El domingo, 21 de agosto de 2016




EL VIGÉSIMO PRIMERO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-7.11-13; Lucas 13:22-30)

Los motivos para las preguntas no eran puros.  Por la mayor parte los muchachos querían desgastar el tiempo de la clase.  Pero también estaban curiosos.  Como alumnos de escuela católica, preguntaron a las religiosas sobre casos raros como: “Si un hombre muere caminando a la confesión, ¿iría al cielo o al infierno?”  Las religiosas sabían bien el juego y respondían con otra pregunta, “¿Qué piensas tú?”  En el evangelio hoy encontramos a Jesús respondiendo con tanta perspicacia a una tal pregunta.

“‘Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?’” se le pregunta a Jesús.  A lo mejor el interrogador pensaba que la mayoría de personas son perezosas, malas, y destinadas al infierno.  Hoy en día, se le preguntaría el contrario: “¿No es que Dios salve a todos?’”  Criados en un tiempo cuando todos se gradúan si saben leer o no, muchos no ven la necesidad de arrepentirse del pecado para entrar en la gloria.

Jesús evita una respuesta directa.  A quien el Padre salvará y a quien condenará es para Él a decidir.  En lugar de satisfacer la curiosidad, Jesús se aprovecha de la oportunidad para advertir a sus oyentes acerca de la presunción.  “‘Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta,’” aconseja.  Quiere que tengamos cuidado a seguir el camino recto.  Pues, la vida eterna no pertenece a aquellos incorregibles que dicen “una vislumbre a la porno o una mentira a mi mamá no causarán daño a nadie”. 

Además, Jesús indica que no se debe pensar en el cielo como premio por aquellos que sólo asisten en la misa dominical. Dice que no nos reconocerá simplemente por haber comido y bebido con él como hacemos en la misa.  Más bien, Jesús entiende la misa como un trampolín que nos propulsa a hacer el bien en el mundo.

“¿Es necesario ser católico para salvarse?” fue otra pregunta que preguntaban a las hermanas en escuelas católicas.  Si respondieron con “sí”, los muchachos harían que la parecería como elitista con la pregunta: “¿Entonces qué pasarán con personas tan buenas como Mahatma Gandhi o Ana Frank?”  Jesús responde a este lío cuando dice: “’Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios.”  A lo mejor está refiriéndose a la gente de tierras lejanas que los misioneros evangelizarán.  Pero aun si tuviera en cuenta a aquellos que sin oír del amor de Dios han respondido a la gracia del Espíritu Santo, todavía habría necesidad para evangelizar.  Pues gentes en todas partes tanto como nosotros necesitan arrepentirse de pecado.
 
Un misionero católico a Bangladés, país musulmán, regresó a su tierra nativa.  Le preguntaron cuántos conversos hizo.  Después de un rato pensando, el misionero respondió: “Sólo uno; me hice mejor cristiano”.  Si es la verdad, parece triste la historia.  No es que los misioneros tengan que hacer conversos al catolicismo sino que todos nosotros tenemos que ayudar a uno y otro hacerse santos como Dios.  A lo mejor el misionero hizo exactamente esto.  Por su modo de imitar a Jesús – su paciencia con personas difíciles, su bondad a los débiles, su cuidado para el medioambiente – todos sus vecinos ya viven más justos.  Nosotros tenemos este mismo menester. 

Si fuéramos muchachos, tendríamos otra pregunta para las religiosas.  Si no es necesario ser cristiano para salvarse, ¿por qué nos apuramos para ser católicos?  La respuesta debería ser evidente a nosotros que hemos conocido los modos del mundo.  En la Iglesia Católica tenemos el evangelio que nos presenta el amor del Padre a través de Jesucristo.  Además en la Iglesia encontramos a los santos que han puesto en práctica este amor para el bien de todos.  Y más que nada, en la Iglesia el mismo Jesús nos da su cuerpo que nos colma con su amor.

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