III DOMINGO
ORDINARIO
(Nehemías
8:2-4.5-6.8-10; I Corintios 12:12-30; Lucas 1:1-4.4:14-21)
Fue un
momento solemne. Hubo gran
silencio. Todo el mundo estaba de pie. Entonces comenzó la ceremonia. Tal fue la segunda inauguración del
presidente Obama el otro día. También
fue el evento recordado en la primera lectura hoy.
El
sacerdote Esdras está leyendo la ley al pueblo de Jerusalén. La gente no se cansa de escucharla. Pues, “la
ley” o, en hebreo, la Tora relata
mucho más que reglas a seguirse. Por la
mayor parte, cuenta de cómo Dios intervino en la historia para liberar a los
Israelitas de la esclavitud en Egipto.
Maravillada tanto por el poder como por el amor de Dios para sus
antepasados, la gente tiene que quedarse parada de devoción. Por la misma razón nosotros nos ponemos de
pie cuando se lee el evangelio en la misa.
Pues, cuenta de nuestra entrega del pecado y de la muerte por Jesucristo.
Andábamos
bien contaminados por la inmundicia del mundo.
Quien lo duda sólo tiene que ver lo que está pasando alrededor de
nosotros ahora. Los jóvenes pasan de un amante
al otro cada rato como si fueran libros de la biblioteca. Sus padres apoyan la tontería disimulada como
entretenimiento en la televisión. En
cuanto hayamos participado en tales travesuras deberíamos volver a Dios
confesando nuestra culpa. A los judíos no
les falta hacerlo en la lectura. Se
postran rostro en tierra cuando se dan cuenta cómo le han disgustado al Señor por haber
desconocido Su ley.
Los judíos
acaban de volver del exilio. Fue una
experiencia espantosa. En primer lugar perdieron
a muchos en los ataques a Jerusalén.
Entonces grandes números fueron transportados a Babilonia donde la gente
los forzaba a trabajar. Un salmo
recuerda cómo tenían que entretener a sus captores con cantos de
Jerusalén. Por la lectura de la ley ya saben
que la culpa no era completamente de los bárbaros. Más bien, la infidelidad e injusticia de sus
antepasados merecieron el castigo. Así nosotros
reconocemos nuestros pecados al escuchar la pasión de Cristo leída en el
Domingo de Ramos y el Viernes Santo. No es por nada entonces que nos
arrodillamos durante la lectura cuando llegue el momento en que fallece Jesús
en la cruz.
Sin
embargo, Dios no quiere que quedemos tristes para siempre. Sabe de nuestra debilidad pero también
reconoce nuestro deseo de vivir por Él. Nos
repite el mensaje de la lectura: que no lloremos. Nehemías y los demás líderes judíos exhortan
a la gente que ya es tiempo de festejarse.
Sólo tienen que tomar en cuenta a los pobres por compartir con ellos su
pan.
Dios nos
envía a nosotros por una tarea semejante.
Como Jesús en el evangelio hoy, tenemos que anunciar Su amor a los
pobres. Pero los pobres incluyen a
muchos más que los que viven sin casa particular. Más bien abarcan a todos cuyas vidas son
limitadas por fines terrenales y preocupaciones cotidianas -- los jóvenes que siempre critican la fe y la Iglesia, los hombres cuyo momento más esperado cada
semana es ver su equipo de fútbol, y las mujeres que se angustian por lo que
digan otras personas. A todos estos Dios
nos manda con el mensaje de Su amor.
Se dice que
san Francisco una vez contó a sus discípulos: “Prediquen siempre y si es
necesario, utilicen palabras”. Cansados
de los hombres cuyas acciones no son de acuerdo con sus palabras, nos llaman la
atención este dicho. Sin embargo,
parece que ya es necesario que utilicemos palabras. La gente queda en el suelo limitada por fines
terrenales. No quieren confesar sus
pecados, mucho menos compartir con los pobres.
A todos estos tenemos que hablar
de nuestra experiencia del amor de Dios. A todos
estos tenemos que hablar de Dios.
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