El domingo, 13 de junio de 2010

XI Domingo de Tiempo Ordinario,

(II Samuel 12:7-10.13; Gálatas 2:16.19-21; Lucas 7:36-50)

Era medio día en Esquipulas, Guatemala. Muchas personas entraban y salían del famoso santuario del Cristo negro. Adentro una indígena se preparaba por una estancia larga. Marcó un espacito para sí misma colocando velas en todos lados. Tenía negocio con el Señor, y ni nada ni nadie iban a interferir con su empresa. Podemos ver a la “mujer de mala vida” que se encuentra en el evangelio hoy teniendo el mismo empeño.

La mujer viene a la casa donde Jesús. Empieza hacer cosas que nos parecen excéntricas y aún en el tiempo antiguo son extrañas. Llora sobre los pies de Jesús y los enjuga con su cabello. Entonces los unge con perfume y los besa. Estas acciones indican su comprensión que está en presencia de un ser que es más que humano. Como un hindú caminaría sobre ascuas para dar culto a sus dioses o un hombre del orden de los Hermanos Penitentes en Nuevo México se crucifica para honrar al mismo Cristo, con su ritual la mujer reconoce a Jesús como el Señor Dios. Hace la misma afirmación que hacemos nosotros cuando respondemos “Amen” al ministro dándonos el Cuerpo de Cristo.

Pero algunas personas opinan diferentemente. Dicen que la hostia es sólo un símbolo. Otras personas se ríen completamente de la idea pensando que nosotros católicos somos necios por pasar la mañana de domingo en la iglesia. De un modo estas críticas parecen como la de Simón el fariseo en la lectura. Él concluye que Jesús no puede ser profeta porque permite que la mujer lo toque. Según este fariseo, un hombre de Dios sabría quien es digna y quien no es.

Sin embargo, Jesús se revela como un profeta y más. Como profeta reconoce la soberbia del fariseo que juzga a la mujer injustamente. Sólo un verdadero vidente puede distinguir así entre un ofrecimiento sincero y la pretensión de los santurrones. Como Dios Jesús perdona los pecados de la mujer. Ciertamente esto no es un perdón frívolo que no le cuesta nada como cuando el gobierno cancela los impuestos de los pobres que no tienen con que pagar. Más bien, Jesús sufrirá la crucifixión por los pecados de la mujer y por los nuestros. Precisamente es su gran compasión yendo al último extremo por cada uno y todos los humanos que muestra Jesús cómo Dios.

Dice a la mujer, “Tu fe te ha salvado”. Démonos cuenta que no es el amor de la mujer que crea el perdón sino su confianza en Jesús como la revelación de Dios. Del mismo modo es nuestra fe en él que nos viene en la Eucaristía que hace posible nuestra salvación. Cuando recibimos la hostia, estamos en posesión en primer lugar no del poder que creó el universo sino de la compasión que nos libera del pecado. Como un pedacito de uranio enriquecido puede descargar la energía de una bomba atómica, así consumiendo el santo pan de la Eucaristía nos hacemos en hijos e hijas de Dios perdonados de pecados.

Una vez se preguntó a los padres de un sacerdote recientemente ordenado si jamás han tenido una experiencia imponente. Cuando la pareja no supo que contestar, se le ayudaron – “como ver el nacimiento de un bebé o el sol levantándose sobre el mar”. Entonces el hombre dijo que sí, que tuvo una tal experiencia. Explicó que ocurrió la primera vez que estaba con su hijo cambiando el pan en el Cuerpo de Cristo. Es cierto; tenemos en la Eucaristía una cosa realmente imponente. Es cierto; en la Eucaristía tenemos a Dios.

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