Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario
(I Samuel
26:2.7-9.12-13.22-23; I Corintios 15:45-49; Lucas 6:27-38)
Cada
domingo el padre estaba con su hijo en la misa.
Como el padre tenía en mano el misalito así lo tenía el hijo. Los dos estaban aprovechándose de las
lecturas de la misa por revisarlas cuidadosamente. Como se dice: la manzana no cae lejos del
árbol. En el evangelio hoy Jesús nos
exhorta a nosotros actuar así en cuanto a Dios Padre.
Sobre
todo Jesús quiere que seamos misericordiosos como Dios. Ciertamente está poniendo el listón muy alto
para nosotros. En uno de sus diálogos
santa Catalina de Siena reza a Dios diciendo: “No tengo duda que dices a los
arrepentidos del pecado mortal: ‘No
recuerdo que me hayan ofendido’”. En la primera lectura vemos a David actuando exactamente
así. No le importa que Saúl tratara de
matarlo, quiere reconciliarse con el rey.
No busca la venganza aunque tiene la oportunidad de matarlo. Su motivo es sólo que Saúl es el “ungido del
Señor”. Cuando pensamos en la cosa, no
hay mucha diferencia entre ser “el ungido” de Dios” y de ser su “imagen”. Pero la segunda distinción aplica a cada
persona humana. Por eso deberíamos ser
listos para perdonar a todos que nos hagan mal.
Si no quieren arrepentirse, podemos rezar por ellos.
La
palabra misericordia es de dos
palabras latín, misereri y cordia. Usados juntos estas palabras significan corazón de piedad. Aquellos que tienen un corazón de piedad
sienten la tristeza con el sufrimiento del otro. Reconocen que aun los malvados sufren en una
manera u otra. Tal vez fueran golpeados
cuando eran niños con el resultado que son resentidos y enojados ahora. O
puede ser que sus padres no mostraran el afecto de modo que crecieron como
matones. De todos modos los
misericordiosos tienen corazón grande para amar a más personas que el yo y sus
queridos seres. En una de sus cartas,
san Pablo proclama que él tiene un corazón grande así. Escribe a los corintios: “Les abro mi corazón
[par en par]. En mí no falta lugar para
acogerlos” (II Corintios 6:11).
Desgraciadamente
la preocupación con el yo a menudo impide la misericordia para los demás. Por ser lastimados nosotros cerramos nuestros
corazones. Entonces se secan y se
endurecen para que no se hieran de nuevo.
Consciente de nuestra condición delicada, Dios ha enviado a Jesucristo
para suavizar y expandir el corazón. De
la cruz Jesús nos da el gran ejemplo de cómo abrir el corazón cuando hayamos
sido ofendidos. Pide al cielo: “Padre,
perdónalos…”
Sin
embargo, en situaciones difíciles el ejemplo a penas duras nos basta para
cambiar la actitud. Por eso, Jesús nos
da a sí mismo en la Santa Comunión.
Fortalecidos por su cuerpo y vigorados por su sangre podemos amar a los enemigos como nuestro
Dios Padre en el cielo nos ama. Esto es
el mensaje que Pablo quiere transmitir a los corintios en la segunda lectura
hoy. Dice que no hemos de actuar con
venganza y malicia como el hombre viejo.
Más bien como personas regeneradas por Cristo, el hombre celestial, hemos
de amar a todos los demás. Aun a aquellos
que nos hayan ofendido, podemos tener la misericordia.
Santa
Catalina era una virgen consagrada de la ciudad italiana Siena. Se dedicaba al cuidado de los enfermos y los
prisioneros. También se metía en la política tanto del estado como de la Iglesia. Con todas estas actividades Santa Catalina tenía
muchos seguidores - laicos, sacerdotes, y religiosos – que le acompañaban en sus
giros. Santa Catalina era famosa por predicar
la misericordia de Dios. Como Jesús,
Catalina miraba a Dios sobre todo como fuente de la misericordia. Dijo a Dios Padre: “¡O misericordia! Mi
corazón se hunde en pensar en ti: pues no importa a dónde me vuelva, encuentro
sólo la misericordia”.
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