EL DUODÉCIMO DOMINGO ORDINARIO
(Jeremías
20:10-13; Romanos 5:12-15; Mateo 10:26-33)
Se dice
que San Juan Pablo II retaba a la gente diciendo: “La primera tarea para todo cristiano
es dejarse ser amado por Dios”. Nos cuesta
abrirse al amor de Dios porque el mundo nos envía un mensaje al contrario. Nos dice que no somos buenos, que nos falta
algo necesario – inteligencia, belleza, o fuerza. Por eso no creemos que nadie nos ame por
quien somos, incluso Dios. Cuando yo era
joven, una vez mi madre me dijo que había sido un bebé feo. Yo sé que mi madre me amó. Después de la muerte de mi papá ella trabajó
duro para enviar a sus hijos al colegio.
Sin embargo, la frase ha quedado conmigo por cincuenta años.
Cuando
no nos sintamos el amor de Dios, muchas veces buscamos la recompensa en un
vicio. Algunos escogen el placer; otros,
el prestigio; otros, el poder o aún la plata.
Aunque estas cosas tienen valor, a veces los ocupamos en cantidades desequilibrantes. El resultado es una sobredosis que hace nuestra
condición peor. Empezamos a hacer cosas que turban la consciencia. Abusamos las sensibilidades de otras personas
para aparecer grandes. Aun nos hace daño
a nosotros mismos para conseguir pedazos de la satisfacción. Es trágico ver al alcohólico arruinar a sí
mismo y su familia también por intentar a recompensar el sentido de la falta de
amor con la cerveza.
En el
evangelio hoy Jesús nos asegura del amor de Dios. Dice que tiene contados todos los cabellos de
nuestra cabeza para que nada nos haga daño sin que Él sepa. Dice también que tenemos que confiar en este
amor porque él, Jesús, tiene una tarea para nosotros. Quiere que lo reconozcamos delante de los
hombres. Entonces, por el testimonio que
damos, él va a recomendarnos ante su Padre.
Al día de juicio final él va a darnos entrada en la vida eterna.
Se me
contó el otro día la historia de un hombre que vivió hace años en una parroquia
que sirvo. Este hombre dio testimonio a
la presencia de Jesucristo en la Eucaristía por participar en todas las misas
de la parroquia. Pregunté al que me
informaba si el hombre hizo algo por los pobres. Me dijo que sí. Todos los sábados iba a una panadería para
recoger los sobrantes productos.
Entonces se los llevó al orfanato y a la casa de las muchachas
embarazadas para que los niños tengan pan y pasteles.
Hemos
entrado en el verano, el tiempo de dar fruto.
Dentro de poco los campos estarán llenos de granos, verduras, y
pastos. El Señor nos advierte que seamos
nosotros fructíferos también. Que no
tengamos miedo a hablar con otros de él.
Ni que tengamos peros a hacer
obras buenas en su nombre. Pues, el
Padre va a protegernos de los criticones porque nos ama. El Padre siempre nos ama.
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