XXII
DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico
3:19-21.30-31; Hebreos 12:18-19.22-24; Lucas 14:1.7-14)
Parece que
Jesús siempre está en camino en el Evangelio según san Lucas. No se queda mucho
tiempo en un mismo lugar. Sin embargo, enseña constantemente. Desde que
emprendió la marcha hacia Jerusalén, Jesús instruye a sus seguidores mientras
camina. Es como si no quisiera perder ni una sola oportunidad de formar a sus
discípulos antes de llegar a su destino. La lectura de Lucas de hoy es típica:
dice que “Jesús fue a comer en casa de un fariseo”. Allí Jesús dará
enseñanzas sobre la etiqueta del Reino de Dios.
Antes de
examinar esta etiqueta, recordemos las lecciones de Jesús en los evangelios
dominicales recientes. Cuando se encaminó hacia Jerusalén, dijo a sus
discípulos que su misión era tan urgente que no había tiempo ni para enterrar a
sus padres. El domingo siguiente les instruyó a viajar ligeros de equipaje
porque había mucho territorio que cubrir. Después enfatizó la necesidad de amar
a los enemigos con la parábola del Buen Samaritano y la prioridad de escuchar y
meditar sus palabras en la visita a la casa de Marta y María. En los últimos
domingos Jesús enseñó cómo orar, la necesidad de evitar la avaricia, la
importancia de prepararse para su regreso, y el no temer a la división
inevitable que resultaría de su misión. En resumen, Jesús quiere que sus discípulos
—entre los que nos contamos nosotros— sean personas reflexivas en su relación
con él y comprometidos en servicio a los demás.
La etiqueta
nos ayuda a relacionarnos con los demás. Son reglas de conducta para no
molestar a nadie, especialmente a nuestros bienhechores. El evangelio de hoy
nos da dos principios de etiqueta que agradan a Dios en la búsqueda de su
Reino. El primero tiene que ver con cómo pensamos en nuestros semejantes. No
deberíamos considerarnos superiores a nadie. El discípulo de Jesús escogerá el
último lugar en los banquetes para mostrar deferencia hacia los demás. Pero
esto no debe convertirse en una estrategia para ser promovidos luego a un mejor
puesto cuando llegue el anfitrión. Ese tipo de cálculo merecería la ira y no la
bendición de Dios. Más bien, la deferencia ha de ser un reconocimiento de que
todos somos imágenes de Dios con un destino eterno.
El segundo principio es que los seguidores de Jesús deben mirar más allá de sus amistades cuando dan una fiesta para invitar en cambio a los necesitados. En lugar de invitar a quienes pueden devolver la invitación, deberían acoger a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. ¿Habla en serio Jesús? Sí y no. Es el lenguaje hiperbólico que él suele usar para enfatizar un punto. Cuando dice que “si tu ojo te hace caer en pecado, sácatelo…”, no habla literalmente sino figuradamente: debemos evitar la pornografía, por ejemplo. Cuando dice (como escucharemos en el texto original del evangelio del próximo domingo) que tenemos que “odiar” a nuestros padres y familias para ser sus discípulos, no significa que les demos la espalda, sino que pongamos a él como la prioridad número uno en nuestras vidas.
“Invita a
los pobres…” significa que pensemos primero en los necesitados antes de dar
fiestas a nuestros amigos. Algunos lo hacen destinando el diez por ciento de
sus ingresos a la caridad antes de gastar un peso en sí mismos. No es necesario
que los invitados sean en necesidad física. Un obispo tiene en su calendario
para el 25 de diciembre: “Comida con los sacerdotes”. Su intención es invitar a
los sacerdotes retirados y sin familia, aunque no son pobres, lisiados, cojos o
ciegos.
Jesús
seguirá instruyéndonos en el discipulado en los próximos domingos mientras
continúa en camino. Sin embargo, su enseñanza suprema vendrá cuando llegue a
Jerusalén y sea entregado en manos de sus adversarios. Entonces nos demostrará
el amor perfecto al extender sus brazos en la cruz.
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