Homilía para el domingo, 11 de octubre de 2009

El XVIII DOMINGO ORDINARIO

(Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-27)

Hay una historia de un rey cruzado rey que era prisionero de un sultan. El rey se jactó al sultan que su espada era la más aguda en el mundo. Para probarlo – dijo el rey -- partiría una barra de hierro. Entonces, el rey alzó la espada de dos filos sobre un trozo de hierro y la bajó con gran esfuerzo partiendo la barra en dos. El sultan comentó que era más la fuerza del cruzado, no la agudeza de la espada, que partió el hierro. Entonces el sultan echó en el aire un pañuelo de seda y puso su cimitarra bajo donde iba a caer. Cuando el pañuelo tocó la cimitarra, se partió en dos partes demostrando que la cimitarra tenía el filo más agudo. La carta a los Hebreos dice que, como la cimitarra del sultan, la palabra de Dios penetra con más eficaz que una espada de dos filos.

Ciertamente la palabra de Dios era capaz de penetrar el alma de Joseph Dutton. Como joven veterano de la Guerra Civil de los Estados Unidos, Joseph se casó, pero en menos de un año su esposa lo divorció. La amarga experiencia llevó a Joseph a beber alcohol por diez años. Entonces encontró la Biblia que cambió su vida. Joseph convirtió a catolicismo, y tres años después llegó a la isla de Molokai, Hawai, para ayudar a Padre Damien en su ministerio a los leprosos. Cuando Padre Damien murió de la lepra en 1889, el hermano Joseph, como se llamaba entonces, asumió mucho da la administración de la colonia. Él sirvió a los leprosos cuarenta y cuatro años hasta su propia muerte.

El evangelio nos regala otro ejemplo de la palabra de Dios penetrando el alma. Pero en este caso la palabra tiene un “P” mayúsculo. Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada, recibe a un rico que le pregunta cómo alcanzar la vida eterna. Jesús, mirándolo con amor, le invita a dejar sus riquezas para seguirlo. Sin embargo, el hombre, como la semilla sembrada entre espinos, se preocupa más por las riquezas del mundo que por la vida eterna y huye de Jesús.

Al final de la lectura parece que la carta a los Hebreos misma ve a Jesucristo como la palabra de Dios que nos juzga. Dice que a él “debemos rendir cuentas”. Si nos hemos aprovechado de su sabiduría en el evangelio y de su amistad en la Iglesia, tenemos que mostrar nuestra respuesta a toda esta bondad. Ya no nos vale exagerar nuestras virtudes ni esconder nuestros vicios. ¿Hemos sido verdaderos discípulos conformando nuestras vidas a la suya? O ¿quedamos absorbidos en nuestros propios intereses – “mi belleza”, “mi dinero”, “mi personalidad encantador”? Jesús nos exige la verdad.

Había un maestro que cuando daba un examen pasó por las filas de estudiantes sentados. Cuando vio a un muchacho teniendo dificultad, el maestro mirándolo con amor se agachó para ayudarlo. Podríamos ver a Jesús, la Palabra de Dios con mayúscula, así. A él “debemos rendir cuentas” pero nos ayuda superar la preocupación con riquezas para conformar nuestras vidas a la suya. Nos ayuda conformar nuestras vidas a la suya.

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