LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO
(Génesis 14:18-20; I Corintios 11:23-26; Lucas 9:11-17)
Volvámonos al principio, el libro de Génesis. Aunque no sea la historia exacta, nos dice la verdad. Dios nos ha dado de comer desde siempre. En el jardín les ofreció a Adán y Eva los frutos de todos los árboles con la excepción del árbol del conocimiento del bien y el mal. Entonces en el desierto cuando los israelitas les pedían pan les regaló el maná y cuando insistían en carne les dio codornices. Jesús, el Dios encarnado, también proveía comida. En el evangelio de hoy lo vemos alimentando a cinco mil hombres. Podemos entender el mensaje bíblico como el deseo de Dios para cuidar a nosotros humanos -- al menos eso es la mitad de la historia.
La otra mitad nos entristece. Pues, es la historia de cómo nos hemos probado ingratos a Dios. Vez tras vez hemos desafiado Su generosidad. En el jardín nuestros primeros progenitores comieron del árbol prohibido. En el desierto nuestros antepasados en la fe de Abrahán se quejaron de que estaban hartos del maná y de los codornices. A Jesús le hemos rechazado también. Pues, los pecados de todos lo clavaron a la cruz.
Tenemos que averiguar el motivo de nuestro mal crianza. ¿Por qué hemos mordido la mano que nos ha dado de comer? Volviendo a Génesis vemos cómo la serpiente tentó a la mujer con el propósito de que los dos fueran dioses que determinarían por sí mismos lo que es bueno y que no es. Todavía deseamos esta misma autonomía. No nos gusta someternos a la voluntad de nadie, ni siquiera a Dios, cuando no nos conviene. Más bien, queremos hacer todo, como dice la canción, “a mi modo”. Vemos este tipo de comportamiento particularmente en asuntos sexuales. El hombre y la mujer modernos frustran la ley natural de Dios por el uso de anticonceptivos. Más grave aun, ya están dispuestos a tirar los embriones – eso es, seres humanos nacientes – en su empeño para hacerse embarazados por mecanismos científicos.
Graciosamente Dios no nos ha abandonado a pesar de nuestra tendencia a independizarnos de Él. Más bien nos sigue bendiciendo con la comida que supera esta inclinación. En la noche antes de su muerte Jesús hizo una última comida con sus discípulos. Anticipando la crucifixión, él proclamó el pan que iban a compartir como su cuerpo y el vino que iban a beber como su sangre. Porque es Dios, su palabra creó la realidad y todos presentes realmente comieron su cuerpo y bebieron su sangre. Por la misma razón, cuando la Iglesia ofrece el pan y el vino en memoria de él, se hacen igualmente su cuerpo y sangre. Este es quien entregó su vida en conforme perfecto con la voluntad de Dios. Tomando esta comida con seriedad, nosotros perdemos el empeño de independizarnos de Dios. De veras, nos vuelve en los hermanas e hermanos de Jesús de modo que como él sólo deseemos lo que quiera Dios Padre.
Una pareja casada estaba en Roma estudiando. Querían tener hijos pero sabían que habría sido difícil entonces. Pero tampoco iban a desafiar la ley natural por usar mecanismos anticonceptivos. Por eso practicaban el método de planificación natural de la familia. Eso es, tener relaciones maritales sólo en la parte del mes cuando la mujer no está fértil como determinado científicamente. No es nada “a mi modo”, pero tampoco es mal crianza. El hombre confesó que era duro porque en cuanto su esposa estaba fértil, más quería acercarse a él. Sin embargo, con el apoyo del cuerpo y sangre de Cristo a los cuales tenían acceso no sólo en la misa sino también en la adoración eucarística, podían refrenarse en los tiempos indicados. Probablemente la experiencia les dejó mejor – más comprometidos a Dios, más seguros de sí mismos por la disciplina que han demostrado, y más amorosos de uno y otro por el sacrificio que han hecho. Es cómo todos nosotros queremos ser, ¿no? – más comprometidos, más seguros, y más amorosos.
Predicador dominico actualmente sirviendo como rector del Santuario Nacional San Martín de Porres en Cataño, Puerto Rico. Se ofrecen estas homilías para ayudar tanto a los predicadores como a los fieles en las bancas entender y apreciar las lecturas bíblicas de la misa dominical. Son obras del Padre Carmelo y no reflejan necesariamente las interpretaciones de cualquier otro miembro de la Iglesia católica o la Orden de Predicadores (los dominicos).
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