El domingo, 27 de marzo de 2016



Primer domingo de Pascua

(Hechos 10:34a.37-43; Colosenses 3:1-4 [o I Corintios 5: 6b-8]; Romanos 6:3-11, Lucas 24:1-12)


Una mujer cuenta cómo su hija fue casi matada en un accidente vehicular.  La joven quedó en una coma por varias semanas.  La situación se puso tan grave que un médico la diagnosticó como en un estado permanente vegetal.  Según algunos tal diagnosis justifica la quita del agua y la nutrición.  Pero no la dio por vencida la familia de la joven.  Instaron que recibiera el cuidado médico y oraron.  Eventualmente la joven despertó de la coma y comenzó el camino largo a la salud.  La confusión, el miedo y también el gozo de esta historia asemejan lo que pasa en el evangelio hoy.

En el relato de la resurrección por san Lucas las mujeres llegan al sepulcro para ungir el cadáver de Jesús.  Una vez allá encuentran lo inesperado.  En lugar de hallar el cuerpo de Jesús, se asustan por la presencia de ángeles.  Están avisadas a acordarse de las palabras de Jesús acerca de su crucifixión y de su resurrección al tercer día.  Las mujeres van a los apóstoles para reportar el evento extraordinario.  Pero no se cree su historia.

Es posible que compartamos alguna duda de los apóstoles.  Vivimos en una edad científica cuando se verifica la verdad por experimentos repetidos.  Pero nadie viviendo ahora ha visto a un muerto resucitado.  No obstante, creemos la historia de las mujeres que eventualmente fue aceptada por los apóstoles.  Creemos no sólo porque los apóstoles dieron sus vidas proclamando que habían visto a Jesús resucitado.  Creemos también por experiencias que hemos tenido como la de la mujer cuya hija levantó de una condición parecida a la muerte.  Realmente hacemos más que damos nuestra creencia.  Conformamos a nuestras vidas a la de Jesús para que nosotros resucitemos con él de la muerte.

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