Vigésimo noveno domingo ordinario
(Éxodo
17: 8-13; II Timoteo 3:14-4:2; Lucas 18:1-8)
Un
periodista describe la colección de recuerdos que tiene en su desván. Son de las guerras que ha reportado por más de
treinta y cinco años. Una caja tiene los
apuntes de su visita a un campamento de refugiados en el África. Allá quedaron algunos tutsis después del
genocidio intentado en Ruando. Otra caja
es de fotos y apuntes de Irlanda Norte.
Allí el ejército inglés reprimió brutalmente la lucha, también a veces
violenta, de los católicos para sus derechos civiles. En otro recipiente hay un dibujo hecho por una
niña de Camboya. Muestra un guillotine
portátil usado por los jemeres rojos para ejecutar a los niños por huir de los
campamentos de labor. En otra caja se
encuentra la cinta de una entrevista con un sobreviviente del bombardeo de
Hiroshima. Dice el sobreviviente que
estaba en escuela al momento de la explosión.
Cuando miró arriba por un hoyo en el techo, vio nubes con fuegos en el
medio.
Las
atrocidades de guerra no cesan. Ni paran
las lágrimas de la gente victimizada.
Hoy en día una guerra civil en Siria ha creado más de diez millones de
refugiados. En Colombia hace días el
pueblo votó no terminar la guerra con los revolucionarios que ha durado por más
de cincuenta años. Hay también las
guerras entre los carteles en México y las pandillas en Chicago que matan a
inocentes.
Enfrentados
por este tipo de barbaridad levantamos nuestras voces a Dios. Rezamos: “Por favor, Señor, pon fin al
derramamiento de sangre”. Como si no nos
escuchara, seguimos con la súplica: “¿Cuándo vas a actuar, Señor?” No estamos pidiendo por nuestras tropas como
Moisés en la primera lectura. Queremos
un alto en todas las hostilidades. Anhelamos
escuchar de los niños del mundo creciendo en la paz, de sus madres liberadas de
la preocupación inexorable, y de sus hermanos mayores desistiendo creer que la
guerra traiga la prosperidad. Sin
embargo, parece que no vayamos a realizar nuestra petición. Siempre en una parte del mundo u otra, si no
en todas, ha existido la lucha violenta.
Del
evangelio hoy sacamos un hilo de la esperanza.
La parábola del juez corrupto nos enseña que sí Dios oye nuestras
oraciones y actuará. Sin embargo, tenemos
que seguir rezando por días si no por meses, años, o aun, corporalmente, milenios. Un predicador negro, ciertamente veterano de
la campaña larga para los derechos civiles en los Estados Unidos, una vez
resumió bien la lección aquí. Dijo:
“Hasta que hayas estado delante de una puerta cerrada tocando por años con tus
nudillos sangrando, no sabrás lo que es la oración”.
La
oración forma una parte imprescindible de nuestra campaña para la paz. Pues, Dios es el autor de la paz con
Jesucristo sirviendo como el camino para alcanzarla. Realizaremos la paz cuando recemos con Jesús
por nuestros opresores: “Padre, perdónalos…”
También tenemos que instruir a nuestros hijos en los modos de la
paz. La segunda lectura hoy exhorta a
Timoteo que se aproveche de las Escrituras para “educar en la virtud”. Ciertamente es virtuoso sembrar semillas de la
paz.
Dijo el
papa San Juan Pablo II que la paz es como una catedral. Hay que construirla lentamente, pieza por
pieza, hasta que se haga una construcción digna de Dios. Aún más es como una catedral porque envuelve
la oración. Sin la oración la catedral
se hace primero un museo y después un parque de recreo. Sin la oración la paz disuelve en la
hostilidad, la hostilidad en la violencia, y la violencia en la guerra. Por eso, oremos para que se entrañe el mundo
con la paz.
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