El domingo, 18 de marzo de 2012

EL DOMINGO DE LA CUARTA SEMANA DE CUARESMA

(II Crónicos 36:14-16.19-23; Efesios 2:4-10; Juan 3:14-21)

En el lado de la pantalla hay una publicidad. Se lo ha visto por años. No siempre lleva los mismos personajes pero siempre el mismo mensaje. Ofrece préstamos para comprar casas con intereses provechosos. Después de tanto tiempo la redundancia aburre. Se piensa, “¡Basta! ¿Por qué no cambian el mensaje?” Tal vez algunos sientan así con el evangelio hoy.

Dios nos ama. Lo hemos escuchado diez mil veces. Y ¿por qué nos ama? ¿Posiblemente porque somos buenos? Que examinemos un momento lo que dice exactamente el evangelio: “Dios ama al mundo”. Eso es, Dios quiere no sólo a nosotros sino los generales en Afganistán que venden cocaína, los políticos en Nigeria que toman por sí mismos los lucros del petróleo del país, y los asesinos que rondan cada ciudad buscando problemas. Cuando pensamos en la cosa bien, a lo mejor no podemos declarar que somos inocentes. Pues, sin duda la mayoría de nosotros somos impacientes en la casa, vanidosos en el trabajo, o malhablado en la carretera.

No obstante, Dios nos ha enviado a Su propio Hijo. Parece imprudente ¿no es cierto? No permitiríamos a nuestros hijos andar diez minutos con extranjeros. Pero el Padre ha compartido a Cristo con nosotros por una vida entera. Más temario aún, Él lo ha hecho a pesar de que sabía desde siempre que Su Hijo estaría maltratado, aun crucificado. Esta creencia ha consolado a aquellos que sufran contratiempos. En 1977 un incendio tomó las vidas de diez alumnas en una universidad católica. Naturalmente los padres de las muchachas estaban acongojados. Sin embargo, fueron aliviados por las palabras de un sacerdote administrador de la universidad. Les dijo que no sólo ellos sino Dios mismo conocen la angustia de la muerte violente de un hijo.

Habría sido justo si Jesús viniera para condenar al mundo. Pues no sólo los malvados merecen el castigo sino todos manchados por el pecado, incluso a nosotros. Habría servido como un intento para provocar el arrepentimiento. Sin embargo, no se encuentra ninguna mención del infierno en este evangelio según san Juan. No, Jesús viene con otra estrategia para llegar al mismo fin. Él nos demuestra lo que Dios espera de nosotros. Por escuchar a Nicodemo en la noche, por lavar los pies de sus discípulos, y – sobre todo – por colgar en la cruz, nos enseña que la voluntad de Dios Padre es que sirvamos al uno y otro como Sus hijos. Fuimos creados así pero el pecado nos ha ofuscado los ojos y tergiversado los deseos. Hoy en día cuando las novedades se convierten en necesidades, muchos de nosotros estamos listos a olvidar la misa dominical para ganar la plata a conseguirlas. Se dice que en una prisión los guardias se han hecho tan pegados al sobretiempo que se olviden de la importancia de pasar tiempo con sus familias.

La imagen de Jesús crucificado sirve como una lámpara de faro huyéndonos las tinieblas de los ojos. No podemos reflexionar en ella sin darse cuenta de que significa más que aparece. Sus brazos extendidos no sólo duelen bajo el suplicio sino levantan una oración a Dios Padre por nosotros. La corona que lleva no sólo indica la burla de los soldados sino significa la gloria que va a realizar. De pie delante de él, pedimos perdón de nuestras faltas. Igualmente allí nos comprometemos una vez más el seguimiento, cueste lo que cueste. Es el camino que emprendimos el Miércoles de Ceniza, en medio de que nos encontramos ahora, y que vamos a acabar en la Pascua, si no este año en la de eternidad.

En muchas parroquias cada año hay feria de ministerio. Se muestran las diferentes estrategias para servir a uno y otro. Ciertamente se encuentran los ministros extraordinarios de la Santa Comunión en el salón. Pero también están allí ministros más extraordinarios aún como aquellos que rondan las ciudades buscando a personas en necesidad. Queremos participar para conocer cómo podríamos nosotros cumplir la voluntad de Dios. Queremos nosotros cumplir la voluntad de Dios.

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