El domingo, 7 de diciembre de 2026

 

II DOMINGO DE ADVIENTO 
(Isaías 11:1-10; Romanos 15:4-9; Mateo 3:1-12)

Hoy es el segundo domingo de Adviento. Se puede llamarlo también “el Domingo de Juan Bautista”. Cada año, en este día, el evangelio destaca a Juan el Bautista. Este año leemos la presentación de Juan en el desierto según san Mateo. El año próximo se presenta Juan según san Marcos y, en 2027, Juan según san Lucas. En ningún año escuchamos la voz de Jesús en este segundo domingo, aunque su presencia siempre permea el trasfondo.

La información biográfica de Juan proviene mayormente del Evangelio de Lucas. Nació como hijo del sacerdote Zacarías y de su esposa estéril, Isabel. Por orden de Dios se llamó “Juan”, que significa “Yahveh es misericordioso”. Fuera de María y José, Juan fue el primero en reconocer a Jesús como el Señor. Cuando María, embarazada de Jesús, visitó a su pariente Isabel, que llevaba a Juan en su seno, Juan saltó para homenajearlo. Después de su nacimiento, Zacarías predijo que él iba a ir delante del Señor preparando sus caminos. Juan vivió como asceta en el desierto, alimentándose solo de langostas y miel silvestre.

En la lectura de hoy Juan está pregonando la próxima venida del Mesías. “Arrepiéntanse —dice—, ya está cerca el Reino de Dios”. Según la tradición judía, el Mesías inauguraría el eterno Reino de Dios. Juan lo mira con el más alto respeto cuando proclama: “Yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias”. Semejante a Jesús, Juan encuentra a los saduceos y fariseos culpables de hipocresía. “Raza de víboras” los llama, aunque no los considera perdidos. Si se repinten, Juan los bautizará con agua para señalar su intención de vivir justamente. Sin embargo, a aquellos que no se arrepientan de verdad, Juan los dejará al Mesías para que los queme con fuego.

Mateo sigue desarrollando la historia de Juan con su bautismo de Jesús, su prendimiento y su muerte. Cuando Jesús se presenta ante él para ser bautizado, Juan se resiste, diciendo que él debería ser bautizado por Jesús. Sin embargo, cuando Herodes Antipas lo arresta, Juan muestra alguna duda de que Jesús sea el Mesías. Esperaba a un Mesías que quemara a los pecadores, pero Jesús prefiere dialogar e incluso comer con ellos. Por eso Juan envía a dos discípulos para interrogarlo: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” Jesús no les da una respuesta directa. Les dice: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres”.

No se sabe si Juan fue a su verdugo convencido de que Jesús es realmente el Mesías. A lo mejor sí, pues Mateo incluye su ejecución en su evangelio. Ciertamente la Iglesia piensa en Juan así, al incluir la historia de Juan como testimonio de la venida del Salvador durante el Adviento. Al hacerlo, la Iglesia nos ofrece la oportunidad de reafirmar nuestra fe en Jesús.

La gente en todas partes pone peros a la fe. Algunos judíos no creen porque, según ellos, cuando venga el Mesías todo va a cambiar. Pero los engaños, robos y homicidios continúan. Otros no creen porque el retorno de Jesús al mundo ha tardado veinte siglos y aun ahora no vemos indicaciones de que vendrá pronto. Todavía otros no creen porque ven a los cristianos —supuestamente adoctrinados con el evangelio— comportándose moralmente como cualquier grupo. Eso es, ven a la mayoría de los cristianos como hipócritas. No viven como personas redimidas.

En favor de Cristo como Mesías tenemos su legado, tan profundo como amplio. Su enseñanza es sana y provechosa. Sus seguidores cubren ya toda la tierra. Su beneficio al mundo ha sido enorme, desde alimentar a los indigentes hasta educar a los líderes cívicos. Otro motivo es el testimonio de quienes afirmaron haber visto a Jesús resucitado de entre los muertos. En casi todos los casos dieron sus vidas para proclamar lo que vieron. Finalmente está nuestra propia experiencia. ¿Quién de nosotros no ha pedido la ayuda de Jesús sin recibirla, no solo una vez, sino muchas veces?

El hecho de que Jesús no haya manifestado su señorío de modo espectacular a todos no es necesariamente un impedimento para la creencia. Puede considerarse más bien una manifestación de la consistencia de parte de Dios. Desde el tiempo de Abrahán, Dios ha pedido a los hombres y mujeres el asentimiento de la fe. Nos ha capacitado con el libre albedrío para aceptar a Jesús como la revelación plena de Dios o para rechazarlo. Nosotros, los seres humanos, tenemos que decidir por él o en su contra y vivir en armonía con esa decisión. Es la cuestión más significativa de nuestras vidas.

El domingo, 30 de noviembre de 2025

 

I Domingo de Adviento

(Isaías 2:1-5; Romanos 13:11-14a; Mateo 24:37-44)

Hoy comenzamos ambas la temporada de Adviento y las lecturas dominicales del Evangelio según San Mateo.  Vamos a considerar Adviento más tarde.  Ahorita pensémonos en el Evangelio de Mateo.  Todos los evangelios son obras de maestro cada uno con sus rasgos distintivos.  Se nota el Evangelio de Mateo entre otras cosas por la reflexión en las obras buenas, el uso del Antiguo Testamento para denotar a Jesús como el Mesías, y la estructura de cinco reportajes del ministerio de Jesús cada uno seguido por un discurso largo.

Se toma el evangelio de hoy del quinto y final discurso de Mateo.  Jesús está enseñado a sus discípulos sobre el final de los tiempos.  Les urge que sean preparados para su regreso no por escrutando los cielos para señales sino por haciendo obras buenas por los demás.  Jesús terminará este discurso con la profecía famosa de la separación de los buenos de los malos.  Dice que se reconocerán los buenos por tales obras como dar de a comer a los hambrientos y acogerse a los extranjeros. Ellos tendrán puestos en el Reino de cielo.  Entretanto los malos, que no han ayudado a los necesitados, serán mandados al lugar del fuego.

Las instrucciones de Jesús reflejan la profecía de Isaías en la primera lectura.  Dice el antiguo profeta que en los tiempos venideros gentes de todas partes del mundo vendrán al “monte de la casa del Señor”.  Allá aprenderán los verdaderos caminos de la paz.  Isaías tiene en mente el Monte de Sión, una metáfora para Jerusalén.  Al enseñar en Jerusalén en el evangelio de hoy, Jesús reparte el aprendizaje que la paz que buscan las naciones es el fruto de obras buenas.  Nos recuerda del dicho del papa San Pablo VI: “Si quieren la paz, trabajen para la justicia”.

El “monte de la casa de Señor” puede ser también dondequiera resida el Señor.  En este sentido se incluye el lugar donde Jesús entregó su “Sermón del Monte”.  Este discurso es el primero de los cinco de Mateo.  Aparte de los Diez Mandamientos, el Sermón es la enseñanza más reconocida sobre la moral en la Biblia.  En ello Jesús declara que los misericordiosos obtendrán la misericordia y que aquellos que trabajan por la paz serán llamados “hijos de Dios”.  Además, el Sermón reta a los discípulos de Jesús a dar préstamo a quien pida y a caminar dos kilómetros con quien que pida acompañamiento por un kilómetro.  El discurso también es notado por llamar a los discípulos “la luz del mundo”.  San Pablo en la segunda lectura exhorta a los cristianos romanos que se revistan con luz.

Después de componer lo que iba a hacerse doctrina básica cristiana en la primera parte de la Carta a los Romanos, Pablo se dirige a la aplicación de la teología a la vida.  La segunda lectura hoy viene de esta segunda parte práctica.  Dice que el amor al prójimo cumple la ley.  Pues la persona que ame no mata, ni comete adulterio, ni roba, ni codicia.  Más bien, el cristiano verdadero desecha “las obras de las tinieblas” para “revestirse con las armas de la luz”.

“Las obras de las tinieblas” refieren a los pecados sexuales como la fornicación.  Incluyen también la falta de caridad como cuando los miembros de la comunidad no ayudan a los necesitados.  Asimismo, “armas de la luz” abarcan obras de caridad.  Deben ayudar aún a los enemigos a quienes faltan las necesidades básicas.

Hemos entrado a Adviento.  Es tiempo de buena voluntad hacia todos.  Obras de caridad son tan partes de este tiempo como Santa Claus.  De hecho, Santa Claus es el modelo de obras buenas.  No es que sirvamos a los demás solo durante el mes de diciembre.  Más bien, nuestra caridad durante este mes nos acostumbra a ser serviciales siempre.  Como Jesús urge en el evangelio hoy y como Pablo escribe a sus queridos corintios, hacer obras buenas es parte de nuestra identidad como cristianos.

 

El domingo– 23 de noviembre de 2025

 

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo 
(II Samuel 5:1-3; Colosenses 1:12-20; Lucas 23:35-43)

Este año marca el centenario de la celebración de Cristo Rey como solemnidad universal. El papa Pío XI inauguró esta fiesta en 1925 con dos motivos: dar gracias por el fin de la Primera Guerra Mundial y reconocer la caída de cuatro monarquías europeas. La celebración nos enseña que los reyes y otros gobernantes tienen legitimidad en la medida en que su manejo de los asuntos públicos se conforme al Reino de Cristo. Recordamos aquí las palabras de santo Tomás Moro, canciller del rey y mártir inglés, cuando proclamó delante de la guillotina: “Soy un buen siervo del rey, pero primero de Dios”.

Para apreciar la solemnidad de Cristo Rey, conviene volver a los primeros capítulos del Génesis. Dios reinó sobre toda la creación que había hecho. Pero, al crear a los seres humanos, les dio dominio sobre la tierra y el mar. Les dijo: “… llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra”. El hombre y la mujer vivieron en paz con Dios por un tiempo, pero no tardaron en caer bajo la influencia del pecado. Al intentar hacerse iguales a Dios, primero la mujer y luego el hombre comieron del fruto del Árbol de la ciencia del bien y del mal. Por este acto de desafío en efecto le cedieron al diablo —es decir, al pecado— su soberanía sobre el mundo. Desde entonces, ha sido el plan de Dios retomar el poder enviando a su Hijo. Cristo conquistará la maldad para restaurar la paz entre Dios y los hombres. Su victoria significará el restablecimiento del orden correcto: Jesús será soberano, y los seres humanos ejercerán su propia autoridad sobre la tierra. La historia de Cristo Rey es también la historia de la salvación.

Miremos las lecturas de hoy para entender mejor cómo Cristo es Rey. La primera describe la ceremonia de investidura de David como rey de todo Israel. Ya había sido ungido rey de Judá, su propia tribu, y ahora es reconocido también por las tribus del norte. Con el tiempo será considerado el rey más grande en la historia de la nación. No solo conquistará un territorio vasto -- desde Egipto hasta el río Éufrates -- sino también tendrá una relación estrecha con el Señor. Sin embargo, David no será el rey ideal. Caerá gravemente al tener relaciones íntimas con la esposa de otro hombre y al causar la muerte de ese hombre cuando el adulterio resultó en un embarazo. También realizará un censo del reino desafiando a Dios, y sus numerosas guerras culminarán en la muerte de multitudes. Por grande que sea, David no podrá guiar a la humanidad a conformarse plenamente con la voluntad de Dios.

Sin embargo, el descendiente de David —Jesús de Nazaret— perfeccionó el reinado de su antepasado. Nacido de su linaje, Jesús fue ungido, en sus propias palabras, “para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Además, cumplió estas metas sin derramar la sangre de otros. Su modo de actuar fue predicar, sanar y morir en la cruz como un sacrificio inocente. En el Evangelio de hoy es proclamado rey irónicamente por el letrero en la cruz y por los labios de las autoridades, los soldados y el ladrón no arrepentido. Pero también es reconocido como Rey por el “buen ladrón”, quien dice: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”.

La segunda lectura, de la Carta a los Colosenses, presenta en un amplio arco el logro de Jesucristo y su lugar en el orden del universo. Por el derramamiento de su sangre en la cruz, Cristo ha redimido a la humanidad de las tinieblas del pecado. Ahora vivimos en su luz y conocemos la paz con Dios Padre. Además, el sacrificio de Cristo sometió al mal y reconcilió todas las cosas con Dios. Por eso el Padre le dio la plenitud, incluso el reconocimiento de ser “Rey del Universo”. Como miembros de su cuerpo, nosotros participamos nuevamente en la administración de la tierra.

Llegamos al final del año litúrgico. Con el reconocimiento de Jesucristo como Rey del Universo, adquirimos un sentido del fin de los tiempos. Tenemos la confianza de que, si somos fieles a Él, las tinieblas del pecado no podrán dominarnos de nuevo. Al contrario, unidos a Cristo, reinaremos con Él para siempre.

 

El domingo, 16 de noviembre de 2025

 

XXXIII DOMINGO ORDINARIO 
Malaquías 3:19-20; II Tesalonicenses 3:7-12; Lucas 21:5-19

Hoy, en el Evangelio encontramos a Jesús en Jerusalén. Ha completado su largo viaje desde Galilea. De hecho, está entregando su último discurso al pueblo. En él, subraya tres temas que ha tratado durante el camino. Revisémonos estos temas, cada uno de los cuales toca íntimamente nuestras vidas espirituales.

Jesús está dentro del Templo con la gente. Algunos comentan sobre la solidez del edificio; otros se maravillan de su belleza. Pero Jesús les advierte contra poner la fe en las cosas creadas como si fueran eternas. Este es el primer tema para nuestra reflexión. Dice Jesús que el Templo, con sus hermosas ofrendas votivas, pronto será demolido. Igualmente desatinada es la fe en hombres que reclaman ser ungidos por Dios. 

Cuando miramos a nuestro alrededor en los nuevos suburbios, vemos muchas casas grandes. Parecen palacios, con habitaciones múltiples para solo pocas personas. No son malas en sí mismas. Pero cuando sus habitantes viven sin ninguna consideración por aquellos cuyos salarios no cubren la renta, entonces esas casas se convierten en tropiezos para la vida espiritual. Lo mismo ocurre con los cruceros, los autos de lujo o cualquier otra cosa extravagante que acapara nuestra atención hoy en día. Tampoco son necesariamente malos en sí, pero pueden interferir con nuestra primera responsabilidad: cumplir la voluntad de Dios.

En su discurso, Jesús predice las persecuciones que sus discípulos tendrán que soportar. Dice que, antes de que lleguen las catástrofes que marcarán el fin del mundo, serán odiados, traicionados, encarcelados e incluso asesinados. La persecución de los discípulos es el segundo tema para nuestra consideración. Los primeros seguidores de Jesús sufrieron matanzas por parte de Herodes en Jerusalén y por el emperador Nerón en Roma veinticinco años después.  Además, hubo muchas otras a lo largo de los siglos. Hoy en día, las persecuciones continúan en Nigeria donde decenas de miles de cristianos han sido asesinados en los últimos diez años.

Pocos de nosotros seremos asesinados por nuestra fe en Cristo, pero eso no significa que no enfrentaremos persecución. Cuando fue nominada para la Corte Suprema de los Estados Unidos, la jueza Amy Coney Barrett fue criticada por miembros del Congreso por ser una católica extrema. El cargo en su contra fue que cree que el aborto es malo. Si expresas tu fe abiertamente—por ejemplo, bendiciendo la comida en un restaurante o mencionando cómo Cristo te ha ayudado— no dudes que más temprano o más tarde serás ridiculizado. Incluso algunos familiares pueden criticarte por ser fiel a los fundamentos de la fe.

Jesús no deja de anunciar la buena noticia. Después de advertir sobre las dificultades que vendrán, nos asegura los beneficios de unirnos a él. Su frase: “... no caerá ningún cabello de la cabeza de ustedes” es difícil de entender, ya que muchos discípulos han sufrido el martirio. Quizás quiere decir que el Padre, que tiene contados los cabellos de sus hijos (Lc 12,7), no permitirá ser perdidos aquellos que sufren por causa de Jesús. De todos modos, después de esta frase difícil, Jesús asegura a sus fieles: “Si se mantienen firmes, conseguirán la vida”. La vida que tiene en mente es la que durará para siempre: la vida eterna. Este es el tercer tema del discurso de Jesús.

Nuestra esperanza de que nuestra vida no termine con la muerte corporal es fundamental para la vida cristiana. Los apóstoles predicaban a Jesús resucitado de entre los muertos. San Pablo se atrevió a escribir: “... si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó”. Recientemente, un sociólogo famoso escribió sobre su conversión a la fe en Cristo. El estímulo para su creencia recién encontrada fue la evidencia científica de que el alma existe fuera del cuerpo. Nuestra fe cristiana va mucho más allá de la supervivencia del alma. Afirma la resurrección del cuerpo al final de los tiempos. Sin embargo, desde los primeros siglos, la Iglesia ha depositado su fe en la continuación del alma hasta que se reúna con el cuerpo.

El próximo domingo concluiremos la lectura del Evangelio de San Lucas en los domingos. El evangelista nos ha entregado varias lecciones sobre la espiritualidad cristiana. Además de lo que hemos revisado hoy, hemos sido instruidos a ser compasivos con los que sufran, inclinados a perdonar a aquellos que nos ofendan, y persistentes en la oración. Sigamos adelante ahora con Jesús como guía a una vida más rica que jamás terminará.

El domingo, 9 de noviembre de 2025

 Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán

(Ezequiel 47:1-2.8-9.12; I Corintios 3:9-11.16-17; Juan 2:13-22)

Quizás ustedes se pregunten como yo ¿por qué celebramos la dedicación de una iglesia?  También, ¿cómo es que la fiesta de la dedicación puede desplazar un domingo cuando celebramos el día del Señor?  Sí parece extraño, pero la Basílica de San Juan Letrán es la catedral del obispo de Roma, el papa, el líder de la Iglesia universal.  Por eso, estamos celebrando hoy no solo la Basílica de Letrán sino también todas las iglesias del mundo.

El término “iglesia” tiene diferentes aspectos que vamos a explorar.  Sin embargo, para la mayoría de nosotros iglesia significa el edificio donde se da culto a Dios.  Así tiene una significación especial.  Es lugar santificado no solo con la Eucaristía y las reliquias de los santos sino también las oraciones de los fieles.  Sus voces han resonado en muchas iglesias por siglos haciendo el templo santo.  Así es el caso con la Basílica de Letrán.  Además, la iglesia es lugar privilegiado del encuentro entre Dios y los seres humanos.  Por esto, cuando entramos una iglesia nos persignamos con el agua bendita purificándonos de la inmundicia del mundo antes de encontrar al Señor.

Hablamos también de la iglesia como la comunidad que se congrega para orar.  La raíz de la palabra iglesia viene del hebreo qahal que quiere decir asamblea.  Se traduce qahal a la palabra griego ekklesia de que se formó el latín ecclesia y el español iglesia.  Se ve la iglesia como comunidad de discípulos de Cristo en la segunda lectura hoy. San Pablo llama la comunidad cristiana en Corinto “templo de Dios”.   Quiere decir que los hombres y mujeres que comprenden esa comunidad están aprendiendo cómo actuar como el Cuerpo de Cristo en el mundo.  El papa León tenía esta idea en cuenta exhortó a los católicos congregados en Chicago para honrarlo a “construir una comunidad” de la luz y la esperanza.

Una comunidad de luz y esperanza servirá a los demás para que el mundo conozca a Cristo.  En la primera lectura del profeta Ezequiel, las aguas procedan del Templo para regar los árboles frutales.  En torno las frutas de los árboles servirán para alimentar a la gente, y sus hojas producirán medicinas para curar a los enfermos.  Igualmente, la Iglesia es siervo al mundo con un sinnúmero de caridades y hospitales proveyendo las necesidades corporales de la gente.

Sobre todo, la comunidad de Cristo, la Iglesia, es sacramento. Eso es, la iglesia es un signo establecido por Cristo para transmitir la gracia de Dios.  ¿Cómo puede ser sacramento? Desde sus años más antiguos la Iglesia se ha identificado con el Cuerpo de Cristo.  Jesús mismo en la lectura del Evangelio según San Juan que leemos hoy, se identifica su Cuerpo con el Templo donde se ofrecen sacrificios.  De veras, su Cuerpo se hizo el sacrificio perfecto en la cruz emitiendo la gracia que perdona pecados y justifica a pecadores.  Ahora se celebra este mismo sacrificio dondequiera la comunidad de Cristo se congrega.  Procediendo de la misa al mundo la comunidad irradia la santidad de Jesucristo a todos.

La Iglesia como servidor del mundo, comunidad de discípulos, y sacramento no agotan sus aspectos.  Muchos conocen la Iglesia por su jerarquía, sus reglas, y sus organizaciones.  Eso es, conocen la Iglesia como una institución.  Porque ha sido institución, ha podido mantenerse por casi dos mil años de historia.  Otra dimensión aspecto de la Iglesia es heraldo anunciando Jesucristo como Salvador del mundo.  No seríamos fieles a Cristo si no proclamáramos esta buena noticia.  Finalmente, la Iglesia es un misterio imbuido con la presencia de Dios.  La participación humana ha creado faltas en la actuación de la Iglesia, pero ha podido superar los desafíos de los siglos por esta presencia permanente de Dios.  En fin, Dios estará presente entre nosotros mientras permanezcamos formando parte de la comunidad de Cristo.


El domingo, 2 de noviembre de 2025

 

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos 
(Sabiduría 3:1-9; Romanos 5:5-11; Juan 6:37-40)

Ahora, en noviembre, los vientos fríos han comenzado a soplar, al menos en las tierras norteñas. Los días oscurecen temprano y los árboles han perdido sus hojas. La muerte está en el aire, y algunos de nosotros la sentimos en los huesos.
Al llegar a los setenta u ochenta años, ya no tenemos la misma energía de antes. No podemos trabajar todo el día ni divertirnos hasta muy noche. Muchos conocidos de tiempos pasados —parientes, maestros, compañeros— se han marchado de este mundo. Además, el mundo contemporáneo, con sus miles de novedades, nos deja desorientados, como si despertáramos una mañana en un país extranjero.

Es tiempo de prepararnos para la muerte. La muerte nos lleva de la vida como un camión que recoge los muebles cuando nos mudamos. Es un acto pasivo que podemos resistir por un tiempo, pero al final a que debemos rendirnos. Sin embargo, la muerte puede ser también un acto positivo. No hablamos aquí del suicidio, que no es más que una aceleración de lo pasivo. Pensamos, más bien, en aprovechar la muerte como una oportunidad de encontrarnos con Cristo. En la Carta a los Filipenses, san Pablo escribe: “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). El apóstol espera su muerte como la novia que se prepara para ser recogida por su amado. Nuestra meta es vivir con el Señor para siempre. El evangelio de hoy nos indica el camino: Jesús dice que quienes lo vean y crean que Él es el Señor, el Hijo de Dios, tendrán vida eterna.

Existen fuerzas en nuestra sociedad que van en contra de nuestro deseo de ver la muerte como ganancia. Trivializan la muerte, como si representara únicamente el final de la vida, con poco valor en sí misma. Quienes la consideran así no esperan en Cristo como su Salvador eterno. Para ellas, la vida está limitada entre el nacimiento y la muerte, y su valor se mide solo por lo que sucede dentro de esos confines.

Uno de los factores que trivializan la muerte se ve en la forma en que hoy se celebra Halloween. Ya no es la víspera de Todos los Santos, el día en que se permiten las almas inquietas a vagar por el mundo para buscar consuelo. Ahora el día está saturado con imágenes de muerte violenta para asustar a los ingenuos, hasta que, como ocurre con Santa Claus en Navidad, ya nadie les presta fe.
El suicidio asistido también oscurece el significado de la muerte como umbral hacia el encuentro con el Señor. Quienes optan por este modo de morir ven la vida como digna solo mientras produce recompensas terrenales. No entienden que existe una dimensión transhistórica en la vida humana que requiere como la entrada el sacrificio del yo para hacer la voluntad de Dios.
Finalmente, vemos la trivialización de la muerte en las “celebraciones de la vida” que muchos prefieren hoy en día en lugar de un funeral. Estos eventos a menudo olvidan los pecados del fallecido y hacen poca referencia a sus virtudes. Con frecuencia se enfocan en las incongruencias de su vida para entretener a los presentes.

Nuestra tradición católica es, con razón, más solemne. Llevamos el cuerpo a la iglesia acompañado de su familia y amigos. Buscamos consolarnos unos a otros por la pérdida del ser querido. Nuestra presencia reconoce los logros del difunto mientras damos gracias a Dios por sus virtudes. No menos importante, rezamos para que sus vicios sean purificados, a fin de que pueda entrar en la presencia del Señor.

Hoy, en el Día de Todos los Fieles Difuntos, tenemos otra oportunidad para orar por los muertos. Pedimos a Dios no solo por nuestros seres queridos fallecidos, sino también por los sinnúmeros difuntos anónimos. Queremos que el Señor perdone sus pecados y purifique sus faltas. A cambio, podemos esperar que otros en algún momento y lugar del futuro oren por nosotros.

 


El domingo, 26 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico 35:12-14, 16-18; II Timoteo 4:6-8, 16-18; Lucas 18:9-14)

Las parábolas del Evangelio según san Lucas son como las baladas en la radio: a menudo  transmiten la sabiduría de una manera atractiva. En el evangelio de hoy, Jesús nos ofrece otra parábola fascinante. Esta vez nos enseña cómo orar mediante la historia del fariseo y el publicano que rezan en el Templo. Ambos vivieron en circunstancias distintas a las nuestras. Sin embargo, al vernos reflejados en los dos, podemos aprovechar abundantemente la lección.

Aunque los fariseos parecen villanos en los cuatro evangelios, ellos salvaron al judaísmo de la extinción. Después del derrumbe del Templo, los fariseos reorganizaron la religión en torno a la Ley de Moisés. Para asegurar su cumplimiento, desarrollaron costumbres conocidas como la ley oral. Jesús se opuso a esta nueva ley por estar demasiado preocupada con los detalles. Dijo que, al procurar cumplirla, los fariseos a menudo se olvidaban de la primacía de la compasión. Los acusó de agobiar a los pobres con prácticas innecesarias.

Jesús tuvo algunos fariseos como amigos, pero, en general, los consideró arrogantes y despiadados. Por eso, pone a un fariseo como ejemplo de la manera incorrecta de orar en el evangelio de hoy. Lo caracteriza con los vicios que afectan a muchos reformadores: pensar en sí mismo como mejor que los demás; tener prejuicios contra otros tipos de personas; carecer de humildad ante Dios; y preocuparse por dejar una buena impresión.

Aunque no nos gustan las actitudes de los fariseos, no es raro que nos comportemos de manera semejante. Por supuesto, como ellos, practicamos regularmente nuestra religión —y eso no es malo—. Sin embargo, también como ellos solemos justificar nuestras faltas. Además, estamos inclinados a considerarnos mejores que la mayoría de la gente, y casi tan buenos como los verdaderamente santos. Somos lentos para reconocer nuestras propias faltas, pero rápidos para notar las de los demás. Queremos que se nos reconozca como inteligentes, atractivos, trabajadores y generosos, aunque no siempre lo seamos. Por eso, no nos abstenemos de fingir esas cualidades.

Los publicanos recaudaban impuestos en nombre del Imperio romano. En su mayoría eran romanos, pero se permitía que algunos judíos ocuparan ese oficio. Por colaborar con los opresores, los publicanos judíos provocaban el resentimiento del pueblo. Su trabajo les daba la oportunidad de extorsionar a la gente, lo que generaba aún más rencor.

Jesús pasó bastante tiempo con los publicanos en su esfuerzo por proclamar la misericordia de Dios. Es posible que los encontrara más dispuestos a arrepentirse que a otros. Al menos, Zaqueo —el jefe de los publicanos— demostró buena voluntad de arrepentirse cuando se encontró con Jesús en el evangelio que habríamos leído el próximo domingo si no fuera por el Día de Todos los Fieles Difuntos.

Como los publicanos, nosotros también estamos inclinados a la avaricia. Incluso es posible que participemos en pequeños engaños para ganar más dinero. Sin embargo, también como el publicano de la parábola, golpeamos nuestro pecho durante la misa y pedimos perdón al Señor en el Sacramento de la Reconciliación.

Pero pedir perdón no basta para ser justificado. Los pecadores deben reformar sus vidas. En el caso del publicano de esta parábola, se da por sentado que hizo los cambios requeridos. En la historia de Zaqueo, el jefe de los publicanos promete dar la mitad de sus bienes a los pobres antes de que Jesús lo declare salvado.

En un domingo este pasado verano, aprendimos de Jesús que debemos servir a los demás como el Buen Samaritano. Luego, el domingo siguiente, nos enseñó que es mejor escucharlo como María que servirlo como Marta. Jesús no se contradijo, sino que nos invitó a discernir bien los momentos para escucharlo y los momentos para servirlo. De modo semejante, los evangelios del domingo pasado y del de hoy están coordinados. Recordamos cómo nos instruyó el domingo pasado a orar persistentemente con la parábola de la viuda y el juez corrupto. Hoy nos explica que la oración constante no basta si no está acompañada por la humildad ante Dios.

Aunque somos arrogantes como el fariseo y avariciosos como el publicano, no estamos perdidos. Por la humildad del arrepentimiento y la oración del corazón contrito, Jesucristo nos justificará. Sin arrepentimiento, la oración es presunción; con arrepentimiento, la oración nos gana la salvación.