Homilía para el primero de noviembre de 2009

LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

(Apocalipsis 7:2-4.9-14; I Juan 3:1-3; Mateo 5:1-12)

Si vas a Nueva Orleans, tienes que visitar Preservation Hall. En este salón los mejores músicos negros interpretan la música jazz. Se pone un letrero en el medio de la escena que dice que los músicos tocarán cualquiera canción que quisieras por cinco dólares. Y por diez dólares tocarán la canción “Los santos”. ¿Por qué diez dólares para “Los santos”? A lo mejor el recargo tiene que ver con el ánimo con que los negros interpretan esta canción. Sin embargo, se sospecha que tiene que ver también con la estima que tienen para los santos.

Realmente le cuesta a uno hacerse santo. En el evangelio Jesús indica la dificultad. La persona tiene vaciarse de todo lo pretencioso como un mendigo pidiendo limosna. O tiene que buscar la justicia como un profeta después de escuchar la palabra de Dios. O tiene que purificarse de corazón como un niño preparándose para la primera comunión. Nos parece imposible hacerse santo porque los santos se muestran perfectos como Dios. ¿Quién aquí quiere reclamar que ha llegado a esta altura?

Sin embargo, hay muchos santos. La lista oficial de los santos, llamada el martirologio romano, contiene más de siete mil nombres. La primera lectura de la Apocalipsis dice que el vidente Juan cuenta ciento cuarenta cuatro mil de personas marcadas con el sello de santidad. Pero ciertamente este número sólo es un símbolo para decir que hay millones de santos. A lo mejor todos aquí hemos conocido por lo menos a una persona que por años visitaba toda semana a los prisioneros en la cárcel, que jamás mentía ni para ahorrarse de una multa injusta, que daba gracias a Dios en sus rodillas toda noche. Tal vez fuera tu madre o tu tiíto. Yo recuerdo a la mamá de unos compañeros de niñez que ayudaba a todos sin criticar a nadie. Cuando nuestro vecindario cambió con gente de otra raza habitando las casas, ella acogía a sus nuevos vecinos con la misma caridad que había tenido por nosotros.

No hace mucho un americano se enteró de un pariente que fue declarado como santo por el papa Juan Pablo II en 2005. Cuenta el hombre la historia del padre Gaetano Catanoso, el primo de su abuelo, que predicó el evangelio a los pobres en el sur de Italia, fundó escuelas y orfanatos para los niños sobrevivientes de dos guerras mundiales, y aún desafió la mafia. Ya el Padre Gaetano queda como una marca de la fe a mucha gente en Italia. También su herencia ha afectado la vida del americano que cuenta su historia. Dice este hombre que él era católico infiel, pero ahora, por enterarse de su pariente, el santo Gaetano, él trata de vivir más en conforme a la fe.

Podemos ver aquí el propósito de reconocer a los santos, sea oficialmente en el martirologio romano o más popularmente como cuando nombremos a nuestras madres como cerca de Dios. Los santos nos llenan con la esperanza de acercarnos a Dios. Ciertamente nos hace falta la gracia para compartir nuestro pan con el mendigo o arrodillarnos toda noche como un niño. Pero Jesús nos promete al Espíritu Santo; sólo tenemos que aceptarlo. Las historias de los santos en medio de nosotros nos muestran que hacer esto no es imposible. No, no es imposible hacernos santos.

Homilía para el domingo, 25 de octubre de 2009

EL XXX DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 31:7-9; Hebreos 5:1-6; Marcos 10:46-52)

Pregunta a cualquier judío si Jesús fue el Mesías. Te dirá que no. Si estuvieras a preguntarle por qué no cree en Jesús, a lo mejor te diría que cuando venga el Mesías, el mundo entero cambiará. ¿Ha cambiado el mundo con la venida de Jesús? Podemos decir sin dudas que el mundo de Bartimeo cambia cuando pasa Jesús por donde se sienta en el evangelio hoy.

Bartimeo, el ciego, no puede ver con sus ojos. Sin embargo, tiene otro tipo de vista. Cuando oye que Jesús está cerca, grita, “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”. El reconoce a Jesús como el Mesías que regresaría la gloria de Israel. Nosotros somos lo opuesto de Bartimeo. Podemos ver con los ojos pero nos falta la vista profunda. Que apuntemos algunos ejemplos de nuestra ceguera.

Más que nunca las bodas se han hecho eventos de lujo. Se gastan decenas de miles de dólares en comidas, bebidas, flores, fotografías, vestidos etcétera. Los comprometidos ven el ambiente del matrimonio en esta luz. Tal vez quieran celebrar el matrimonio en una playa en Hawai o un jardín de flores. Los padres miran la situación diferentemente. Para ellos es importante casarse en un templo para cumplir las normas de la Iglesia y para invitar a todos sus amistades. Casi nadie ve la necesidad de acercarse a la parroquia para recibir una preparación para la vida casada. En el mundo actual con sinnúmeros tentaciones al individualismo, la pareja necesita comprender las dificultades del matrimonio y las maneras para superarlas. Podemos decir que una preparación adecuada es cada vez más necesaria para la eficacia del sacramento.

Un bioeticista observa que en las controversias sobre la investigación para nuevas curas médicas, poca gente aprecia todo lo que esté en juego. Por ejemplo, algunos defienden la venta de órganos de cuerpo como necesaria para socorrer al número creciente de personas que enfrenten la muerte por falta de un hígado o un riñón que funciona. Otros la lamentan como injusta a los pobres que estén explotados en las transacciones. Sin embargo, según el eticista muy pocos ven las implicaciones para la dignidad humana de considerar el cuerpo como propiedad vendible.

Recientemente una delegación del Vaticano ha visitado las congregaciones de religiosas en los Estados Unidos. Algunos ven el proceso como una intrusión injusta en la vida consagrada. Otros lo ven como una averiguación necesaria para corregir errores que han entrado sigilosamente en la vida religiosa. Muy pocos lo miran como un intento de parte del papa para ayudar a las congregaciones recuperar la vitalidad del Reino de Dios.

En el evangelio Bartimeo pide a Jesús la vista con toda confianza, y Jesús no demora en concedérsela. Así deberíamos desplegar nuestras necesidades ante al Señor. Seguramente son más que la sabiduría para ver profundamente. También necesitamos la capacidad de resistir la atracción de toda invención hecha para hacer nuestras vidas más cómodas pero en fin las complican. Además nos hace falta la liberación de las ideologías que corrompen nuestro juicio por llamar todas causas liberales validos y todas causas conservadores sofocantes o viceversa.

El pasaje hoy termina con las palabras significativas que Bartimeo sigue al Señor por el camino. Jesús ha emprendido el camino a Jerusalén donde enfrentará a aquellos que quieren ultimarlo. Sea conciente de esta precaria o no, a Bartimeo no le falta el deseo a acompañarlo. Nosotros deberíamos desearlo mismo. ¿Para qué sirva la sabiduría cristiana si no para morir y resucitarse con Jesús? Claro, el seguimiento no es cómodo y mucho menos placentero. Pero hay motivos para hacerlo. En primer lugar, la compañía de Jesús y sus amigos nos llena con propósito alto y felicidad verdadera. Y segundo, el camino nos conduce a la vida más allá de nuestras dificultades y dolores. Sí, nos conduce a la vida eterna.

Homilía para el domingo, 18 de octubre

El XXIX DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 53:10-11; Hebreos 4:14-16; Marcos 10:35-45)

El evangelio trató el tema de egoísmo hace poco. Hace cuatro semanas leímos cómo Jesús respondió a la charla de sus discípulos sobre quien era el más importante. Ahora en el evangelio se levanta la cuestión de importancia de nuevo. Santiago y Juan piden al Señor que les concede sentarse a su derecha y su izquierda cuando venga en gloria. Como Jesús muestra la paciencia con Santiago y Juan en la lectura, queremos repasar una vez más sobre este tema de la importancia. Pues, se nos importa mucho.

Seguramente no es por causalidad que Santiago y Juan se acercan a Jesús de soslayo. Dicen que quieren que Jesús les regale lo que van a pedir. Como un adolescente que pregunta a su papá si va a salir en la noche antes de que le pida el carro, los discípulos intentan a manipular a Jesús. Si el padre dice que no va a salir, entonces le pedirá el carro con toda expectativa de recibirlo porque se le ha quitado el pretexto usual de no concederlo. Si el padre dice que sí, va a salir, entonces el muchacho guardará su petición para el carro por otro tiempo. Desgraciadamente por los hermanos, Jesús no se une en juegos. Les desenmascara la intención con la pregunta, “¿Qué es lo que desean?”

Sentarse a la derecha y a la izquierda significa tomar los puestos más altos en su reino. Es equivalente a ser el vicepresidente y el secretario del estado a un presidente norteamericano o ser canciller y vicario general a un obispo. Es tener a varios subordinados llevando a cabo sus directrices y miles personas pendientes de sus decisiones. Para este tipo de oficio desearlo puede ser signo que no se lo merece.

Curiosamente Jesús no les niegue los puestos directamente. Más bien, les pregunta si están listos para sacrificarse como el tiene que hacer. Para Jesús ser importante no es malo si se da cuenta de que la importancia conlleva el servicio a los demás hasta perder toda comodidad. Jesús indica la magnitud de su propio sacrificio cuando dice que no le toca a él conceder los puestos en su reino. Pues por hacerse humano, el hijo de Dios se ha sometido a sí mismo completamente a Dios Padre de modo que ya no tiene ningún poder en su propio nombre.

La respuesta de los dos y, después, la indignación de los otros diez apóstoles muestran la brecha del entendimiento entre Jesús y sus discípulos en este momento. Santiago y Juan dicen que sí, pueden pasar la prueba que Jesús va a pasar. En tiempo ellos se sacrificarán a sí mismos por Jesús, pero dentro de poco le fallan miserablemente. Duermen en Getsemaní cuando Jesús les pide que desvelen con él, y con los demás discípulos huyen de Jesús como bandidos. Aunque sus jactancias los hacen más lastimosos que lamentosos, los otros discípulos se indignan de ellos indicando su propia falta de comprensión de Jesús. Ellos, como los hermanos Zebedeo, evidentemente prefieren pensar en adquirir alturas que en rendir servicio.

En la Iglesia hoy muchos siguen buscando puestos altos. No hay ninguna escasez de hombres interesados en hacerse diácono cuyo puesto es exactamente a la derecha del sacerdote en la misa. Ciertamente la mayoría de estos hombres quieren servir al Señor. Una vez que se han ordenado, aprenderán el sacrificio que el puesto exige. Otro ejemplo del movimiento de importancia como cosa egoísta al servicio es la publicación de la lista de los más grandes filántropos en el mundo. Siempre ha habido mucha fascinación con las personas más ricas en el mundo. Ya las personas que contribuyen el más dinero a la caridad también llaman la atención.

En su encíclica Centesimus Annus el papa Juan Pablo II declaró que no es malo el deseo de vivir mejor si la vida está orientada a ser más y no a consumir más por el fin del goce. Ser más indica el desarrollo de la personalidad por esforzarse en los estudios y en el trabajo que contribuyan al bien de todos. El consumo por el fin del goce indica la autosatisfacción que se ignora de otras personas. Este análisis del papa da eco a Jesús en el evangelio hoy. Dice el Señor que no es malo ser importante mientras uno se da cuenta de que la importancia es para servir a los demás. En cambio, la importancia que sirve a sí mismo solamente fomenta la discordia. Que tengamos nuestras prioridades en buen orden cuando buscamos la importancia.

Homilía para el domingo, 11 de octubre de 2009

El XVIII DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-27)

Hay una historia de un rey cruzado rey que era prisionero de un sultan. El rey se jactó al sultan que su espada era la más aguda en el mundo. Para probarlo – dijo el rey -- partiría una barra de hierro. Entonces, el rey alzó la espada de dos filos sobre un trozo de hierro y la bajó con gran esfuerzo partiendo la barra en dos. El sultan comentó que era más la fuerza del cruzado, no la agudeza de la espada, que partió el hierro. Entonces el sultan echó en el aire un pañuelo de seda y puso su cimitarra bajo donde iba a caer. Cuando el pañuelo tocó la cimitarra, se partió en dos partes demostrando que la cimitarra tenía el filo más agudo. La carta a los Hebreos dice que, como la cimitarra del sultan, la palabra de Dios penetra con más eficaz que una espada de dos filos.

Ciertamente la palabra de Dios era capaz de penetrar el alma de Joseph Dutton. Como joven veterano de la Guerra Civil de los Estados Unidos, Joseph se casó, pero en menos de un año su esposa lo divorció. La amarga experiencia llevó a Joseph a beber alcohol por diez años. Entonces encontró la Biblia que cambió su vida. Joseph convirtió a catolicismo, y tres años después llegó a la isla de Molokai, Hawai, para ayudar a Padre Damien en su ministerio a los leprosos. Cuando Padre Damien murió de la lepra en 1889, el hermano Joseph, como se llamaba entonces, asumió mucho da la administración de la colonia. Él sirvió a los leprosos cuarenta y cuatro años hasta su propia muerte.

El evangelio nos regala otro ejemplo de la palabra de Dios penetrando el alma. Pero en este caso la palabra tiene un “P” mayúsculo. Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada, recibe a un rico que le pregunta cómo alcanzar la vida eterna. Jesús, mirándolo con amor, le invita a dejar sus riquezas para seguirlo. Sin embargo, el hombre, como la semilla sembrada entre espinos, se preocupa más por las riquezas del mundo que por la vida eterna y huye de Jesús.

Al final de la lectura parece que la carta a los Hebreos misma ve a Jesucristo como la palabra de Dios que nos juzga. Dice que a él “debemos rendir cuentas”. Si nos hemos aprovechado de su sabiduría en el evangelio y de su amistad en la Iglesia, tenemos que mostrar nuestra respuesta a toda esta bondad. Ya no nos vale exagerar nuestras virtudes ni esconder nuestros vicios. ¿Hemos sido verdaderos discípulos conformando nuestras vidas a la suya? O ¿quedamos absorbidos en nuestros propios intereses – “mi belleza”, “mi dinero”, “mi personalidad encantador”? Jesús nos exige la verdad.

Había un maestro que cuando daba un examen pasó por las filas de estudiantes sentados. Cuando vio a un muchacho teniendo dificultad, el maestro mirándolo con amor se agachó para ayudarlo. Podríamos ver a Jesús, la Palabra de Dios con mayúscula, así. A él “debemos rendir cuentas” pero nos ayuda superar la preocupación con riquezas para conformar nuestras vidas a la suya. Nos ayuda conformar nuestras vidas a la suya.

Homilía para el domingo, 4 de octubre de 2009

EL XXVII DOMINGO ORDINARIO

(Génesis 2:18-24; Hebreos 2:8-11; Marcos 10:2-16)

Cuando el divorcio no era legal en Italia, se estrenó el cine “Divorcio al italiano”. La película muestra a un marido que quiere casarse con otra mujer pero no puede por falta de la provisión del divorcio en la ley italiana. Por eso, tiene que asesinar a su esposa. Eso era el divorcio al estilo italiano. Hoy en día algunos critican la anulación como el divorcio al católico.

Siguiendo a Jesús en el evangelio hoy, la Iglesia no permite divorcio. Cuando un hombre y una mujer entran en el matrimonio verdadero, lo hacen hasta la muerte. Sin embargo, en algunos casos aunque las bodas tuvieron todas las apariencias de un matrimonio – los vestidos, los anillos, las flores, la iglesia, las fotos (y mucho más) – no lo fueron. El matrimonio requiere de parte de los dos un compromiso de fidelidad, de permanencia, y de voluntad a tener hijos si Dios se los concede. Si uno u otro no aceptan estos requisitos, no existe el vínculo de matrimonio. En un famoso caso, se anuló el matrimonio entre el senador reciente muerto Ted Kennedy y su primera esposa porque él no intentaba a ser fiel cuando se casó con ella.

Por declarar un matrimonio anulado la Iglesia corre el riesgo de hacerse legalista como los fariseos en el evangelio. Ellos buscan fisuras en la ley para quitar de los hombres las responsabilidades del matrimonio. Jesús no admite tales fisuras. Más bien él hace hincapié en el propósito de Dios cuando creó a la mujer y el hombre para ser una sola entidad en el matrimonio. Como una botella con tapón fabricados por mano, no se puede separar un verdadero matrimonio sin dañar el diseño del creador.

Entonces Jesús toma en sus brazos a los niños como si quisiera mostrarnos la necesidad de la permanencia en el matrimonio. Para que sus hijos crezcan con seguridad, los cónyuges tienen que superar los problemas que siempre surjan en el matrimonio. Si no lo hacen, es muy posible que el divorcio deje a los chiquillos como extranjeros en sus propias casas. Según una investigación reciente aún después de cinco años, más de la tercera parte de los niños cuyos padres se habían divorciado sufren la depresión.

Además del divorcio hoy en día el matrimonio enfrenta otro gran desafío. Muchos homosexuales reclaman el derecho de casarse. Pero no sólo la Escritura sino también la ley natural son claras: el matrimonio es un compromiso entre un hombre y una mujer. Entonces ¿cómo vamos a tratar a los homosexuales? Como en todos casos los tratamos con el amor. Escuchamos sus dolores, y no toleramos el prejuicio dirigido a ellos. El amor incluye también la responsabilidad de estructurar una sociedad con leyes y valores que aseguran el bienestar de todos ahora y un futuro prometedor para todos nuestros descendientes.

Parece difícil para los matrimonios a no tener una salida del matrimonio y para los homosexuales a no tener una entrada. Pero Dios que nos creó así nos ayuda en el esfuerzo. Como discípulos de Jesús tenemos su amistad que nos hace posible no sólo el cumplimiento de la ley natural sino también el gozo en la vida. Siguiendo a Jesús deberíamos ver a nosotros mismos como los niños que él abraza en el evangelio hoy. Deberíamos ver a nosotros mismos como los niños que él ama.