Primer domingo de Pascua
(Hechos
10:34a.37-43; Colosenses 3:1-4 [o I Corintios 5: 6b-8]; Romanos 6:3-11, Lucas
24:1-12)
Una
mujer cuenta cómo su hija fue casi matada en un accidente vehicular. La joven quedó en una coma por varias
semanas. La situación se puso tan grave
que un médico la diagnosticó como en un estado permanente vegetal. Según algunos tal diagnosis justifica
la quita del agua y la nutrición. Pero
no la dio por vencida la familia de la joven.
Instaron que recibiera el cuidado médico y oraron. Eventualmente la joven despertó de la coma y
comenzó el camino largo a la salud. La
confusión, el miedo y también el gozo de esta historia asemejan lo que pasa en
el evangelio hoy.
En el
relato de la resurrección por san Lucas las mujeres llegan al sepulcro para ungir
el cadáver de Jesús. Una vez allá
encuentran lo inesperado. En lugar de
hallar el cuerpo de Jesús, se asustan por la presencia de ángeles. Están avisadas a acordarse de las palabras de
Jesús acerca de su crucifixión y de su resurrección al tercer día. Las mujeres van a los apóstoles para reportar
el evento extraordinario. Pero no se
cree su historia.
Es
posible que compartamos alguna duda de los apóstoles. Vivimos en una edad científica cuando se
verifica la verdad por experimentos repetidos.
Pero nadie viviendo ahora ha visto a un muerto resucitado. No obstante, creemos la historia de las
mujeres que eventualmente fue aceptada por los apóstoles. Creemos no sólo porque los apóstoles dieron
sus vidas proclamando que habían visto a Jesús resucitado. Creemos también por experiencias que hemos
tenido como la de la mujer cuya hija levantó de una condición parecida a la
muerte. Realmente hacemos más que damos
nuestra creencia. Conformamos a nuestras
vidas a la de Jesús para que nosotros resucitemos con él de la muerte.
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