El domingo, 26 de abril de 2020


EL TERCER DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 2:14.22-33; I Pedro 1:17-21; Lucas 24:13-35)


En una película un hombre es tentado a dejar su fe en Dios.  Acaba de perder a su hermano menor en un accidente automóvil.  El joven era  estrella.  En la vida personal se dedicó a sí mismo a Dios y a su familia.  En el campo de fútbol fue campeón.  Ahora el hermano mayor se siente en conflicto.  No sabe si debería maldecir a Dios por lo que pasó o pedirle ayuda.  El evangelio hoy cuenta de dos discípulos de Jesús en un conflicto semejante.

Los discípulos andan desilusionados.  Creían que Jesús libertara a Israel del dominio foráneo.  Pero la crucifixión terminó sus esperanzas.  Se puede comparar su desilusión con la perturbación que nuestro mundo ha vivido con la pandemia.  Nuestros planes han cambiado, en algunos casos como con los graduados drásticamente.  Muchos de nuestros empleos se han perdido.  Y, lo más peor, algunos conocidos – en casos nuestros seres queridos -- han muerto.  Más que toda otra catástrofe en la historia, Corona-19 ha tocado todas partes del mundo.

Sin embargo, no es que todos se sientan derrotados.  Ha emergido de este desastre la esperanza como el azafrán en la nieve.  Se han identificado nuevas clases de héroes.  Los médicos y enfermeras se han notado por su dedicación al bien del otro.  Asimismo los trabajadores en los supermercados y los que entregan comidas se han distinguido por la valentía.  Se puede ver también cómo el mundo ha despertado de nuevo a los valores básicos.  Ahora muchos se dan cuenta de la prioridad de la solidaridad sobre el individualismo.  Más que nunca apreciamos a nuestros gobernantes como oficiales asegurando el bien común.

Para nosotros creyentes la pandemia ha profundizado nuestra conciencia espiritual.  Como las victimas de Covid-19, Jesús murió por la asfixia.  Una vez más se ha demostrado la centralidad de la encarnación a nuestra fe.  Dios vino al mundo tanto para acompañarnos en nuestras penas como para salvarnos de nuestros pecados.  También el sufrimiento de Jesús nos ofrece modo de hacer frente al virus si lo contraemos.  No vale la pena que despotriquemos y deliremos contra el destino.  Más bien, como Jesús, queremos aceptar la enfermedad y aun la muerte, si es necesario, como voluntad de Dios.  Pero nunca queremos olvidar que Dios nos ama y nos llama a Sí mismo.

En el evangelio el resucitado Jesús se une con los discípulos en el camino.  Su presencia los anima.  Como dicen al final, sus corazones ardían cuando les habló.  Por explicar las Escrituras, Jesús les renueva la esperanza.  Como respuesta los discípulos piden al viajero que se quede con ellos un rato más. 

La cena con su visitante toca a los dos el más profundamente.  El partir del pan tiene tanto impacto que puede penetrar el velo cubriendo sus ojos.  Sólo entonces reconocen a su compañero como Jesús.  Deberíamos aprender aquí el papel central de la misa en nuestras vidas.  Muchos han dicho estos días que han visto la misa en la tele o en la computadora.  Pero no creo que haya tantos viendo la misa en los medios electrónicos como acudían a la misa dominical en los templos.  La Iglesia insiste que asistamos en la misa dominical en persona cuando es posible.  Quiere que encontremos al Señor resucitado íntimamente. Él está en la gente reunida en su nombre.  Está especialmente en el pan y el vino ofrecidos al Padre y bendecidos por Él.  Para nosotros católicos la Eucaristía no es sólo un símbolo de Jesús.  Ni es cosa superflua de modo que podamos vivir sin ello.  Más bien es su presencia real y es integral a nuestra salvación.  Por esta razón ha habido tanta preocupación que haya sacerdotes en la Amazonia.

Sí, ha sido una catástrofe el virus Corona-19.  Pero sería un mayor desastre si no emergimos de esta pandemia más dispuestos a seguir la voluntad de Dios.  Que ahora valoremos a todo humano con mayor integridad.  Que apreciemos cómo Jesús nos acompaña en todos momentos incluso en los conflictos.  Que mantengamos la esperanza que nos entregue de todo mal.
               

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