(Isaías
62:1-5; I Corintios 12:4-11; Juan 2:1-11)
Es notable
el servicio dado a los pasajeros de la primera clase. Incluye todo para hacer el vuelo cómodo. Primero asegura que la gente no tenga que
esperar en la fila de seguridad y sea los primeros para abordar el avión. Antes de que entren los demás, les ofrece un
aperitivo. Y una vez que la nave
despegue, les festeja con una comida rica.
Este es el tipo de atención que los comensales reciben en la boda de
Caná.
Encontramos
a Jesús en la fiesta con sus discípulos y su madre. Todos están disfrutando el banquete cuando se
agota el vino. Se preocupa María a lo
mejor por la reputación de los novios tanto como por la satisfacción de los
asistentes. Como muchos nosotros ella
quiere ver a todos complacidos. De
hecho, el placer se ha hecho en una prioridad en nuestros tiempos. Se promueven píldoras que supuestamente
reducen el peso sin sufrir nada de hambre.
Más en conforme con la cuestión aquí, se piensa hoy en día que el
propósito principal del matrimonio es satisfacer los deseos de cada cónyuge. Por supuesto, no es malo que las parejas sientan
contentas, pero existen propósitos más transcendentes.
Jesús no
comparte de la idea que el placer es del mayor valor. Siempre se enfoca en la voluntad de Dios
Padre como el guía de su vida. Cuando
cuenta a su madre: “Todavía no llega mi hora”, está proponiendo a todos
nosotros que, como él, debamos recorrer a Dios para determinar cómo hemos de vivir. Así, veremos el bien de los esposos y la
procreación de hijos como los dos propósitos justos del matrimonio. Vale la pena reflexionar sobre cada uno en
estos días tan turbulentos para las familias.
El “bien”
del hombre y la mujer es, en primer lugar, que lleguen a Dios, el sumo
bien. Los dos tienen que ayudar a uno y
otro aprender a amar como Dios ama. Este
amor conlleva gran satisfacción pero también requiere sacrificio. Comenta un teólogo: “El matrimonio es la
última y la mejor oportunidad de llegar a ser persona con calor humano”. Eso es, el matrimonio facilita que las dos parejas
traten al uno y al otro como tan importante como sí mismo. Aprenden que – como nos han dicho nuestras
madres – el mundo no gira en torno a sí mismo.
Más bien estamos en la tierra para servir a Dios y a los demás.
Tanto como
el compromiso a servir, el matrimonio enseña cómo ser fiel como Dios. Hoy día el Internet está provocando lo
contrario. Pues, si uno no siente satisfecho
con su cónyuge sólo tiene que buscar a otro con cualidades más amenas por uno
de los varios servicios de contactos ofrecidos en el Internet. El matrimonio insiste que no haya
alternativas, que la intimidad sea inclusiva al uno y al otro, venga lo que
venga.
¿Es necesario
que los dos sean de diferentes sexos para realizar el amor divino? Este interrogante aparece hoy día con cada
vez más insistencia. Algunos dirán que
no desde que en ningún caso – heterosexual u homosexual – las dos personas son exactamente
igual de modo que aun las parejas homosexuales tengan que luchar para aceptar
al otro. Pero este modo de pensar no
tiene en cuenta que las diferencias entre el hombre y la mujer son físicamente
complementarias para que formen una nueva unidad, generando vida nueva y
profundizando su amor.
La
procreación y la educación de niños constituyen el otro propósito del
matrimonio. Para la procreación se necesita absolutamente la materia biológica
de ambos sexos. Para la educación se
requiere las virtudes generalmente asociadas con los dos. Al caso aquí es el hecho que los hijos son
seres humanos con dignidad alta.
No son para cumplir los deseos de sus padres. Más bien, obligan a los padres que les
provean lo mejor posible. Por esta razón
lamentamos con toda el alma la legalización del aborto que le da a la mujer
permiso a descartar a su bebé si le da la gana.
En el
evangelio se transforma el agua de las tinajas usadas para los ritos de
purificación en el vino para dar la alegría.
No se debe perder el significado de este hecho. El vino nuevo en el evangelio siempre
representa a Jesús que viene para darnos la felicidad eterna. Él reemplaza las leyes judíos que han fallado
a hacer a la gente feliz. Lo hace por su
sabiduría que exige tanto el sacrificio como la fidelidad en el
matrimonio. Aún más beneficiosamente
Jesús nos hace posible la felicidad por su propia sangre – también representada
por el vino – que nos hace hijos de Dios
destinados a la vida eterna. Sí, es el vino hecho en la sangre de Jesús que nos
hace hijos de Dios.
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