El domingo, el 8 de enero de 2011

La Epifanía del Señor

(Isaías 60:1-6; Efesios 3:2-3.5-6; Mateo 2:1-12)

Una vez era diferente. Entonces el tiempo navideño no era el gran salvador de la economía. La gente intercambiaba regalos de Navidad, pero no eran tarjetas de crédito mucho menos coches BMW. Más bien la gente prefería regalar dones que simbolizaran a sí mismo. Tal vez fuera un poema para los padres hecho de memorias de la niñez. O posiblemente fuera un reloj para un niño comprado con el dinero de la venta de nueces cultivadas cerca de la casa. El don de sí mismo es lo que vemos en el evangelio hoy. Los magos dan a Jesús regalos del más profundo significado.

Los magos no son reyes sino sabios que estudian la naturaleza para huellas de Dios. Ven en el cielo occidental una estrella nueva y brillante. Deducen que ella debe representar a un nuevo rey valiente de los judíos. Pues el rey David, unos mil años anteriormente, fue anticipado por un tal astro. Los magos vienen para darle homenaje con regalos de oro, incienso, y mirra. Tan deseoso que sea el oro, tan fragrante el incienso quemado, y tan útil la mirra para los entierros, no se dan estos tesoros porque al rey le hacen falta. No, los magos saben que el nuevo rey de los judíos tiene almacenes de riquezas aún más valiosas. Las regalan a Jesús porque simbolizan lo más grande de ellos mismos. El oro es la virtud, el atributo más noble de cualquiera persona. El incienso es la oración, el reconocimiento de Dios como el que guía a los soberanos. La mirra es el compromiso para ser fiel hasta la muerte.

Nosotros damos regalos a otras personas en este tiempo porque nos recuerdan de Jesús. Pero nuestros obsequios, tan grandes como sean, no se acercan el valor del premio de Dios para nosotros. En primer lugar, el Padre nos ha concedido a Su propio Hijo, Jesús. Él nos enseña no sólo la voluntad de Dios Padre sino también Su amor que le da la vida. Como si no fuera suficiente el don de la presencia del Hijo de Dios, este mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nos regala Su propia carne en el pan eucarístico. Este don nos mueve del amor teorético a la acción verdaderamente amorosa. Por su muerte en la cruz, representada en la Eucaristía, recibimos la fuerza para sacrificarnos como hizo él. Sí, Jesús nos regala la gracia que nos hace parecidos a él. Él nos hace en hijas e hijos de su Padre Dios.

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