señor Jesús por nuestras vidas.  Sin palabras tenemos que mostrar la caridad a todos particularmente a los necesitados.  Con palabras tenemos que profesar al mundo la fuente de esta caridad.  Es Jesucristo. 

Esta semana celebramos el Día de Amor.  Sabemos que la tradición de celebrar este día comenzó con un santo cristiano llamado Valentino.  Según una historia san Valentino era cura en Roma durante una persecución de los cristianos.  Cuando lo tenían encarcelado, el padre Valentino convirtió a la hija ciega del carcelero al cristianismo.  Al caminar a su martirio, Valentino le pasó a la muchacha una carta.  En la nota le recordó del compromiso que hizo a amar a todos como Cristo.  Firmó la carta “tu Valentino”.  Cuando se la abrió, la muchacha recibió la vista.  El propósito de la historia es que cuando decimos a otra persona, “Sé mi valentino/a”, le estamos pidiendo algo muy especial.  No estamos pidiendo que sea nuestro amante sino a nuestro tutor.  Estamos pidiendo a la persona que nos ayude aprender la caridad.  Es el papel dado por Jesucristo a todos nosotros.  Nos manda a ayudar a los demás aprender su caridad.