Homilía para el domingo, 9 de septiembre de 2007

El XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

(Lucas 14)

Jesús está en camino. Va a Jerusalén acompañado por sus discípulos y una gran muchedumbre. ¿Qué tipo de movimiento forman? ¿Es una procesión funeraria? Al menos Jesús está consciente de lo que va a pasar cuando llegue a su destinación. Ha dicho a sus discípulos al menos dos veces que el Hijo de hombre va a ser matado. Pero ellos no lo entendieron. Ahora los discípulos piensan que están en una marcha militar. Como un gran ejército ellos apoyados por el pueblo van a tomar poder de Jerusalén en nombre de Dios. Por eso se discuten entre sí cuestiones vanas como quien es el más importante. Y la gente que hincha el número del grupo, ¿qué piensan ellos del movimiento? Andan con entusiasmo como si fuera un desfile. Pues, Jesús les provee palabras conmovedoras y, cuando sea necesario, aún el pan de comer.

Dando cuenta de lo que está pasando, Jesús tiene que corregir las ideas equivocadas. Vuelve a sus seguidores para amonestarles de lo que va a tener lugar en Jerusalén. No va a ser el triunfo que imaginan. Más bien, será el sacrificio de la cruz. Por eso, tienen que escoger entre sus familias y él, aún entre sus propias vidas y él. Este escogimiento ya vuelve a nosotros. ¿Amamos a Cristo más que a nuestros hijos? Entonces no cederemos cuando nos piden otro juguete o a ver una película obscena. ¿Amamos a Cristo más que a nuestros padres? Entonces no aceptaremos los prejuicios engendrados en la casa contra los indígenas o contra los morenos. ¿Amamos a Cristo más que a nosotros mismos? Entonces no dejaremos que el soberbio de nuestros asociados, la insensibilidad de nuestros familiares, o el engaño de nuestros propios corazones nos causen a estallar de rabia.

¿Nos hemos dado cuenta de que cuando amamos a Cristo sobre todo, amamos a la familia y a nosotros mismos mejor? Es cierto, cuando no cedemos a los antojos de los niños, ellos desarrollan caracteres disciplinados. Cuando rechazamos los prejuicios, nuestra justicia refleja bien a nuestros padres. Cuando controlamos nuestro enojo, nos hacemos en personas más tranquilas y amigables.

Antes de proceder, Jesús nos exige que pensemos con cuidado. Tenemos que calcular lo que nos va a costar para seguirlo y decidir: ¿Realmente quiero proceder adelante con él o prefería otro camino menos riguroso? El otro día en el Seguro Social hubo una joven que aparentemente ha aceptado el costo de seguir a Jesús. Me pidió que visitara a su marido que fue severamente lesionado en un accidente laboral. Cuando fui, lo encontré fijado en una silla sin movimiento ni palabras. En la mañana la mujer lo devolvería a su hogar para cuidarlo y atender a sus dos hijos a la vez. Ella no se me quejó mucho menos me pidió aporte. Solamente quería que le echara una bendición a su esposo.

Dicen que todo el mundo quiere un desfile. Sí, nos alegramos andar con entusiasmo entre una gran muchedumbre de gente. Pero no es lo que signifique el acompañamiento de Jesús, al menos en el sentido más profundo. No, para realmente acompañarlo tenemos que pagar el costo de seguimiento. Tenemos que escoger el sacrificio de la cruz. Sin embargo, por lo que ganamos es buen precio. El sacrificio de la cruz.

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