El Domingo, 1 de octubre de 2023

EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 18:25-28; Filipenses 2:1-11; Mateo 21:28-32)

La parábola en el evangelio hoy comienza como una historia familiar: “Un hombre tenía dos hijos…” Suena como el comienzo de la parábola del “Hijo prodigo” en el Evangelio de Lucas, ¿no?  Sin embargo, la parábola de Mateo es diferente.  Aunque las dos tratan de arrepentimiento, donde Lucas nos da una historia larga y bella, Mateo es breve y poco atractivo.  Además, escribe con un propósito bastante distinta de aquel de Lucas.

Podemos determinar el propósito de Mateo por examinar el contexto de la parábola.  Jesús ha entrado Jerusalén para cumplir su misión de salvación.  Dentro de poco será entregado, juzgado y crucificado.  Ahora los líderes judíos andan buscando materia para acusarlo.  En el pasaje anterior, los líderes preguntaron a Jesús quién le había dado autoridad para enseñar en el Templo.  Jesús respondió que contestará su pregunta cuando ellos contestaran la suya.  Entonces les preguntó: “¿De dónde vino Juan el Bautista: de Dios o de los hombres?”  La pregunta les puso en un dilema.  Si dijeran “de Dios”, entonces Jesús les habría preguntado por qué ellos no lo siguieron.  Pero si contestaran de los hombres, les habrían incurrido el rechazo de parte de la gente.  Para ser seguros, respondieron que no sabían.  Por eso, Jesús no contestó su pregunta.

Jesús no quiere pasar por alto su ventaja.  Va a mostrar que los pecadores han actuado de manera superior a los líderes judíos.  Cuenta la parábola del hombre con dos hijos para mostrar cómo los pecadores han respondido al llamado del arrepentimiento de Juan mientras los líderes judíos no lo hicieron caso.  Los pecadores que hicieron caso al llamado de Juan son como el hijo que primero dice “no” al mandato de su padre, pero luego recapacita y lo cumple.  Entretanto los líderes judíos actúan como el hijo que finge la obediencia por decirle sí a su padre, y luego no hacen nada por él.

Por el tiempo en que Mateo escribió su evangelio, la parábola tuvo otra referencia.  Más que descubrir la hipocresía de algunos líderes, la parábola enseñó el rechazo del evangelio de parte de los judíos y su aceptación por los griegos.  Por eso, los griegos están comparados con el hijo que rechaza al padre al principio pero vuelve a hacer su voluntad.  Y los judíos son como el hijo que dice “sí” al principio, pero entonces no cumple la voluntad de su padre.

Además de estas dos etapas de significado, la parábola nos toca a nosotros hoy en día. Muestra cómo preferimos aparecer buenos sobre ser buenos en la realidad.  No nos importa que hagamos cualquiera cosa buena con tal que aparezca a los demás que la hacemos así.  Queremos siempre dar buena impresión.  Esto es la vanidad, y como indica el libro Eclesiastés, la vanidad infecta a todos. 

¿Debemos superar la vanidad?  Si lo debemos, ¿cómo lograrlo?  Primero, la vanidad distorsiona la verdad; probablemente no somos tan guapos cómo nuestras fotos en Facebook.  Más que esto, la vanidad hace hincapié en el yo donde queremos proclamar a Jesucristo, la verdad y el camino.  Pero no es fácil superar la vanidad.  Porque todos nosotros tenemos defectos de un tipo u otro, queremos la admiración de los demás para sentirnos valorados.  Los psicólogos proponen como remedio para esta necesidad que nos aceptemos por quienes verdaderamente somos.  Dicen que la autoaceptación es la clave para la paz en la vida.

Nosotros creyentes tenemos una palanca para lograr la autoaceptación. Es nuestra fe en el Dios que nos ama.  Dios nos ama como somos no como nos imaginamos ser.  No debemos confundir esta verdad con un pretexto de no corregir nuestras faltas.  También Dios ve en nosotros la potencial de arrepentirnos de nuestros pecados y nos envía la gracia para hacerlo.  Si él nos ama tanto, ¿cómo no aceptamos a nosotros mismos?

En la segunda lectura Pablo nos insta que seamos como Cristo.  Él no llamó atención a sí mismo sino vino para servir a nosotros.  Convirtiéndonos como Cristo, resultaremos honrados y pacíficos: en breve, verdaderos hijos e hijas de Dios.

Para la reflexión: ¿Cómo soy vanidoso?  ¿Qué hago para superar este vicio?


El domingo, 24 de septiembre de 2023

EL VIGESIMO QUINTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 55:6-9; Filipenses 1:20-24.27; Mateo 20:1-16)

Las lecturas hoy son bastantes conocidas.  La primera es parte del capítulo fascinador del profeta Isaías en que Dios describe su palabra como la lluvia llevando vida a la tierra.  Se dice que la parábola del evangelio ha tenido la popularidad de la del Hijo pródigo en ciertos tiempos de la historia.   Y la segunda lectura de la Carta a Los Filipenses da una de las confesiones más íntimas del apóstol Pablo.  Vamos a dejarla para otro tiempo para reflexionar sobre el evangelio mediante el ojo del profeta.

En un sentido no es nada nuevo que los caminos del Señor son diferentes de nuestros.  Después de todo, Dios es de una orden diferente de la nuestra.  De hecho, es absurdo tratar de compararnos con Dios.  Él no es un ser entre otros seres como algún otro hombre o mujer.  Es la base de todo ser.  Por eso, cuando hablamos de Dios, siempre hablamos en un modo analógico que es a decir “algo semejante”.  Es necesario que nos demos de que Él es misterio más allá de nuestra comprensión.  Es como hablamos de nuestro perro “amándonos” cuando se recuesta a nuestros pies.  Esta muestra de afecto ni siquiera se acerca el amor de un hombre y una mujer que se han entregado a uno a otro en un matrimonio fiel.  Aunque no podemos aproximarnos a Dios en ninguna forma, todavía Jesús nos llama a ser parecido a Él.  En el Sermón del Monte, dice a sus discípulos: “Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Ma 5,48).  

Con ambas la distinción entre Dios y nosotros y el mandato de imitar a Dios en mente, podemos examinar el evangelio.  La historia que cuenta Jesús aquí cumple la definición clásica para parábola como un cuento tomado de la vida ordinaria cuya conclusión sorprende de modo que cause al escuchador recapacitar su vida.  Ciertamente al escuchar la parábola del “Buen samaritano”, los judíos tuvieron que recapacitar su actitud hacia los samaritanos.  La parábola de “Los obreros de la viña” funciona de la misma manera.  Tanto como los obreros empleados en la madrugada, nosotros estamos sorprendidos cuando ellos reciben el mismo pago como aquellos que trabajaron solo una hora.  Pero así es Dios: más generoso que se puede imaginar.  No es injusto a nadie; paga a aquellos empleados en la mañana el denario comprometido.  Pero no tiene dudas acerca de tratar a otros con gran generosidad. 

Se ha usado esta parábola para entender como los griegos podrían heredar el Reino de Dios tanto como los judíos que practicaban las exigencias de la Ley por siglos.  También se puede usarla para explicar cómo algunos nacidos en familias sólidas donde sus padres los criaban tanto en la fe como en el amor pueden tener el mismo destino como algunos que por deficiencias en su crianza luchaban para vivir justos.  Sin embargo, la parábola se abre a otro tipo de interpretación.  Nos pide que tratemos a todos con la generosidad de Dios si se lo merecen o no.

En nuestra casa a veces alguien deja sus trastes sucios en el fregadero.  Cuando los veo, me siento indignado porque la persona que los dejó debería darse cuenta de que cada uno tiene la responsabilidad de limpiar sus propios trastes.  Esta actitud no es necesariamente injusta, pero tampoco imita los modos de Dios.  Ciertamente los santos limpiarían los trastes de los demás.  De hecho, San Martín de Porres ayudó a todos, ricos y pobres, dando lo que tuviera sin medida.  Todos nosotros somos llamados hacer asimismo por nuestra aceptación en la familia de Dios.

Ser generoso como Dios exige mucho de parte de nosotros.  Pero no es imposible.  Con Jesucristo como nuestro modelo y compañero podemos cumplir su mandato.  Por ser presente en la comunidad de fe, Jesús nos apoya en la lucha.  Y en la Eucaristía, él nos fortalece para hacer cosas duras.

El domingo, 17 de septiembre de 2023

EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Eclesiástico 27:33-28:9; Romanos 14:7-9; Mateo 18:21-35)

Volvámonos una vez más a la carta magnífica de Pablo a los romanos.  La hemos sido leyendo desde junio. Pero hoy es el último domingo de este año litúrgico que la veremos.

La lectura se toma de la última parte de la carta, que provee la respuesta apropiada a la salvación en Cristo.  Pablo ha dicho que los cristianos deben conducirse en modos santos.  No deben conformarse al mundo presente.  Más bien tienen que ser transformados para que piensen y actúen según la voluntad de Dios.  Como guía, Pablo les proporciona la ley del amor: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Ahora Pablo quiere abarcar un problema que evidentemente ha surgido en la comunidad.  Algunos comen toda la comida puesta en la mesa sin preguntarse si la comida fue ofrecida a los ídolos.  La cuestión no les importa. Entretanto otros sienten que, si fuera ofrecida a los ídolos, sería contaminada e inaceptable comerse.  Aunque Pablo mismo no tiene dificultad tomar tal comida, recomienda que cada persona sea respetuosa de las demás.   

Vemos la sensibilidad que Pablo quiere fomentar cuando un anfitrión hoy en día da a sus huéspedes una selección sin carne al viernes.  Sabe y respeta que algunos católicos mantienen la tradición de abstenerse en este día por el año entero como en la cuaresma. 

Junto con el requisito del amor Pablo está haciendo hincapié en otro gran valor cristiano: la unidad en Cristo.  El Bautismo nos ha unido a Cristo como nuestra primera referencia de existencia.  (Esto puede ser difícil para algunos.  Pere por favor, háganme caso.) Más que somos negros, blancos, o de otra raza; más que somos puertorriqueños, americanos, o chinos; más que somos Rodríguez, Figueroa, o Biden; somos de Jesucristo.  Nunca deberíamos permitir que nos separemos de él o de uno y otro en él.  Por eso, Pablo dice: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo.  Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos”.

Como siempre, se puede ver el vivir de la palabra de Dios en los santos.  El monseñor Pierre Claverie era obispo de Oran, una región de Argelia azotada por el terrorismo islámico en los 1990s.  Mons. Claverie sabía del peligro quedarse en el país, que fue su tierra nativa, pero rechazó la posibilidad de huirse.  Expresó su perspectiva a las monjas de una clausura en Francia: “Estamos aquí por este Mesías crucificado. ¡Por nada más y nadie más! … Estamos aquí como aquel que está al costado de la cama de un amigo…enfermo, en silencio apretándole la mano y secando el sudor de su frente”.  Evidentemente él podía ver a Cristo en los musulmanes que lo rodean y que también fueron victimizados por el terrorismo.  Como vivía por Cristo, el Monseñor Claverie murió por Cristo.  Fue martirizado en agosto de 1996.    En sus exequias los musulmanes llenaron la catedral diciendo: “Era nuestro obispo también”.

No es solo por razón de estar en solidaridad con los sufrientes que adherimos a Cristo.  Dice Pablo que Cristo es Señor de vivos y muertos.  Los muertos no son exterminados sino viven en Cristo.  Además, como él resucitó de la muerte, aquellos que adhieran a él resucitarán.  No nos importa que muchos no reconozcan esta esperanza.  Dos realidades la atestiguan: el testimonio de la Biblia y nuestra propia experiencia de la bondad de Dios.  Venga lo que venga, viviremos por Cristo hasta que se realice su promesa de la vida eterna.

 

PARA LA REFLEXIÓN: ¿Dónde has encontrado dificultad sentirse conectado a otros cristianos/  ¿Qué se puede hacer en tal situación?

El domingo, 10 de septiembre de 2023

 EL VIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 33:7-9; Romanos 13:8-10; Mateo 18:15-20)

Hemos observado que hay cinco grandes discursos en el Evangelio según San Mateo.  Comienzan con el Sermón en el Monte al principio del ministerio de Jesús.  Terminarán con el discurso sobre las últimas cosas cuando Jesús llega a Jerusalén para entregar su vida.  En el evangelio hoy escuchamos parte del cuarto discurso que trata de la iglesia.

Se piense que Jesús comience su discurso sobre la iglesia con una descripción de los varios oficios.  Sin embargo, con la excepción de nombrar a los doce como los pilares y a Simón Pedro como su segundo, a Jesús no le interesa la estructura de la iglesia.  Todo el cuarto discurso tiene que ver con el comportamiento de los miembros entre sí.  Ellos han de ser como niños apoyándose en Dios Padre.  Nunca deben dar escandalo a los débiles en su medio.  La sección hoy trata de manejar la situación delicada cuando un hermano o hermana cae en pecado.

Antes de que podemos proceder, es necesario aclarar la cuestión de juzgar.  Algunos piensan que no es del cristiano decir que otra persona ha pecado.  Proponen como prueba la frase de Jesús: “No juzguen, para que no sean juzgados” (Mateo 7,1).  Pero siempre estamos juzgando.  Si decimos “la hierba es verde”, hemos hecho un juicio.  Según los expertos lo que la frase “No juzguen…” significa es que no condenemos a nadie.  Sólo Dios tiene la autoridad de mandar a una persona al infierno.

En la lectura Jesús manda que nos acerquemos a la persona que juzgamos estar en pecado grave y pedirle que se arrepienta.  Deberíamos hacer esto en el espíritu de acompañamiento de que el papa Francisco habla a menudo.  El acompañamiento nunca rechaza ni mira al otro con desdén por haber hecho mal.  Más bien nos mueve que nos hagamos amigos al pecador para ayudar a él o ella volver a la justicia.  Muchos jóvenes están cohabitando.  Ciertamente es un pecado grave que sus familias y amistades no deben pasar por alto.  Además de transmitir la preocupación por su bien, el acompañamiento asegura a la persona de nuestro amor y trata de crear un diálogo en que la persona puede hablar de la relación.  Particularmente los padres de la pareja que cohabitan deberían acompañar a sus hijos sin promover el pecado.  

La presencia de una o dos otras personas reforzará la gravedad de la situación mientras guarda la privacidad.  Lo importante es preservar la relación del pecador con la comunidad de la fe.  La persona en pecado grave no debe recibir la Santa Comunión, pero debería sentir invitada a participar en la misa.  De hecho, la obligación de asistir en la misa dominical aplica a él o ella a pesar del pecado.

Jesús da a su Iglesia el derecho de excluir a pecadores notorios.  Tal acción tiene al menos dos motivos.  Se espera que el pecador, consciente de la gravedad de su estado, se reforme pronto.  De todos modos, los demás se darán cuenta de que tienen que evitar el pecado.  Puede ser paradójico, pero es cierto que la exclusión no es para ser exclusiva sino para conseguir y mantener la inclusión de todos.

Una otra cosa del discurso llama la atención.  Jesús incluye la oración en su enseñanza sobre cómo tratar a pecadores.  Deberíamos rezar que nuestro juicio del pecado sea atinado.  También queremos pedir al Señor la actitud y las palabras apropiadas para ganar la confianza del pecador.  Sobre todo, pedimos por el pecador que él o ella se reforme.  Confrontar a otra persona acerca de pecado siempre es cosa delicada.  Puede ser aun contraproducente.  Por eso, también queremos pedir al Señor que nos ayude aguantar las repercutiones. 

Para la reflexión: ¿Jamás has sido acusado del mal?  ¿Cómo reaccionaste?  ¿Te ayudó reformarte?