I DOMINGO DE ADVIENTO
(Jeremías 33:14-16; I Tesalonicenses 3:12-4:2; Luke 21:25-28.34-36)
Hemos llegado al
Adviento. Algunos piensan que es el tiempo más maravilloso del año. Con la Navidad menos de cuatro semanas en
adelante, la gente tiende a estar más gentil y generosa. Sin embargo, hay más para anticipar durante
esta temporada que el espíritu navideño.
La palabra
“adviento” significa que viene alguien.
¿Quién será? No es Santa Claus,
ni el jefe con nuestros aguinaldos, ni simplemente el niño Jesús. No, el adviento que se espera en este primer
domingo del tiempo es Jesucristo que vendrá para juzgar al mundo. Es la realización de lo que sentimos en
nuestros corazones. Los buenos recibirán
los premios que merecen, y los malos serán castigados por sus crímenes. Las tres lecturas dan testimonio a este turno
de eventos.
En la primera el
profeta Jeremías predice la venida de un rey para juzgar a Israel con la
justicia. La nación está en el umbral
del exilio, una situación grave, porque sus reyes han descuidado ambos a Dios y
al pueblo. Porque han cultivado la
corrupción y la infidelidad, el pueblo sufre.
Ya está sometido al cruel y prepotente rey Babilónico. No obstante, Jeremías ve la restauración de
un rey Davídico que gobernará con la rectitud.
Nosotros cristianos no podemos ver a nadie cumpliendo este papel a no
ser Jesucristo.
La segunda
lectura es una exhortación de parte de san Pablo a los cristianos tesalonicenses. Le pide que vivan en conforme con las morales
de Cristo. Implica Pablo que Cristo
vendrá para juzgar a todos según estos valores.
No por la
humildad Jesús se identifica como “Hijo del hombre” en el evangelio hoy. Este título es cómo el profeta Daniel describe
a quien recibe del trono del Altísimo la autoridad de reinar sobre todos los
pueblos. El evangelio visualiza al Hijo
del hombre viniendo después de que se ven señales en el cielo y en la
tierra. Jesús exhorta a sus discípulos
que vigilen para este acontecimiento porque será el momento de su liberación. Jesús mismo juzgará a sus fieles libres de culpabilidad. Mejor aún, los declarará dignos de la vida
eterna.
Ahora algunos
cuestionan la veracidad de esta visión de evangelio. Dicen que han pasado dos mil años sin el
regreso de Jesús. Generación tras generación ha muerto sin la resurrección de
los fieles de la muerte. Ellos han
dejado la vigilancia. ¿Qué vamos a hacer
nosotros?
La verdadera respuesta
es mantener la esperanza. La esperanza propiamente
cristiana confía en Dios, no en otros hombres, mucho menos en sus propios
esfuerzos. No le importa a la esperanza que
parezca ridículo una persona viniendo en una nube. Sabemos que es simplemente una expresión para
decir que Jesús llegará del cielo.
Tampoco le importa que los cadáveres de los muertos han desintegrados en
polvo. Dios, que nos ha formado de una
célula en el seno de nuestras madres, puede tomar la tierra de nuevo para
recrearnos.
La esperanza
cristiana envuelve más que un deseo del corazón. Es un planteamiento de vida que corresponde a
las exigencias de Jesús en el evangelio hoy.
Es estar alertos, eso es, atentos de no caer en la disolución como aquel
mayordomo de la parábola de Jesús que golpea a los criados en trancas de
borracheras. La esperanza tampoco permite
que nos obsesionemos con los altibajos de la vida. Más bien nos mueve a la oración cuando sintamos
preocupados.
San Agustín vivió
hasta el medio de siglo V cuando los bárbaros estaban tomando poder del Imperio
Romano. En vez de esconderse de los invasores,
el escribió un libro que mostró cómo los cristianos en el final son ciudadanos
de otra tierra, no primeramente del mundo.
Esto es la esperanza de adviento en vivo. No busca soluciones mundiales para los problemas
más grandes, sino la presencia de Dios. Durante Adviento queremos nosotros
mostrar tal esperanza. Queremos guardar vigilancia
para Cristo mientras llevamos a cabo su voluntad con oraciones en nuestros
corazones.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario