El domingo, 7 de marzo de 2010

III Domingo de Cuaresma

(Éxodo 3:1-8.13-15; I Corintios 10:1-6.10-12; Lucas 13:1-9)

Los informes sobre el terremoto en Haití siguen asombrándonos. El gobierno del país dice que dos cientos treinta miles de personas han perecido. Añade que hay otros tres cientos miles heridos y un millón de habitantes sin techo. Ahora estos desamparados sufren por las lluvias, y tendrán el problema continuo de alimentarse. Como los hombres en el evangelio, querríamos hablar con Jesús sobre la catástrofe.

Vienen a Jesús con las noticias que Pilato ha tenido asesinadas algunas personas mientras ofrecían sacrificios. De la pregunta con que Jesús responde a sus informadores tenemos la idea que ellos quieren saber qué pecado cometieron para merecer un fin tan atroz. Pues, los antiguos siempre ven un vínculo entre el comportamiento de la persona y la consecuencia que experimenta. Sin embargo, a Jesús no le importa quien cometió cual pecado.

Ni le interesaría al Señor nuestro interrogante. En tiempos modernos -- tal vez por el reto de los ateos, tal vez por la predicación de Dios con un amor no condicional – preguntamos: “¿Cómo puede ser que Dios permita pasar el terremoto haitiano, el tsunami de 2004, el genocidio en Ruanda, u otro tal desastre?” Tal vez los terroristas merezcan la aniquilación, pero ¿qué mal hicieron los niños aplastados en el terremoto? Razonamos si Dios es bueno y todopoderoso, no querría que sus hijos e hijas sufrir tanto. Si no es bueno, no vale la alabanza. Si su poder tiene límites, tenemos que revisar la teología bíblica.

Como Moisés viendo la zarza ardiendo en la primera lectura, Jesús sabe que Dios es una entidad más allá de nuestros pensamientos. No podemos calcular los principios de Su ser, ni podemos entender por qué permite el sufrimiento de los inocentes. Para Jesús dos otras cosas son ciertas como la luz de la mañana. Primero, Dios tiene los pelos de los niños contados para que se les cambie la suerte. Y segundo, como dice en la lectura, si no nos arrepentimos, pereceremos de manera horrible.

Muchos responderán a Jesús, “¿De qué tenemos arrepentirnos? No vivimos en pecado.” La ceguera a nuestros propios pecados también es un síntoma del tiempo. Jesús nos ha venido para formarnos en verdaderos hijas e hijos de Dios. Se ha crucificado para limpiar nuestros corazones de los deseos para dominar, poseer, y tomar el placer animal. En su libro sobre la pena de muerte, la religiosa Helen Prejean describe al señor Lloyd LeBlanc, el padre de una victima de homicidio, con tal corazón arrepentido. Un día la hermana Helen buscó al señor LeBlanc en su campaña para salvar la vida del asesino. Como un héroe, dice la hermana Helen, el señor Leblanc le pidió a ella que se arrodillara con él para rezar no sólo por su hijo y su esposa y la otra victima del crimen y sus padres sino también por los asesinos y sus padres. Hasta que reconozcamos a nuestros enemigos como hermanos e hermanas como el Lloyd LeBlanc, tendremos que reformarnos.

Hace casi ocho años y medio los terroristas tumbaron las Torres Gemelas. ¡Qué atroz experiencia fue! ¡Cómo rezábamos por las tres mil víctimas! Sin embargo, no se recuerda ninguna oración por los terroristas. Sí, es cierto, fueron matados en los atentos. Pero ¿echamos una oración para que Dios les tuviera misericordia en sus almas? O ¿rezamos por sus padres que tenían que vivir con la vergüenza de tener a hijos culpables de la muerte de miles de personas inocentes? Hasta que podamos rezar por éstos espontáneamente, tendremos algo de arrepentirnos.

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