El domingo, 25 de marzo de 2012

EL DOMINGO DE LA QUINTA SEMANA DE CUARESMA, 25 de marzo

(Jeremías 31:31-34; Hebreos 5:7-9; Juan 12:20-33)

El viejo yace en la cama hospitalaria. No dice nada. Tampoco responde a preguntas con cabeza o los ojos. Su familia tiene que decidir si o no tendrá puesta una sonda de alimentación. Pero a lo mejor él sabe que, como Jesús en el evangelio hoy, “ha llegado la hora”. Solamente le queda hacer las últimas preparaciones para la muerte. Es experiencia que la gran mayoría de nosotros tendremos un día. Pues, sea este año, en veinte años, o en el siglo próximo, como en el caso de los recientes nacidos, todos vamos a morir.

“Señor, quisiéramos ver a Jesús” dicen los griegos en el principio de la lectura. Querremos dar eco a esta frase en la última hora. Más que todo queremos ver cara a cara a quien hemos llamado “nuestro Señor” desde la niñez. Hasta ahora sólo hemos leído sus palabras y visto su reflexión en dibujos. Ahora anhelamos que se cumpla la profecía de Jesús, “…donde yo esté, también esté mi servidor”.

Sin embargo, no estamos calmados en la agonía. Más bien, sentimos la misma perturbación de Jesús cuando exclama, “Tengo miedo”. En nuestros casos reconocemos nuestros pecados que somos varios. En cuestiones de los apetitos, hemos silenciado la conciencia para seguir el instinto como bestias. En situaciones de responsabilidad, hemos mentido para evitar la culpa de nuestras indiscreciones. Y en cuanto a los necesitados, les hemos pistado las esperanzas en nuestro apuro. ¿Cómo va a juzgarnos el Señor – preguntamos a nosotros mismo – por todos estos delitos? Aún más inquietante persiste la duda que no vaya a ser juicio después la muerte, que la religión haya sido sólo un juego para mantener el respeto de los demás.

De algún modo agarramos la fe que pone detrás de nosotros las dudas. Hacemos la nuestra la oración de Jesús, “Padre, dale gloria a tu nombre”. Eso es, por el nombre de Dios que nuestros pecados sean perdonados y nuestras almas aceptadas en la vida eterna. No somos los únicos pecadores ni los más grandes. Más al caso, Dios desde siempre se ha revelado a Sí mismo como pura misericordia a aquellos que Le vuelvan con corazón sincero. Él es como la bahía que les da refugio a todos los barcos con el buen sentido a dirigirse a ella en la tormenta.

Al menos podemos decir que hemos tratado de servirlo. Asistíamos en la misa dominical, cuidábamos a nuestros niños, y aportábamos las caridades. Cada vez más procurábamos mostrar mayor prontitud en nuestra entrega. Nos ofrecíamos a nosotros como ministros en la parroquia. Aun declarábamos el amor para Dios ante los blasfemos. Ahora, en nuestros últimos momentos, queremos seguirlo a la vida eterna. Con todo corazón deseamos ver cumplidas sus palabras, “El que quiera servirme, que me siga”.

También rezamos en las últimas horas por nuestros niños y las generaciones futuras. En la lectura Jesús predice, “Cuando sea levantado atraeré a todos hacia mí”. Está refiriéndose al misterio pascual en que él será levantado tanto en la cruz como en la resurrección. Queremos que nuestras muertes atraigan a nuestros conocidos no a nosotros sino a él. No nos importa ahora que reciban títulos universitarios o que ganen millones, sino que sean gente generosa, fiel, y compasiva. Somos como el sabio poeta que al nacimiento de su hija le escribió deseándole la belleza pero no aquel tipo que pierda la bondad.

Ahora la genta está rayando las calles de México. Quieren ver al papa. Sí, tienen miedo de los narcotraficantes pero lo ponen detrás de ellos. Aunque han visto a Benedicto XVI en fotos, ya van a verlo cara a cara. Con el mismo corazón queremos ver el rostro de Jesús en la muerte. Queremos ver el rostro de Jesús.

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