TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico
33:1-7.17-18.19.23; II Timoteo 4:6-8.16-18; Lucas 18:9-14)
Al final de
los evangelios de Mateo, Marcos, y Lucas Jesús deja a sus discípulos una
misión. Ellos son de predicar su nombre
en todas partes del mundo. Por eso,
algunos dicen que la Iglesia no tiene una misión; más bien, es misión. Los papas han recalcado la necesidad de
misiones por designar un domingo cada año, el Domingo mundial de las
misiones. Se celebra ahora el penúltimo
domingo del mes de octubre.
Este año el
papa Francisco da el tema para el Domingo de misiones la frase de Jesús antes
de ascender al cielo, “’…que sean mis testigos’”. Quiere que todos, y no solo los misioneros a
países extranjeros, demos testimonio a Jesús.
Nuestra sociedad, cada vez más secularizada, necesita nuestros esfuerzos
para que encuentre a Cristo. La gente no
va a recibir huellas de él en los cines y periódicos.
Como modelo
del testimonio a Cristo tenemos a Pablo.
En la segunda lectura él dice que ha sido fiel en la misión de proclamar
la salvación de Cristo a los paganos.
Cuando considerara su logro, aun la persona cínica quedaría asombrada. Pablo
siempre se arriesgaba su vida. Aunque los caminos romanos fueron bien
construidos, no eran protegidos de ladrones.
Además, experimentó naufragios, apedreado, y azotes. Sufrió varios tipos de inconvenientes e
insultos. Pasó las noches expuesto a los
elementos, sean fríos o calorosos, nevados o lluviosos. Trabajó para su comida y su alojamiento
cuando el segundo estaba disponible.
Aguantó la burla de los griegos y el desdén de los judíos por proclamar al
crucificado como el Señor.
¿Cómo Pablo
podía sufrir tanto? ¿Fue simplemente
porque Jesús le apareció y le encargó una misión? No, por una persona tan inteligente y razonable
que parece en sus cartas, estos motivos no convencen. Lo que impulsó a Pablo a sacrificar su vida
hasta el martirio en Roma era el amor que compartía con Jesús. Lo amó como su libertador, como el que lo
rescató del odio y de error. Aún más palpable
era el amor de Cristo que Pablo sintió en su corazón. Como escribió a los romanos: “…estoy seguro de
que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo
presente, ni lo futro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni
otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús Señor nuestro”.
Este amor
nos trae a la misa. Buscamos a aquel que
nos da su cuerpo para sostenerse en la lucha de vivir como hijas e hijos de
Dios. Es de nosotros para responder a
este amor por asumir un papel en la misión de proclamar su nombre al
mundo. Siempre la Iglesia ha contado con
los laicos por los aportes de oración y dinero para adelantar la misión
apostólica. Ahora con menos religiosas y
sacerdotes hace falta el testimonio de los laicos. El mundo debe escuchar el testimonio de personas
como el beato Carlos Manuel Rodríguez, el laico puertorriqueño que condujo a
muchos universitarios al entendimiento más profundo de Cristo y la Iglesia. Requiere ejemplo de la valentía moral de la
italiana santa Gianna Molla que murió de cáncer en lugar de abortar a su hijo cuando
recibiendo tratamientos.
Aunque sea
necesario el testimonio de vida, no se puede dejar dando testimonio con
palabras. El mismo Pablo dice: “…la fe
viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rom
10,17). Se vio enfrente de la iglesia
una laica con micrófono atestiguando a Cristo.
Aunque no queremos criticar a tales esfuerzos, no creemos que sean
efectivos. Pero lo que es eficaz es la
explicación del evangelio a nuestros niños en casa. Por eso, podemos salvar a ellos junto con
nosotros mismos.
PARA LA REFLEXIÓN: Nombra a una persona que da buen testimonio de Cristo con su vida.
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