EL
VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO
(Habacuc 1:2-3; 2:2-4; II Timoteo 1:6-8.13-14; Lucas 17:5-10)
Las tres
lecturas de hoy llaman nuestra atención. En el evangelio, los apóstoles piden a
Jesús: “Auméntanos la fe”. Esta súplica ha resonado a través de los
siglos. Gentes de todas las épocas han sentido que sus pies resbalándose en el
seguimiento del Señor. Nunca ha faltado la fe en Dios como Creador y Redentor.
Sin embargo, muchos han tenido dificultad para confiar en la Iglesia que el
Hijo de Dios dejó como guía para el cumplimiento de sus promesas. No aceptan
sus sacramentos ni su doctrina como los medios de santificación.
El ambiente
del mundo ha sido, muchas veces, un desierto que no nutre la fe viva. No
importa la época, siempre ha sido difícil el seguimiento de Cristo. En la Edad
Media, las grandes plagas que mataban en diferentes partes a la mitad de la
población hicieron de la tierra un “valle de lágrimas”. En el tiempo de la
Revolución Industrial, multitudes vivían en condiciones infrahumanas que
fomentaban el odio y la rebelión. En el siglo pasado, la televisión creó un
nuevo desierto de distracciones que alejaba la atención de Cristo, tanto en la
oración como en el servicio.
La era del
Internet tampoco ha liberado a la humanidad de la sensación de estar perdida.
Ahora los dispositivos han tomado el control de la vida de muchos. Los jóvenes,
en particular, están golpeados por la facilidad de acceder a la pornografía,
que corrompe no solo las relaciones sanas, sino también las mentes. Las
pantallas han llevado a muchísimos a un mundo virtual, no real, con relaciones
superficiales y experiencias casi vacías de significado. Incluso muchos
católicos se han conformado con “la misa en la tele”. Les atrae porque no
requiere el esfuerzo de vestirse, viajar o encontrarse con personas incómodas.
Pero siguiendo ese modo de rezar, se pierde la oportunidad de recibir al Señor
en la Santa Comunión y de unirse significativamente con la comunidad.
Una
caricatura estrenada el Día de Acción de Gracias del año pasado resume bien el
predicamento de la fractura social que vivimos hoy. En la primera escena, una
familia de hace treinta años se reúne alrededor de la mesa festiva; todos
conversan entre sí con sonrisas en sus rostros. En la segunda escena, la misma
familia se sienta hoy en la sala, pero todos miran sus teléfonos con caras
aburridas.
Nos
preguntamos cómo podemos sacar a nuestros familiares de este desierto digital.
Somos semejantes al profeta Habacuc en la primera lectura, cuando clama al
Señor: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches?”
También nosotros sentimos la necesidad de pedir más fe, como los apóstoles,
para creer que nuestra condición puede salvarse. Pero el Señor nos responde,
igual que a ellos, que ya tenemos suficiente fe: solo hace falta ponerla en
acción.
Esa es
también la respuesta que Pablo da a su joven discípulo Timoteo en la segunda
lectura. El joven enfrenta dificultades como obispo de la comunidad cristiana
en Éfeso. El apóstol le dice que reavive el don del Espíritu que recibió cuando
él le impuso las manos. No se sabe con certeza cuál era el problema, pero
seguramente tenía que ver con las falsas doctrinas que circulaban en ese
tiempo, como la idea de que Jesús no fue verdaderamente humano. Sea como fuere, Pablo urge a Timoteo a
esforzarse en hacer fructificar los dones que le ha otorgado el Espíritu Santo.
Así como
Pablo impuso sus manos sobre Timoteo en el sacramento del Orden, también el
obispo o su delegado ha impuesto sus manos sobre nosotros en la Confirmación.
Ese sacramento nos selló con el Espíritu Santo para servir al Cuerpo de Cristo,
que es la Iglesia. Sus múltiples dones nos capacitan para resistir la obsesión
con los dispositivos que afecta a nuestra sociedad. Nos vigorizan con la fortaleza
para no rendirnos; nos equilibran con la moderación para no alejarnos de los
jóvenes en la misión; y, sobre todo, nos orientan con el amor para asegurar que
nuestros esfuerzos sean siempre para la gloria de Dios y el bien de los demás.
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