Homilía para el Domingo, 20 de abril de 2008

El Quinto Domingo de Pascua

(I Pedro 2:4-9)

Cada cuando encontramos una campaña para un nuevo templo destacando la compra de ladrillos. La idea es que el aporte de una cantidad fija por cada parroquiano represente su participación en la construcción. Entonces, se puede llamar al parroquiano una piedra de la iglesia. Aunque sea significativo para recaudar fondos, la compra de ladrillos no es la única manera en que la gente se considere piedras de la iglesia. La lectura de la Primera Carta de Pedro hoy dice que la comunidad forma “piedras vivas” por llevar vidas santas.

Cristo, por supuesto, es la piedra principal de la estructura. Su vida, dedicada a un diálogo continuo con Dios Padre, provee la alabanza perfecta. Nosotros aprendemos de él las palabras de la oración y, más importante aún, cómo inclinar nuestros corazones a Dios en todas actividades. Así, nos hacemos, como fuera, en piedras configuradas a él y recostadas sobre él. En prefecta sintonía con Cristo nosotros, piedras vivas, cantamos la gloria de Dios Padre.

Tal vez la Carta de Pedro nos haya despertado por nombrar a los fieles “sacerdocio.” Dice, “Ustedes…son estirpe elegida, sacerdocio real….” Pensamos en los curas llevando vestiduras largas como sacerdotes. Entonces, ¿en qué sentido son los laicos también sacerdotes? Bueno, todos los fieles somos sacerdotes desde que nuestros sacrificios se han hecho agradables a Dios. Eso es, todas nuestras obras hechas en el amor y todas nuestras pruebas sufridas en la fe lo complacen. Porque participamos en el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, el sacrificio de nuestras vidas ya tiene el altísimo valor, seamos empresarios o seamos basureros.

Una vez un predicador exhortó a la gente, “…haz de tu corazón un altar….” Quiso decir que deberíamos ofrecer nuestras vidas a Dios por una buena disposición interna. Afortunadamente tenemos modelos que nos enseñan cómo lograrla. Hace poquito murió una mujer que tenía un corazón tan inclinado a Dios como el altar de San Pedro en Roma. Margarita perdió sus piernas a la diabetes. Pero no la detuvo de llevar una sonrisa radiante. Ni la impidió a llegar a la misa dominical. Si nadie la trajo, se llevó a sí misma en su silla de ruedas motorizada. Limpiaba su propia casa, y rezaba diariamente por sus hijos. ¿Cómo no pudo Dios ponerse, en su propia manera, una sonrisa cuando veía a Margarita?

Si todos cristianos se forman al “sacerdocio real,” ¿por qué llamamos a los curas “sacerdotes”? Es una gran pregunta. Además del sacerdocio común de los fieles, la Iglesia tiene el sacerdocio ministerial para re-presentar el sacrificio de la cruz en la misa. Estos hombres están completamente al servicio de los laicos. Por la predicación de la palabra de Dios, que alcanza su cumbre en la Eucaristía, ellos animan y fortifican a los fieles. Es como el guante y la mano. El guante – eso es, el sacerdocio ministerial – preserva la mano – el sacerdocio común -- para que el segundo pueda dedicarse corazón y alma a Dios. En estas maneras todos damos a Dios la alabanza que merece. En estas maneras Le damos la alabanza.

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