El domingo, 24 de septiembre de 2023

EL VIGESIMO QUINTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 55:6-9; Filipenses 1:20-24.27; Mateo 20:1-16)

Las lecturas hoy son bastantes conocidas.  La primera es parte del capítulo fascinador del profeta Isaías en que Dios describe su palabra como la lluvia llevando vida a la tierra.  Se dice que la parábola del evangelio ha tenido la popularidad de la del Hijo pródigo en ciertos tiempos de la historia.   Y la segunda lectura de la Carta a Los Filipenses da una de las confesiones más íntimas del apóstol Pablo.  Vamos a dejarla para otro tiempo para reflexionar sobre el evangelio mediante el ojo del profeta.

En un sentido no es nada nuevo que los caminos del Señor son diferentes de nuestros.  Después de todo, Dios es de una orden diferente de la nuestra.  De hecho, es absurdo tratar de compararnos con Dios.  Él no es un ser entre otros seres como algún otro hombre o mujer.  Es la base de todo ser.  Por eso, cuando hablamos de Dios, siempre hablamos en un modo analógico que es a decir “algo semejante”.  Es necesario que nos demos de que Él es misterio más allá de nuestra comprensión.  Es como hablamos de nuestro perro “amándonos” cuando se recuesta a nuestros pies.  Esta muestra de afecto ni siquiera se acerca el amor de un hombre y una mujer que se han entregado a uno a otro en un matrimonio fiel.  Aunque no podemos aproximarnos a Dios en ninguna forma, todavía Jesús nos llama a ser parecido a Él.  En el Sermón del Monte, dice a sus discípulos: “Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Ma 5,48).  

Con ambas la distinción entre Dios y nosotros y el mandato de imitar a Dios en mente, podemos examinar el evangelio.  La historia que cuenta Jesús aquí cumple la definición clásica para parábola como un cuento tomado de la vida ordinaria cuya conclusión sorprende de modo que cause al escuchador recapacitar su vida.  Ciertamente al escuchar la parábola del “Buen samaritano”, los judíos tuvieron que recapacitar su actitud hacia los samaritanos.  La parábola de “Los obreros de la viña” funciona de la misma manera.  Tanto como los obreros empleados en la madrugada, nosotros estamos sorprendidos cuando ellos reciben el mismo pago como aquellos que trabajaron solo una hora.  Pero así es Dios: más generoso que se puede imaginar.  No es injusto a nadie; paga a aquellos empleados en la mañana el denario comprometido.  Pero no tiene dudas acerca de tratar a otros con gran generosidad. 

Se ha usado esta parábola para entender como los griegos podrían heredar el Reino de Dios tanto como los judíos que practicaban las exigencias de la Ley por siglos.  También se puede usarla para explicar cómo algunos nacidos en familias sólidas donde sus padres los criaban tanto en la fe como en el amor pueden tener el mismo destino como algunos que por deficiencias en su crianza luchaban para vivir justos.  Sin embargo, la parábola se abre a otro tipo de interpretación.  Nos pide que tratemos a todos con la generosidad de Dios si se lo merecen o no.

En nuestra casa a veces alguien deja sus trastes sucios en el fregadero.  Cuando los veo, me siento indignado porque la persona que los dejó debería darse cuenta de que cada uno tiene la responsabilidad de limpiar sus propios trastes.  Esta actitud no es necesariamente injusta, pero tampoco imita los modos de Dios.  Ciertamente los santos limpiarían los trastes de los demás.  De hecho, San Martín de Porres ayudó a todos, ricos y pobres, dando lo que tuviera sin medida.  Todos nosotros somos llamados hacer asimismo por nuestra aceptación en la familia de Dios.

Ser generoso como Dios exige mucho de parte de nosotros.  Pero no es imposible.  Con Jesucristo como nuestro modelo y compañero podemos cumplir su mandato.  Por ser presente en la comunidad de fe, Jesús nos apoya en la lucha.  Y en la Eucaristía, él nos fortalece para hacer cosas duras.

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