(Sabiduría 1:13-15.2:23-24; II Corintios 8:7.9.13-15; Marcos 5:21-43)
En una novela las monjas fijan letreros en los pasillos de su monasterio. Dice que ellas los necesitan para recordarse a sí mismas de Dios. Un tal letrero dice:
Si Te sirvo por las esperanzas del Paraíso,
niégame el Paraíso.
Si Te sirvo por temor del infierno,
condéname al infierno.
Pero si Te amo por amor de Ti mismo,
entonces concédeme a Ti mismo.
niégame el Paraíso.
Si Te sirvo por temor del infierno,
condéname al infierno.
Pero si Te amo por amor de Ti mismo,
entonces concédeme a Ti mismo.
Si la mujer del evangelio hoy que ha sufrido flujo de sangre por años habría creído este letrero, ¿cómo podría atreverse a tocar a Jesús? Ella ve al Señor como alivio de su dolor no como su amante, al menos en el principio.
No es necesario amar a Jesús para aprovecharnos de él. Dios Padre le ha enviado para ayudarnos con nuestras necesidades. Está aquí para curarnos del cáncer, para apoyarnos cuidar a nuestros padres ancianos, y para enseñarnos cómo vivir la vida verdaderamente buena. Nos ofrece la mano, como hace con la niña al fin del evangelio, diciéndonos, “Óyeme…levántate.”
Sin embargo, el dicho de las monjas trae la sabiduría. Si Jesús nos ofrece a sí mismo como rescatador en apuro, él es más valioso aún como nuestro amante o, si preferimos, nuestro amigo. Quizás por este motivo la mujer, ya curada de su enfermedad, quiera darle la cara con la verdad. Un amigo nos hace posible ver a nosotros mismos exactamente cómo somos, nos acepta así, y nos alienta a ser mejor. Una mujer murió hace poco después de una vida larga y en muchos aspectos exitosa. No dejó mucho dinero; sin embargo su familia le adoró y sus muchos amigos le estimaron como una en un millón. Ella amó a todos pero sobre todo a Jesús por quien cada noche se arrodilló al lado de su cama rezando el rosario. Y ¿por qué no? Jesús le formó como humilde de riqueza pero rica de bondad. Le perdonó sus culpas para que viva con la virtud como un campeón clavadista pierde libras para saltar más alta en el clavado.
Encontramos a Jesús en la oración, pero para discernir lo que nos comunique, tenemos que dejar a lado a nosotros. Se cuenta de un santo quien llamaba al Señor para que se comunicara con él. Entonces el santo oyó una voz dentro de sí contestándole, “¿Quién me llama?” El santo respondió, “Soy yo, Señor,” y no oyó nada más. Al otro tiempo el santo llamaba al Señor de nuevo, y una vez más oyó una voz adentro, “¿Quién me llama?” Esta vez el santo respondió, “Eres tú, Señor,” y así comenzó una relación rica y fructífera. Como dice San Pablo, “…ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.” Cuanto más nos perdamos a nosotros mismos, cuanto más el Señor llene nuestros interiores. Y cuanto más el Señor nos llene, cuanto más sea nuestro amigo.
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