El domingo, 28 de septiembre de 2025

 

EL VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO ORDINARIO
(Amós 6:1.4-7; I Timoteo 6:11-16; Lucas 16:19-31)

La parábola que acabamos de escuchar es muy conocida, pero no siempre bien comprendida. No es que el rico sea castigado por ser adinerado, ni que Lázaro, el mendigo, sea premiado por ser pobre. Más bien, Lázaro, como algunos pobres tanto en tiempos bíblicos como en la actualidad, presumiblemente mantiene una fe en Dios, pidiendo su misericordia y ayudando a los demás.  Es su fidelidad que le hace beneficiario de la gloria de Dios.

Un viajero experimentó recientemente la bondad de los pobres cuando intentó cruzar una carretera inundada. Su carro se llenó de agua y se detuvo. El hombre quiso empujar el carro al lugar seguro, pero no podía hacerlo solo.  Un grupo de muchachos llegó al rescate. Entraron al agua y movieron el carro hasta un terreno más alto. Cuando el hombre quiso darles algunos dólares por sus esfuerzos, los jóvenes rechazaron el pago. No se sabe si los muchachos asistieron a misa, posiblemente no por razones sociales. Sin embargo, es posible que Dios los perdone por su bondad hacia los extranjeros.

Tampoco es inaudito que un rico ayude a los demás. Hace dos años murió un billonario después de repartir casi toda su fortuna por el bien de los demás. Hay muchos ricos que han prometido donar la mayor porción de sus riquezas por el bien del pueblo, aunque de ninguna manera son la mayoría. La ofensa del rico de la parábola no es tener riqueza, sino su indiferencia hacia el inválido mendigando en su puerta. Lo pasa por alto todos los días sin ofrecerle ni un trozo de pan, mucho menos dinero para comprar el almuerzo.

Otro aspecto llamativo de la parábola es la petición del rico, ya sufriendo tormento en el lugar de castigo. Le pide a Abrahán, figura que representa a Dios, que envíe a Lázaro a sus hermanos para advertirles que no sean tan descuidados de los pobres como lo fue él. Se le puede reconocer al hombre que piense en otras personas y no en su propia desgracia. Pero ya es demasiado tarde. Debió haber pensado en los demás mientras vivía. Además, solo piensa en sus hermanos y no en personas ajenas.

El rico cree que sus hermanos se arrepientan si se les apareciera un muerto. Pero Jesús dice que difícilmente cambiarían sus modos, aun si vieran a alguien resucitado de entre los muertos. Tiene razón por tres motivos. Primero, ya se les han dado las Escrituras con este mismo mensaje, pero sin resultado positivo. Segundo, los judíos en general rechazaron la predicación de los testigos apostólicos a la resurrección de Jesús. No es probable que los hermanos del rico, que evidentemente son judíos, aceptarían la validez de su propia vista de una persona resucitada de entre los muertos. Finalmente, la persona natural no se satisface con una señal o dos, ni siquiera con una docena, para creer en lo sobrenatural. Siempre pedirá otra. Lo que se necesita para aceptar la revelación de Dios no son pruebas ni argumentos, sino la fe.

La Carta a los Hebreos describe la fe como “la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11). Estas realidades incluyen no solo que Dios creó a los hombres y mujeres, sino también que va a juzgarlos. Creemos que, al final, Dios señalará a cada uno de nosotros hacia la vida eterna o, como dice el evangelio, hacia el “lugar de tormento”. Los criterios para este juicio serán las normas de la justicia establecidas en la naturaleza y en las Escrituras, particularmente aquellas reveladas por Jesucristo. Si vamos a realizar nuestro destino cristiano, tenemos que dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, y visitar a los enfermos y encarcelados. Si no rendimos estos servicios en la vida, el Señor nos promete que vamos a ser desilusionados en la muerte.


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