El domingo, 17 de octubre de 2010

EL XXIX DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 17:8-13; II Timoteo3:14-4:2; Lucas 18:1-8)

No hay experiencia religiosa más básica y, a la misma vez, más misteriosa que la oración. Oramos todos los días. Nosotros católicos oramos a Dios en la misa renovando el sentido que formamos Su pueblo con gentes de todas partes. También, oramos en privado para fortalecer nuestra relación personal con Él. ¿Pero qué exactamente queremos lograr con la oración? ¿Podemos esperar que Dios cambie su disposición hacia nosotros? O ¿es nuestro propósito solamente transformar nuestra actitud de la autosuficiencia a la humildad ante el Señor del universo? En el Evangelio de hoy Jesús nos ayuda responder a estas preguntas.

Jesús nos enseña con una parábola que debemos orar continuamente. Cuenta de un juez que “ni temía a Dios ni le importaban los hombres”. En otras palabras, hace lo que le dé la gana. Jesús no está comparando a Dios con este tunante. Más bien, está asegurándonos que si un malvado podría escuchar la petición de una persona que insiste, el justo Dios hará caso a una hija fiel.

Aunque el Señor no refiere a Dios como un juez severo, a veces nosotros lo imaginamos así. Eso es, nos dirigimos a Él sólo con oraciones formales, careciendo de sentimiento. Pensamos que a Él no le importamos. Nos miramos a nosotros en relación con Él como muchos niños ven a sus padres padrastros. Pero esto no es el Dios que Jesús nos revela. Al contrario, Jesús nos hace un retrato de Dios tan compasivo como un viejo a su hijo extraviado por años, y tan cuidadoso como una mujer preparando tortillas para la mesa familiar.

El personaje central de este evangelio es la viuda. Aunque sea vieja y arrugada, deberíamos emularla. Ella no acepta la opresión pasivamente sino lucha como un comando para sus derechos. Tampoco capitula ante un funcionario tan duro como mármol. Más bien, lo sigue fastidiando como un taladro con mecha de acero. Con tanta insistencia deberíamos rezar a Dios nunca dejándonos por vencidos sino siempre creyendo que el auxilio está ya en marcha. La oración no cambia el corazón de Dios como si Él pudiera hacer algo menos que amar a nosotros. Más bien, la oración incesante nos transformará en gente sensible a Su voluntad. Con este tipo de oración siempre podremos discernir su mano extendida para salvarnos, venga lo que venga. Por años de experiencia, sabemos que esta postura no es de la eterna optimista, siempre poniendo una cara buena en lo malo. No, hemos palpado Su afecto alcanzándonos por los sucesos de la vida.

Jesús termina su parábola con una pregunta extraña por los evangelios. Interroga si el Hijo del hombre va a encontrar la fe en la tierra cuando vuelva. Parece que Jesús tiene en cuenta precisamente nuestros tiempos cuando un número creciente de personas no acude a Dios para la salvación. En lugar de ir a la misa, buscan el cumplimiento de la vida en restaurantes finos. En lugar de ayudar a los pobres, ocupan su tiempo y su dinero escogiendo entre las modas en el centro comercial. Por eso, la pregunta de Jesús indica la mejor definición para la oración: la fe hablando. Cuando oramos, exponemos nuestra fe en Dios como nuestro Salvador. Él -- no nosotros mismos, ni cualquier otra persona y mucho menos una cosa creada – va a sacarnos de los apuros de esta vida para darnos la vida eterna. Dios va a darnos la vida eterna.

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