El domingo, 21 de febrero de 2016

EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

(Génesis 15:5-12.17-18; Filipenses 3:17-4:1, Lucas 9:28b-36)

Las estadísticas de la edad promedio de la muerte llama la atención.  En los cien años entre 1900 y 2000 el número se puso por revés.  Al principio del siglo veinte los hombres en los Estados Unidos murieron por el promedio a los cuarenta y siete años.  Al final llegaron por el promedio a setenta y cuatro antes de fallecer.  Tan impresionante como sea este suceso, todavía la muerte da mucho para lamentar.  Sigue como la disolución de las esperanzas de los hombres.  Muchas veces representa la culminación de una desintegración total de la mente.  No, a pesar de los mejoramientos de lo largo de la vida, la muerte sigue como el reto más duro.  En el evangelio hoy se encuentra a Jesús hablando con dos profetas antiguos sobre el tema.

Jesús está rezando en la montaña cuando se cambia de aspecto.  Su rostro y su ropa brillan como relámpago.  El resplandor da una vislumbre de su gloria más allá que la muerte.  Cuando aparecen Moisés y Elías con él, los tres hablan de su éxodo. Este término significa tanto su resurrección y ascensión como su muerte.  Por eso, se puede decir que no sólo cambia aquí la apariencia de Jesús sino también la realidad de la muerte.

Dios proporcionó la muerte a los seres humanos como castigo por sus pecados.  La hizo como el aislamiento perpetuo por la rebeldía humana contra su voluntad.  Sí, ha provisto que la muerte lleve el beneficio de llamarnos de la letargia para hacer algo con la vida.  Pero no ha retirado su terror que desafía siempre nuestros mejores esfuerzos.   Sin embargo, ya Dios en su misericordia nos ofrece una alternativa para la muerte terminal.  Por el sacrificio de Jesús la convierte en un puente a la gloria. 

En el evangelio de Lucas se presenta Jesús como hombre completamente inocente de crimen.  Anda siempre curando las heridas de la gente y exhortando su compasión.  Intolerante de tanta bondad, el mundo lo crucificaron. Pero, porque es hijo de Dios, Jesús resucita de la muerte a la gloria.  Además, les promete a aquellos que lo siguen el mismo destino.  Es como la historia de varios refugiados de Vietnam.  Por haber servido a los americanos, recibieron el transporte a la seguridad cuando su gobierno cayó en manos comunistas. 

En el evangelio Dios Padre les avisa a los discípulos de la nube que escuchen a Jesús.  Tiene en cuenta sus palabras sobre la necesidad de perder la vida para ganarla.  Su mensaje da eco en nuestros oídos hoy día.  Dios quiere que hagamos sacrificios para ayudar a los demás.  Una mujer cuida a su hermana mayor que está débil tanto mental como físicamente.  La hermana menor prefería pasar su tiempo en su propia casa haciendo tareas y relajándose cuando le dé la gana.  Pero todos los días hace el sacrificio de acompañar a su hermana en su residencia. 

La cuaresma es el tiempo indicado para reordenar las prioridades de la vida.   Nos proporciona un tramo sustancioso entre las festividades navideñas y las delicias de la primavera para cumplir dos tareas.  En primer lugar hemos de reflexionar sobre el interrogante: ¿qué es más importante, satisfacer los deseos del yo o seguir a Jesús?  Si nuestra respuesta es seguir a Jesús, querremos morir al yo para vivir más cerca de él.

Al menos en el norte el clima experimentado durante la Cuaresma corresponde a su significado.  El frío en el principio del tiempo nos recuerda de la muerte que nos aguarda.  Un día vamos a caer en las manos heladas de la tierra.  Sin embargo, el calor regresando al final de los cuarenta días nos llena con la esperanza.  Nos despertará la voz de Jesús llamándonos a su gloria.  Nos despertará Jesús a su gloria.

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