Homilía para el XVIII Domingo Ordinario
(Éxodo 16:2-4.12-15; Efesios 4:17.20-24; Juan 6:24-35)
Tres colonos entre los Peregrinos en Plymouth, Massachusetts, regresaron a su tierra nativa. Después de un invierno en lo cual la mitad de sus compañeros fallecieron, ¿quién quiere faltarles? No sólo tenían que construir una nueva civilización, sino también estaban batallando un clima feroz entre nativos de algún modo hostiles. Los tres renuentes inmigrantes fueron como los israelitas en la primera lectura hoy. Murmuran contra Moisés y Aaron por haberles conducido fuera de Egipto.
Lo curioso es que los israelitas quieren volver a la esclavitud. La libertad les parece difícil aguantar. Aunque no se someten más a los duros caprichos del faraón, ya pasan hambre en el desierto. Son como nosotros hoy día cuando consideramos renunciar nuestros compromisos al Señor Jesús que nos liberó de la esclavitud del pecado. ¿Qué causa la inquietud? Puede ser el deseo a revivir la juventud cuando veíamos a las muchachas como no más que muñecas para nuestro placer. O puede ser la tentación a poner en nuestro propio bolsillo el dinero que se paga a la empresa por la cual trabajamos. O puede ser un mil otros modos que nos ocurran a abandonar el camino de Jesús.
Dios se percata de nuestras dudas. Pues no es un creador lejano de nosotros sino tan cerca como un ama de casa procurando dar todo lo necesario a sus hijos. Él sabe el deseo del corazón para ser reconocido como alguien que valga. Él percibe la debilidad humana hacia lo placentero. Dice la lectura que Dios promete una “lluvia de pan del cielo” para dar de comer a sus hijos en el desierto. Este pan será más que el pan hecho de harina y agua que nutre nuestros cuerpos. Más bien, será una constatación de la preocupación de Dios por Su pueblo.
Dios les provee pan pero no en la forma que esperaban. El pan del cielo que hallan en el desierto les parece como el rocío de la mañana. Tienen que preguntarse, “¿Qué es esto?” No es escarcha insustanciosa. Más bien, es polvo más nutritivo que las tortillas hechas por la abuela. Este pan del cielo les proveerá el sustento para el duro aprendizaje en el desierto de ser pueblo de Dios.
También en nuestras inquietudes Dios nos viene a apoyar. Nos ofrece a su propio hijo en forma de pan y vino para fortalecer nuestro compromiso faltante. No es lo que buscábamos cuando nuestros ojos comenzaron a voltear del camino. Pero tiene toda la energía de un motor de jet para llevarnos a través nuestras tentaciones. Por supuesto, no estamos refiriendo al valor calórico de la hostia y vino sino a lo que se hacen por la acción del Espíritu Santo. Esto es no menos que Jesús mismo resucitado de la muerte acompañándonos con más vitalidad que el sol.
Algunos hablan de una planta que puede resolver el problema del hambre. No es lo que esperamos – la carne de una vaca hibrida o el grano de semillas transformadas. No, según ellos, es un árbol encontrado en el África conocido como el árbol de moringa. Tiene hojas que son muy nutritivas. También se puede comer sus flores, frutas, y vainas. En el pan y vino de la Eucaristía Dios nos provee algo infinitamente mejor. Jesucristo, el pan del cielo, nos hace posible cumplir los compromisos. Jesús nos hace posible cumplir los compromisos.
Predicador dominico actualmente sirviendo como rector del Santuario Nacional San Martín de Porres en Cataño, Puerto Rico. Se ofrecen estas homilías para ayudar tanto a los predicadores como a los fieles en las bancas entender y apreciar las lecturas bíblicas de la misa dominical. Son obras del Padre Carmelo y no reflejan necesariamente las interpretaciones de cualquier otro miembro de la Iglesia católica o la Orden de Predicadores (los dominicos).
Homilía para el domingo, 26 de julio de 2009
El XVII Domingo Ordinario
(II Reyes 4:42-44; Efesios 4:1-6; Juan 6:1-15)
Hoy a través del mundo la gente está haciendo filas para ver la nueva película de Harry Potter. Desean ver señales milagrosas y fenómenos poderosos. ¿Han cambiado mucho los tiempos? En el evangelio se dice que mucha gente acude a Jesús por el mismo motivo.
Con tanta gente siguiéndolo, Jesús prueba a sus discípulos. “¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?” les pregunta. Tiene un interrogante semejante para nosotros hoy día. Con un mil millones de personas viviendo en la miseria, ¿qué vamos a hacer para que todos mantengan la dignidad humana? Pues, como dicen los papas, porque toda la humanidad comprende una familia, tenemos que ayudar a uno y otro.
En su carta encíclica reciente el santo padre Benedicto XVI nos ofrece la respuesta para el interrogante de Jesús. Hemos de practicar “la caridad en la verdad.” Tal caridad es más que la simpatía para los sufridos. Es poner nuestros recursos al servicio del desarrollo de las que quedan en grave necesidad. La verdad insiste que busquemos no sólo un crecimiento de bienes para los necesitados sino un desarrollo íntegro. Por eso, es imprescindible que aseguremos por los pobres los derechos de alabar a Dios según sus conciencias y de tener familias de manera responsable.
En el evangelio Jesús toma cinco panes y dos pescados, los bendice, y los reparte entre la gente. Entonces todos, enumerando mucho más que cinco mil de personas, comen hasta saciarse. Algunos interpretan esta acción de parte de Jesús simplemente como un hecho de persuasión que mueve a la multitud a compartir los alimentos que han traído en sus bolsas. Pero este tipo de pensar traiciona no sólo las palabras de la narrativa sino también lo que creemos acerca de Jesús. Como hijo de Dios él puede multiplicar los panes para satisfacer a todos.
Nosotros aproximamos la acción de Jesús cuando aplicamos la verdad a la caridad. Si la caridad insiste que ayudemos a los mil millones de miserables, la verdad dicta que nos aprovechemos de la tecnología para que haya la abundancia. Un simple compartir de recursos no puede proveer la dignidad humana. Más bien, dejará a los indigentes dependientes y sometidos a los pudientes. No, además de compartir recursos tenemos que educar a los pobres para involucrarse en el mercado libre. Sólo así tendrán el pan, el techo, y el medicamento para vivir dignamente.
Y ¿cómo podemos nosotros aquí desempeñar este cometido? Podemos aportar a organizaciones como Catholic Relief Services que proveen a los más pobres tanto ayuda de desarrollo como socorro de emergencia. Podemos hacer compras con conciencia por los pobres. Por ejemplo, podemos buscar el café y otros productos a precios de “comercio justo.” Esto es una certificación que los pequeños productores reciben un precio bueno en cambio por un producto de buena calidad. Y podemos abogar por los más necesitados con nuestros líderes nacionales. Aunque nuestras acciones individuales ayudan a los pobres, una política nacional que favorece el desarrollo íntegro multiplicará el bien un millón de veces. Esto es lo necesario hoy día -- que sea multiplicado el desarrollo un millón de veces.
(II Reyes 4:42-44; Efesios 4:1-6; Juan 6:1-15)
Hoy a través del mundo la gente está haciendo filas para ver la nueva película de Harry Potter. Desean ver señales milagrosas y fenómenos poderosos. ¿Han cambiado mucho los tiempos? En el evangelio se dice que mucha gente acude a Jesús por el mismo motivo.
Con tanta gente siguiéndolo, Jesús prueba a sus discípulos. “¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?” les pregunta. Tiene un interrogante semejante para nosotros hoy día. Con un mil millones de personas viviendo en la miseria, ¿qué vamos a hacer para que todos mantengan la dignidad humana? Pues, como dicen los papas, porque toda la humanidad comprende una familia, tenemos que ayudar a uno y otro.
En su carta encíclica reciente el santo padre Benedicto XVI nos ofrece la respuesta para el interrogante de Jesús. Hemos de practicar “la caridad en la verdad.” Tal caridad es más que la simpatía para los sufridos. Es poner nuestros recursos al servicio del desarrollo de las que quedan en grave necesidad. La verdad insiste que busquemos no sólo un crecimiento de bienes para los necesitados sino un desarrollo íntegro. Por eso, es imprescindible que aseguremos por los pobres los derechos de alabar a Dios según sus conciencias y de tener familias de manera responsable.
En el evangelio Jesús toma cinco panes y dos pescados, los bendice, y los reparte entre la gente. Entonces todos, enumerando mucho más que cinco mil de personas, comen hasta saciarse. Algunos interpretan esta acción de parte de Jesús simplemente como un hecho de persuasión que mueve a la multitud a compartir los alimentos que han traído en sus bolsas. Pero este tipo de pensar traiciona no sólo las palabras de la narrativa sino también lo que creemos acerca de Jesús. Como hijo de Dios él puede multiplicar los panes para satisfacer a todos.
Nosotros aproximamos la acción de Jesús cuando aplicamos la verdad a la caridad. Si la caridad insiste que ayudemos a los mil millones de miserables, la verdad dicta que nos aprovechemos de la tecnología para que haya la abundancia. Un simple compartir de recursos no puede proveer la dignidad humana. Más bien, dejará a los indigentes dependientes y sometidos a los pudientes. No, además de compartir recursos tenemos que educar a los pobres para involucrarse en el mercado libre. Sólo así tendrán el pan, el techo, y el medicamento para vivir dignamente.
Y ¿cómo podemos nosotros aquí desempeñar este cometido? Podemos aportar a organizaciones como Catholic Relief Services que proveen a los más pobres tanto ayuda de desarrollo como socorro de emergencia. Podemos hacer compras con conciencia por los pobres. Por ejemplo, podemos buscar el café y otros productos a precios de “comercio justo.” Esto es una certificación que los pequeños productores reciben un precio bueno en cambio por un producto de buena calidad. Y podemos abogar por los más necesitados con nuestros líderes nacionales. Aunque nuestras acciones individuales ayudan a los pobres, una política nacional que favorece el desarrollo íntegro multiplicará el bien un millón de veces. Esto es lo necesario hoy día -- que sea multiplicado el desarrollo un millón de veces.
Homilía para el domingo, 19 de julio de 2009
Homilía para el XVI Domingo Ordinario, 19 de julio de 2009
(Jeremías 23:1-6; Efesios 2:13-18; Marcos 6:30-34)
En los domingos la familia siempre comía juntos -- abuelos, hijos e hijas, y nietos y nieta. Congregaba más o menos a las dos de la tarde. Pues, no era un lunch, intentado a sostener a los individuos hasta la cena. Más bien, era la comida o alimentación principal del día siempre apetitosa y preparada con cuidado. La tomaba la familia sin prisa y con un espíritu conversacional. Hablaba de los eventos actuales, sus propias experiencias junto con sus ilusiones y preocupaciones. En un gesto de igualdad se les invitaba a los nietos tomar un vasito de vino. Después del postre y la limpieza todos iban a hacer lo que quisiera – tomar siesta, ver el televisor, jugar básquet. En el evangelio hoy Jesús invita a sus discípulos a una experiencia semejante.
Los discípulos acaban de regresar de una misión apostólica. Fueron enviados a predicar el Reino en lugares ajenos. Tuvieron instrucciones a sanar a enfermos y expulsar los malos espíritus -- trabajo cansador. Por eso, los apóstoles llegan agotados. La gente que regresa a casa después de ocho horas de trabajo para cuidar a los niños o a un pariente enfermo sabe bien lo que sienten los compañeros de Jesús. Se esfuerzan no sólo a cumplir sus tareas sino para desempeñarlas con afán como servicio a Dios. Aunque no son médicos ni profesores, creen con razón que su trabajo aporte el Reino de Dios.
Esta buena gente espera el fin de semana con anticipación. Necesita no sólo el descanso sino también la oportunidad a profundizarse en los modos del evangelio. Se da el sábado a los compromisos de familia y hogar, sea llevar a los niños a lecciones de bailar o sea arreglar el garaje. Es domingo que se reserva para recargar las pilas tanto espiritual como corporalmente. Con este motivo Jesús lleva a sus compañeros a un lugar aparte. Allí pueden compartir entre sí sus experiencias con calma, tomar la comida con apetito, y relajar con gozo.
Así la gente de hoy debería conservar el domingo para la renovación personal. En el año 1998 el papa Juan Pablo II escribió de la gran celebración que nosotros cristianos hacemos cada domingo, el día del Señor. En este día recordamos no sólo la creación de Dios sino la recreación en la imagen de Jesucristo muerto y resucitado. Es nuestro sabbat, la palabra hebra que significa detenerse o descansar. Es el momento indicado para suspender las actividades de ganar la vida para estrechar la relación con Jesús, le fuente de la vida.
A Juan Pablo la invención moderna del weekend muchas veces se opone del propósito del domingo. Donde el domingo está reservada al diálogo con Jesús en la misa, al recreo con familiares y amigos, y a la contemplación de la naturaleza; se dedica el weekend a actividades muchas veces individualistas y activistas. Es pasar dos días en la playa comiendo, bebiendo, y tomando el sol o en las montañas escalando las alturas para olvidarse de compromisos aún, quizás, con el Señor. Seguramente no es mal tener dos días libres al fin de la semana. Pero cuando regularmente los hacemos en búsqueda de ventura, sí, hacemos daño a nuestro bien.
“Pero la misa es aburrida,” se quejan algunos, “el padre siempre dice la misma cosa.” Ciertamente en muchos lugares no se celebra la misa no se debería. Desgraciadamente a veces el sacerdote viene poco preparado para liderarla y le falta un ambiente promovedor de la fe. Pero estas faltas no comprenden motivo para abandonar la misa dominical sino indican la necesidad de prepararnos para ella por la lectura regular de la Biblia y la oración personal. La misa queda como el encuentro privilegiado con Jesús, y la Iglesia nos obliga a asistir a ella en los domingos no para probarnos sino para auxiliarnos. En el evangelio la gente viene a buscar a Jesús para aprender de él del Reino de Dios y recibir de él sus bendiciones. Estas personas empiezan a percibir que realmente Jesús es nuestro sabbat o descanso. Tienen todo razón. Entre más nos retiremos a él en la misa dominical, más nos recarguemos para una vida plena y santa. Entre más nos retiremos a él, más nos recarguemos para la vida.
(Jeremías 23:1-6; Efesios 2:13-18; Marcos 6:30-34)
En los domingos la familia siempre comía juntos -- abuelos, hijos e hijas, y nietos y nieta. Congregaba más o menos a las dos de la tarde. Pues, no era un lunch, intentado a sostener a los individuos hasta la cena. Más bien, era la comida o alimentación principal del día siempre apetitosa y preparada con cuidado. La tomaba la familia sin prisa y con un espíritu conversacional. Hablaba de los eventos actuales, sus propias experiencias junto con sus ilusiones y preocupaciones. En un gesto de igualdad se les invitaba a los nietos tomar un vasito de vino. Después del postre y la limpieza todos iban a hacer lo que quisiera – tomar siesta, ver el televisor, jugar básquet. En el evangelio hoy Jesús invita a sus discípulos a una experiencia semejante.
Los discípulos acaban de regresar de una misión apostólica. Fueron enviados a predicar el Reino en lugares ajenos. Tuvieron instrucciones a sanar a enfermos y expulsar los malos espíritus -- trabajo cansador. Por eso, los apóstoles llegan agotados. La gente que regresa a casa después de ocho horas de trabajo para cuidar a los niños o a un pariente enfermo sabe bien lo que sienten los compañeros de Jesús. Se esfuerzan no sólo a cumplir sus tareas sino para desempeñarlas con afán como servicio a Dios. Aunque no son médicos ni profesores, creen con razón que su trabajo aporte el Reino de Dios.
Esta buena gente espera el fin de semana con anticipación. Necesita no sólo el descanso sino también la oportunidad a profundizarse en los modos del evangelio. Se da el sábado a los compromisos de familia y hogar, sea llevar a los niños a lecciones de bailar o sea arreglar el garaje. Es domingo que se reserva para recargar las pilas tanto espiritual como corporalmente. Con este motivo Jesús lleva a sus compañeros a un lugar aparte. Allí pueden compartir entre sí sus experiencias con calma, tomar la comida con apetito, y relajar con gozo.
Así la gente de hoy debería conservar el domingo para la renovación personal. En el año 1998 el papa Juan Pablo II escribió de la gran celebración que nosotros cristianos hacemos cada domingo, el día del Señor. En este día recordamos no sólo la creación de Dios sino la recreación en la imagen de Jesucristo muerto y resucitado. Es nuestro sabbat, la palabra hebra que significa detenerse o descansar. Es el momento indicado para suspender las actividades de ganar la vida para estrechar la relación con Jesús, le fuente de la vida.
A Juan Pablo la invención moderna del weekend muchas veces se opone del propósito del domingo. Donde el domingo está reservada al diálogo con Jesús en la misa, al recreo con familiares y amigos, y a la contemplación de la naturaleza; se dedica el weekend a actividades muchas veces individualistas y activistas. Es pasar dos días en la playa comiendo, bebiendo, y tomando el sol o en las montañas escalando las alturas para olvidarse de compromisos aún, quizás, con el Señor. Seguramente no es mal tener dos días libres al fin de la semana. Pero cuando regularmente los hacemos en búsqueda de ventura, sí, hacemos daño a nuestro bien.
“Pero la misa es aburrida,” se quejan algunos, “el padre siempre dice la misma cosa.” Ciertamente en muchos lugares no se celebra la misa no se debería. Desgraciadamente a veces el sacerdote viene poco preparado para liderarla y le falta un ambiente promovedor de la fe. Pero estas faltas no comprenden motivo para abandonar la misa dominical sino indican la necesidad de prepararnos para ella por la lectura regular de la Biblia y la oración personal. La misa queda como el encuentro privilegiado con Jesús, y la Iglesia nos obliga a asistir a ella en los domingos no para probarnos sino para auxiliarnos. En el evangelio la gente viene a buscar a Jesús para aprender de él del Reino de Dios y recibir de él sus bendiciones. Estas personas empiezan a percibir que realmente Jesús es nuestro sabbat o descanso. Tienen todo razón. Entre más nos retiremos a él en la misa dominical, más nos recarguemos para una vida plena y santa. Entre más nos retiremos a él, más nos recarguemos para la vida.
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Homilía para el domingo, 12 de julio de 2009
El XV Domingo Ordinario
(Amos 7:12-15; Efesios 1:3-14; Marcos 6:30-34)
El domingo pasado escuchamos a Jesús decir que todos honran a un profeta menos los de su tierra. Sin embargo, no honran al profeta Amos en una tierra foránea. Él viene del reino sureño para profetizar en Israel y encuentra el rechazo como Jesús en su propio pueblo.
Se conoce Amos como el profeta de la justicia social. Algunos se acuerdan de Martín Luther King, Jr., declarando, “... que la justicia sea tan corriente como agua y... la honradez crezca como un torrente inagotable.” Bueno, el Dr. King tomó estas palabras de Amos.
Lo que molesta a Amos en primer lugar es el maltratamiento de los pobres por mano de los cómodos. “Venden al inocente por dinero,” dice el profeta en el principio de su libro. También, le angustia la inmoralidad de la gente. “Padre e hijo,” lamenta Amos, “tienen relaciones con la misma mujer.” Además, Amos está harto de los sacrificios que los piadosos ofrecen mientras voltean ojos ciegos a la injusticia. “Por más que me ofrezcan víctimas consumidas por el fuego, no me gustan sus ofrendas,” declara Amos de parte de Dios.
Realmente, al escuchar a Amasías, el sacerdote de Betel, corriendo al profeta no debe asombrarnos. Pues como hoy en día no se puede cuestionar las prácticas del mercado libre, la gente de Israel no quiere aguantar los reproches de Amos criticando su estilo de vida. El anterior arzobispo de Recife, Brasil, Dom Camara Helder, quien era conocido por la solidaridad con los pobres, solía decir, “Cuando doy de comer a los pobres me llaman santo, pero cuando pregunto por qué hay tantos pobres, me llaman comunista.”
Como en el tiempo de Amos, quedamos hoy despistados del camino a la justicia. Hace poco una compañía de seguros que estaba fallando recibió miles de millones de dólares del gobierno estadounidense. ¡En lugar de cubrir todas las deudas los líderes de la compañía pagaron a sí mismos aguinaldos! Pero no podemos echar la culpa para la pobreza sólo a la codicia de los ricos. La vida disoluta entre la gente común causa mucho daño. Muchos jóvenes caen en pobreza porque buscan sexo resultando en bebés nacidos fuera del matrimonio. También los matrimonios prefieren demasiado veces divorciarse que hacer frente a los problemas para proveer un hogar seguro para sus niños.
Nosotros encontramos en Jesús una salida del callejón de la pobreza. Jesús encarne el Reino de Dios que no sólo llama no la atención sino también pone en acción a todos. A los codiciosos el Reino insta que se preocupen por las necesidades de los pobres. A los pobres el Reino les exige una vida disciplinada. Jesús es para nosotros como la primavera en julio. Es la esperanza de un tiempo mejor. Todos lo anhelan, y a todos les él refresca.
(Amos 7:12-15; Efesios 1:3-14; Marcos 6:30-34)
El domingo pasado escuchamos a Jesús decir que todos honran a un profeta menos los de su tierra. Sin embargo, no honran al profeta Amos en una tierra foránea. Él viene del reino sureño para profetizar en Israel y encuentra el rechazo como Jesús en su propio pueblo.
Se conoce Amos como el profeta de la justicia social. Algunos se acuerdan de Martín Luther King, Jr., declarando, “... que la justicia sea tan corriente como agua y... la honradez crezca como un torrente inagotable.” Bueno, el Dr. King tomó estas palabras de Amos.
Lo que molesta a Amos en primer lugar es el maltratamiento de los pobres por mano de los cómodos. “Venden al inocente por dinero,” dice el profeta en el principio de su libro. También, le angustia la inmoralidad de la gente. “Padre e hijo,” lamenta Amos, “tienen relaciones con la misma mujer.” Además, Amos está harto de los sacrificios que los piadosos ofrecen mientras voltean ojos ciegos a la injusticia. “Por más que me ofrezcan víctimas consumidas por el fuego, no me gustan sus ofrendas,” declara Amos de parte de Dios.
Realmente, al escuchar a Amasías, el sacerdote de Betel, corriendo al profeta no debe asombrarnos. Pues como hoy en día no se puede cuestionar las prácticas del mercado libre, la gente de Israel no quiere aguantar los reproches de Amos criticando su estilo de vida. El anterior arzobispo de Recife, Brasil, Dom Camara Helder, quien era conocido por la solidaridad con los pobres, solía decir, “Cuando doy de comer a los pobres me llaman santo, pero cuando pregunto por qué hay tantos pobres, me llaman comunista.”
Como en el tiempo de Amos, quedamos hoy despistados del camino a la justicia. Hace poco una compañía de seguros que estaba fallando recibió miles de millones de dólares del gobierno estadounidense. ¡En lugar de cubrir todas las deudas los líderes de la compañía pagaron a sí mismos aguinaldos! Pero no podemos echar la culpa para la pobreza sólo a la codicia de los ricos. La vida disoluta entre la gente común causa mucho daño. Muchos jóvenes caen en pobreza porque buscan sexo resultando en bebés nacidos fuera del matrimonio. También los matrimonios prefieren demasiado veces divorciarse que hacer frente a los problemas para proveer un hogar seguro para sus niños.
Nosotros encontramos en Jesús una salida del callejón de la pobreza. Jesús encarne el Reino de Dios que no sólo llama no la atención sino también pone en acción a todos. A los codiciosos el Reino insta que se preocupen por las necesidades de los pobres. A los pobres el Reino les exige una vida disciplinada. Jesús es para nosotros como la primavera en julio. Es la esperanza de un tiempo mejor. Todos lo anhelan, y a todos les él refresca.
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Homilía para el domingo, 5 de julio de 2009
El XIV Domingo Ordinario
(Ezequiel 2:2-5; II Corintios 12:7-10; Marcos 6:1-6)
Un predicador laico contaba cómo todos tienen una cruz a cargar. Ninguna persona tiene vida tan buena que no lleve ninguna cruz. Sin embargo, solemos a quejarnos de nuestra propia cruz pensando que la cruz de otra persona sería más soportable. Una vez un hombre rezó al Señor que se le quitara de su cruz. “Bien,” le respondió Dios, “pero tienes que cambiar tu cruz por aquella de otra persona porque cada persona tiene que llevar una cruz en este mundo.” Entonces el hombre intercambió su cruz por aquella del otro, y dentro de poco se quejaba a Dios de su nueva cruz. El Señor le permitió que cambiara su cruz otra vez con el mismo resultado. El cambio de cruces ocurrió varias veces antes de que el hombre hallara una cruz que le satisfizo. “¿Sabes qué?” dijo Dios, “esta última es la cruz que tenía en el principio.”
Podemos entender la cruz que cada uno carga como la espina de que Pablo habla en la segunda lectura. Por supuesto su espina no es literalmente la púa de una planta sino una metáfora de algo que le causa dolor. Nunca dice exactamente de lo que consiste la espina. Sólo nos cuenta que ha pedido al Señor que se le quite. Pero Jesús no le concede su petición. Más bien le ofrece su gracia para soportarla. De este modo su vida, tanto como sus palabras, será testigo al poder de Cristo. ¿No es así en nuestras vidas también?
En los comentarios sobre este pasaje bíblico se dan al menos tres tipos de explicaciones para la espina. Con cada una podemos entender fácilmente por qué Pablo quiere quitársela. La primera explicación es que la espina representa una persona o unas personas difíciles que le molestan como los predicadores judaizantes contradiciendo su doctrina que la circuncisión no es necesaria para salvarse. Tal vez encontremos este tipo de persona en un asociado de trabajo que lleva una boca llena de groserías. Se cuenta de un vendedor de periódicos que era así. Un hombre que le compraba el periódico se ponía enojado cada mañana antes de que hiciera la decisión que no más el vendedor determinaría su disposición en el nuevo día. Entonces miró al vendedor en los ojos, dijo, “Buenos días,” tan sinceramente como podía, y prosiguió adelante. Una vez más la gracia de Cristo bastó.
Otros expertos dicen que la espina de Pablo es un defecto moral como la lujuria o la ira intensa. No cabe duda que Pablo es inclinado a sentimientos fuertes. Hay historia de una muchacha que jugaba tenis. Quería ganar tanto que solía hacer trampas a sus oponentes por llamarles pelotas fuera de la línea cuando en verdad estaban adentro. Una vez un hombre le vio haciendo trampas así y después del partido le dijo que él hacía lo que ella hace. En lugar de llamarla estafadora, el hombre le invitó a cambiar su modo como él y muchas otras personas hicieron. Al principio la chica tuvo problemas sobre-compensando por sus errores anteriores por llamar pelotas que estaban realmente fuera de la línea como adentro. Pero en tiempo las llamó todas correctamente. Entonces, no le importaba si o no ganó el partido, ganó la vida nueva.
Un final entendimiento de la espina de Pablo es que indica una debilidad física como la epilepsia. Todos nosotros hemos rezado a Dios, por otra persona si no por nosotros mismos, que nos alivie de la enfermedad. Hace poco una mujer, llamada Ana, sufriendo el cáncer dijo al papa Benedicto de otra petición en su oración. Cuando recibió la diagnosis de cáncer, Ana no pensó “¿Por qué yo?” sino “¿Por qué no yo?” Entonces rezó que Dios le revelara Su plan por ella. Todos nosotros bautizados somos llamados a pregonar a Jesucristo en el mundo. Esta mujer responde a la llamada por dedicar aún su muerte a la gloria de Jesús. ¡Es todavía otro ejemplo de la gracia de Cristo brillando en nosotros humanos!
(Ezequiel 2:2-5; II Corintios 12:7-10; Marcos 6:1-6)
Un predicador laico contaba cómo todos tienen una cruz a cargar. Ninguna persona tiene vida tan buena que no lleve ninguna cruz. Sin embargo, solemos a quejarnos de nuestra propia cruz pensando que la cruz de otra persona sería más soportable. Una vez un hombre rezó al Señor que se le quitara de su cruz. “Bien,” le respondió Dios, “pero tienes que cambiar tu cruz por aquella de otra persona porque cada persona tiene que llevar una cruz en este mundo.” Entonces el hombre intercambió su cruz por aquella del otro, y dentro de poco se quejaba a Dios de su nueva cruz. El Señor le permitió que cambiara su cruz otra vez con el mismo resultado. El cambio de cruces ocurrió varias veces antes de que el hombre hallara una cruz que le satisfizo. “¿Sabes qué?” dijo Dios, “esta última es la cruz que tenía en el principio.”
Podemos entender la cruz que cada uno carga como la espina de que Pablo habla en la segunda lectura. Por supuesto su espina no es literalmente la púa de una planta sino una metáfora de algo que le causa dolor. Nunca dice exactamente de lo que consiste la espina. Sólo nos cuenta que ha pedido al Señor que se le quite. Pero Jesús no le concede su petición. Más bien le ofrece su gracia para soportarla. De este modo su vida, tanto como sus palabras, será testigo al poder de Cristo. ¿No es así en nuestras vidas también?
En los comentarios sobre este pasaje bíblico se dan al menos tres tipos de explicaciones para la espina. Con cada una podemos entender fácilmente por qué Pablo quiere quitársela. La primera explicación es que la espina representa una persona o unas personas difíciles que le molestan como los predicadores judaizantes contradiciendo su doctrina que la circuncisión no es necesaria para salvarse. Tal vez encontremos este tipo de persona en un asociado de trabajo que lleva una boca llena de groserías. Se cuenta de un vendedor de periódicos que era así. Un hombre que le compraba el periódico se ponía enojado cada mañana antes de que hiciera la decisión que no más el vendedor determinaría su disposición en el nuevo día. Entonces miró al vendedor en los ojos, dijo, “Buenos días,” tan sinceramente como podía, y prosiguió adelante. Una vez más la gracia de Cristo bastó.
Otros expertos dicen que la espina de Pablo es un defecto moral como la lujuria o la ira intensa. No cabe duda que Pablo es inclinado a sentimientos fuertes. Hay historia de una muchacha que jugaba tenis. Quería ganar tanto que solía hacer trampas a sus oponentes por llamarles pelotas fuera de la línea cuando en verdad estaban adentro. Una vez un hombre le vio haciendo trampas así y después del partido le dijo que él hacía lo que ella hace. En lugar de llamarla estafadora, el hombre le invitó a cambiar su modo como él y muchas otras personas hicieron. Al principio la chica tuvo problemas sobre-compensando por sus errores anteriores por llamar pelotas que estaban realmente fuera de la línea como adentro. Pero en tiempo las llamó todas correctamente. Entonces, no le importaba si o no ganó el partido, ganó la vida nueva.
Un final entendimiento de la espina de Pablo es que indica una debilidad física como la epilepsia. Todos nosotros hemos rezado a Dios, por otra persona si no por nosotros mismos, que nos alivie de la enfermedad. Hace poco una mujer, llamada Ana, sufriendo el cáncer dijo al papa Benedicto de otra petición en su oración. Cuando recibió la diagnosis de cáncer, Ana no pensó “¿Por qué yo?” sino “¿Por qué no yo?” Entonces rezó que Dios le revelara Su plan por ella. Todos nosotros bautizados somos llamados a pregonar a Jesucristo en el mundo. Esta mujer responde a la llamada por dedicar aún su muerte a la gloria de Jesús. ¡Es todavía otro ejemplo de la gracia de Cristo brillando en nosotros humanos!
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