EL VIGESIMO QUINTO DOMINGO ORDINARIO
(Isaías
55:6-9; Filipenses 1:20-24.27; Mateo 20:1-16)
Las
lecturas hoy son bastantes conocidas. La
primera es parte del capítulo fascinador del profeta Isaías en que Dios
describe su palabra como la lluvia llevando vida a la tierra. Se dice que la parábola del evangelio ha
tenido la popularidad de la del Hijo pródigo en ciertos tiempos de la historia. Y la segunda lectura de la Carta a Los
Filipenses da una de las confesiones más íntimas del apóstol Pablo. Vamos a dejarla para otro tiempo para
reflexionar sobre el evangelio mediante el ojo del profeta.
En un
sentido no es nada nuevo que los caminos del Señor son diferentes de
nuestros. Después de todo, Dios es de
una orden diferente de la nuestra. De
hecho, es absurdo tratar de compararnos con Dios. Él no es un ser entre otros seres como algún
otro hombre o mujer. Es la base de todo
ser. Por eso, cuando hablamos de Dios,
siempre hablamos en un modo analógico que es a decir “algo semejante”. Es necesario que nos demos de que Él es
misterio más allá de nuestra comprensión.
Es como hablamos de nuestro perro “amándonos” cuando se recuesta a
nuestros pies. Esta muestra de afecto ni
siquiera se acerca el amor de un hombre y una mujer que se han entregado a uno a
otro en un matrimonio fiel. Aunque no
podemos aproximarnos a Dios en ninguna forma, todavía Jesús nos llama a ser
parecido a Él. En el Sermón del Monte,
dice a sus discípulos: “Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Ma
5,48).
Con ambas
la distinción entre Dios y nosotros y el mandato de imitar a Dios en mente,
podemos examinar el evangelio. La
historia que cuenta Jesús aquí cumple la definición clásica para parábola como
un cuento tomado de la vida ordinaria cuya conclusión sorprende de modo que
cause al escuchador recapacitar su vida.
Ciertamente al escuchar la parábola del “Buen samaritano”, los judíos
tuvieron que recapacitar su actitud hacia los samaritanos. La parábola de “Los obreros de la viña”
funciona de la misma manera. Tanto como
los obreros empleados en la madrugada, nosotros estamos sorprendidos cuando
ellos reciben el mismo pago como aquellos que trabajaron solo una hora. Pero así es Dios: más generoso que se puede
imaginar. No es injusto a nadie; paga a
aquellos empleados en la mañana el denario comprometido. Pero no tiene dudas acerca de tratar a otros
con gran generosidad.
Se ha usado
esta parábola para entender como los griegos podrían heredar el Reino de Dios
tanto como los judíos que practicaban las exigencias de la Ley por siglos. También se puede usarla para explicar cómo
algunos nacidos en familias sólidas donde sus padres los criaban tanto en la fe
como en el amor pueden tener el mismo destino como algunos que por deficiencias
en su crianza luchaban para vivir justos.
Sin embargo, la parábola se abre a otro tipo de interpretación. Nos pide que tratemos a todos con la generosidad
de Dios si se lo merecen o no.
En nuestra
casa a veces alguien deja sus trastes sucios en el fregadero. Cuando los veo, me siento indignado porque la
persona que los dejó debería darse cuenta de que cada uno tiene la
responsabilidad de limpiar sus propios trastes.
Esta actitud no es necesariamente injusta, pero tampoco imita los modos
de Dios. Ciertamente los santos
limpiarían los trastes de los demás. De
hecho, San Martín de Porres ayudó a todos, ricos y pobres, dando lo que tuviera
sin medida. Todos nosotros somos
llamados hacer asimismo por nuestra aceptación en la familia de Dios.
Ser
generoso como Dios exige mucho de parte de nosotros. Pero no es imposible. Con Jesucristo como nuestro modelo y
compañero podemos cumplir su mandato. Por
ser presente en la comunidad de fe, Jesús nos apoya en la lucha. Y en la Eucaristía, él nos fortalece para
hacer cosas duras.
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