EL UNDÉCIMO DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO, 17 de
junio de 2018
(Ezequiel
17:22-24; II Corintios 5:6-10; Marcos 4:26-34)
Recientemente
una reflexión sobre un roble apareció en una revista católica. El autor comparó su modo de vivir con siete
características que él ve en el roble.
Dijo, por ejemplo, que el roble es tan generoso que comparta su sombra con todos.
Entretanto él es mezquino con su tiempo, su cartera, y su corazón. En el evangelio hoy Jesús también tira de la
naturaleza lecciones a aplicarse al Reino de Dios.
Jesús
nota cómo el Reino no aparece de noche a día.
Más bien, tarda mucho como la cosecha una vez que se siembre la
semilla. Se puede ver este proceso lento
en la lucha por la justicia y la paz.
Hace setenta años, por ejemplo, las Naciones Unidas adoptó la
Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Esto es un compendio de las libertades que todos gobiernos del mundo
deben apoyar. Fue un paso significante pero
no en sí transformador. Desde entonces
se han notado muchas violaciones de los derechos. Por la falta humana no vamos a ver el
cumplimiento de los derechos para todos hasta venga Cristo. Pero ahora por lo menos tenemos normas para ayudarnos
buscar lo que anhelamos ver.
También
Jesús compara el Reino a un arbusto de mostaza.
Dice que el Reino desarrolla como este arbusto crece de una semillita en
un refugio para pájaros. Las Caridades
Católicas en muchas diócesis reflejan este crecimiento gradual. Acostumbradamente comenzaron como una obra humilde
como el repartir de comidas a los pobres.
En tiempo crecieron en organizaciones con docenas de servicios. Proveen auxilios tan básicos como la ayuda
con la renta y tan complicados como el colocar de familias refugiadas. No es el Reino de Dios en su plenitud sino un
intento humano para aproximarlo.
La
segunda lectura puede darnos pausa a los esfuerzos para mejorar las condiciones
de la sociedad. En ella Pablo nos
recuerda que la tierra no es nuestra patria.
Dice que estamos destinados a salir de nuestros cuerpos para vivir con
el Señor. Entonces nos preguntamos: ¿por
qué queremos preocuparnos de lo que pase en el mundo? ¿No sería mejor sufrir calladamente las
injusticias acá pensando en nuestro hogar eterno? Después de todo muchos se refieren a la vida
de los santos difuntos como el “Reino de Dios”.
El
Concilio Vaticano II se dirigió a esta inquietud. Dijo que hay una semejanza entre la vida como
es ahora y el Reino que aparecerá cuando regrese Jesús. No es que la tierra termine y Jesús la reemplace
con el cielo. Según el Concilio el fruto
de nuestros esfuerzos, que ya es manchado por el pecado, se transformará. Con la venida de Cristo los bienes que hemos producido
recibirán su perfección. Por eso, nuestros
intentos para instalar una sociedad de paz y justicia no son vanos. Más bien son meritorios desde que aumentan la
esperanza de la venida del Señor. Al
final de los tiempos estamos destinados no a un cielo distinto sino a un mundo
transformado.
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