El domingo, 12 de abril de 2020


LA PASCUA DEL SEÑOR

(Romanos 6:3-11; Mateo 28:1-10)


Se dice que es difícil encontrar asiento en la sinagoga en sólo dos días del año.  Todos los judíos quieren participar en los ritos del Año Nuevo Judío y del Día del Perdón.  Fuera de estos días no hay ningún problema acomodarse en los templos.  En muchos países es igual con los católicos en las fiestas de la Navidad y de la Pascua.  Pero este año es diferente.  No habrá nadie en la misa de la Pascua menos el sacerdote, el diácono, y -- tal vez – la organista.

La gente estará en sus casas con algunos sufriendo la soledad.  Se han advertidos los ancianos que no debieran atrapar el virus.  También aquellas personas que viven solas se sentirán desertadas sin la oportunidad de salir con sus amistades.  Sí, es cierto estas gentes pueden hablar con otros por teléfono y con FaceTime.  Pero aparatos casi nunca reemplazan la presencia física de otra persona.

Esta Pascua habrá más sentido del aislamiento, abandono, y tal vez la desesperación que nunca en el pasado recordado.  Nuestra experiencia asemeja la ordalía de Cristo en la cruz en el Evangelio según San Mateo.  Lo han abandonado sus discípulos por mucho.  Aquellas personas que han llegado a la cruz se burlan de él.  Y el cielo vertiéndose oscuro crea el temor en todos.  Las palabras de Jesús – las únicas que emite de la cruz – revelan su angustia.   No más llama a Dios “Padre” como en el jardín.  Dice “Dios mío…” como cualquier otra persona en la agonía.  Entonces sigue a una conclusión penosa: “¿Por qué me has abandonado?”

Pero Dios no lo ha olvidado.  Los eventos que pasan después que expira muestran el acompañamiento de Dios Padre por todo el tormento.  El velo en el templo se rasga, la tierra se tiembla, y los soldados romanos lo proclaman a Jesús “’Hijo de Dios’”.  Después un día completo hay aún mayor testimonio de la presencia del Padre a su Hijo.  El sepulcro de Jesús se abre con un terremoto.  La guardia puesta para mantener al muerto como muerto se hace como muerta.  Entretanto el muerto se levanta a nueva vida.  Entonces Jesús aparece a las mujeres asegurándoles que ha resucitado.  También las envía en una misión a sus discípulos.

San Pablo dice en la Carta a los Romanos que si hemos muerto con Cristo, viviremos con él.  El pecado no más nos tendrá presos.  Más bien estaremos libertados de los confines mezquinos del yo para vivir el amor ancho y beneficioso de Jesús.   Podemos ver este amor de Cristo en los santos – tanto aquellos canonizados por la Iglesia como los que muestran el amor extraordinario entre nosotros ahora.  Se ven muchos actuando como santos estos días trabajando contra la Covid-19.  Una médica española atienda a pacientes todo el día sin tiempo para consultar a sus colegas.  Dice ella: “Es muy duro lo que estamos viviendo, pero intento vivirlo desde Dios. Esto me ayuda a tener alegría y profundidad”.

Un amigo me preguntó: “¿Dónde está Dios en toda esta (pandemia)?”  No es fácil contestar con el prospectivo de muchos muriendo y muchísimos más sin trabajo y recursos.  Pero ahora con la fiesta de Pascua podemos responder con alguna confianza.  Dios está recordando a todos que no vivimos por nosotros mismos sino por los demás.  Por esta razón nos quedamos en la casa para que no se propague el virus.  Dios está instigando actos de caridad en todos lados.  Muchas familias ya están haciendo sándwiches para los desamparados.  También Dios está inspirando a los científicos a buscar un remedio a Covid-19.  Haber resucitado a Jesús, Dios está recreando a nosotros como nuevos hombres y mujeres.  No somos abandonados.  Jesús, el Hijo resucitado de Dios, está con nosotros.

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