EL TERCER DOMINGO DE PASCUA
(Hechos
2:14.22-33; I Pedro 1:17-21; Lucas 24:13-35)
En una
película un hombre es tentado a dejar su fe en Dios. Acaba de perder a su hermano menor en un
accidente automóvil. El joven era estrella.
En la vida personal se dedicó a sí mismo a Dios y a su familia. En el campo de fútbol fue campeón. Ahora el hermano mayor se siente en
conflicto. No sabe si debería maldecir a
Dios por lo que pasó o pedirle ayuda. El
evangelio hoy cuenta de dos discípulos de Jesús en un conflicto semejante.
Los
discípulos andan desilusionados. Creían
que Jesús libertara a Israel del dominio foráneo. Pero la crucifixión terminó sus
esperanzas. Se puede comparar su
desilusión con la perturbación que nuestro mundo ha vivido con la
pandemia. Nuestros planes han cambiado,
en algunos casos como con los graduados drásticamente. Muchos de nuestros empleos se han perdido. Y, lo más peor, algunos conocidos – en casos
nuestros seres queridos -- han muerto.
Más que toda otra catástrofe en la historia, Corona-19 ha tocado todas
partes del mundo.
Sin
embargo, no es que todos se sientan derrotados.
Ha emergido de este desastre la esperanza como el azafrán en la
nieve. Se han identificado nuevas clases
de héroes. Los médicos y enfermeras se
han notado por su dedicación al bien del otro.
Asimismo los trabajadores en los supermercados y los que entregan
comidas se han distinguido por la valentía.
Se puede ver también cómo el mundo ha despertado de nuevo a los valores básicos. Ahora muchos se dan cuenta de la prioridad de
la solidaridad sobre el individualismo.
Más que nunca apreciamos a nuestros gobernantes como oficiales asegurando
el bien común.
Para
nosotros creyentes la pandemia ha profundizado nuestra conciencia
espiritual. Como las victimas de
Covid-19, Jesús murió por la asfixia.
Una vez más se ha demostrado la centralidad de la encarnación a nuestra
fe. Dios vino al mundo tanto para
acompañarnos en nuestras penas como para salvarnos de nuestros pecados. También el sufrimiento de Jesús nos ofrece
modo de hacer frente al virus si lo contraemos. No vale la pena que despotriquemos y
deliremos contra el destino. Más bien,
como Jesús, queremos aceptar la enfermedad y aun la muerte, si es necesario,
como voluntad de Dios. Pero nunca
queremos olvidar que Dios nos ama y nos llama a Sí mismo.
En el
evangelio el resucitado Jesús se une con los discípulos en el camino. Su presencia los anima. Como dicen al final, sus corazones ardían
cuando les habló. Por explicar las
Escrituras, Jesús les renueva la esperanza.
Como respuesta los discípulos piden al viajero que se quede con ellos
un rato más.
La cena
con su visitante toca a los dos el más profundamente. El partir del pan tiene tanto impacto que
puede penetrar el velo cubriendo sus ojos.
Sólo entonces reconocen a su compañero como Jesús. Deberíamos aprender aquí el papel central de
la misa en nuestras vidas. Muchos han
dicho estos días que han visto la misa en la tele o en la computadora. Pero no creo que haya tantos viendo la misa
en los medios electrónicos como acudían a la misa dominical en los
templos. La Iglesia insiste que
asistamos en la misa dominical en persona cuando es posible. Quiere que encontremos al Señor resucitado
íntimamente. Él está en la gente reunida en su nombre. Está especialmente en el pan y el vino ofrecidos
al Padre y bendecidos por Él. Para
nosotros católicos la Eucaristía no es sólo un símbolo de Jesús. Ni es cosa superflua de modo que podamos
vivir sin ello. Más bien es su presencia
real y es integral a nuestra salvación.
Por esta razón ha habido tanta preocupación que haya sacerdotes en la
Amazonia.
Sí, ha
sido una catástrofe el virus Corona-19.
Pero sería un mayor desastre si no emergimos de esta pandemia más dispuestos
a seguir la voluntad de Dios. Que ahora
valoremos a todo humano con mayor integridad.
Que apreciemos cómo Jesús nos acompaña en todos momentos incluso en los
conflictos. Que mantengamos la esperanza
que nos entregue de todo mal.
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