El domingo, 23 de octubre de 2011

EL XXX DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 22:20-26; I Tesalonicenses 1:5-10; Mateo 22:34-40)

Fue pura ficción. No obstante, llamó la atención de la gente. Una vez una emisora de radio inició un concurso de combates virtuales para responder a la pregunta: ¿Quién fue el mejor boxeador de todos tiempos? Los directores pusieron en la computadora los datos de los pugilistas más cumplidos con una ecuación para indicar lo cual ganaría. Participaron los nombres de Muhammad Alí, José Louis, Rocky Marciano y varios otros. Bueno, en el evangelio hoy se le pone a Jesús una pregunta semejante.

Un fariseo y doctor de la ley se acerca a Jesús. No viene para consultar al Señor, mucho menos para aprender de él sino para tropezarlo. El fariseo representa el lado oscuro del hombre contemporáneo que no quiere aceptar la autoridad de la Iglesia. No es que le falte la fe. Sí, cree en Dios pero en su propio modo. Simplemente no acepta la verdad que Dios ha establecido la Iglesia para divulgar Su revelación.

Por una gran parte el moderno rechaza las leyes y las reglas declaradas por la Iglesia. Pregunta: “¿Por qué es necesario confesarse al sacerdote?” o, “¿dónde dice la Biblia que es pecado usar los anticonceptivos?” De la misma manera la pregunta del doctor de la ley es para minar la autoridad de Jesús. Le interroga: “¿…cuál es el mandamiento más grande de la ley?” Es ello el primer mandamiento escrito en Génesis: “Sean fecundos y multiplíquense”. O, tal vez, el primero de los diez mandamientos: “Yo soy el Señor, tu Dios…no tendrás otros dioses fuera de mí”. O quizás sea uno más práctico como “No mates” o “No robes”. No importa lo que conteste Jesús, este fariseo tratará de contradecirlo.

Evidentemente Jesús ha reflexionado mucho en esta misma cuestión porque no demora nada en responder. Propone un mandamiento inesperado pero indicativo de toda su enseñanza. Dice: “Amarás al Señor…con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Eso es, que todo que se haga, se piense, y se diga vayan a complacer a Dios. Podemos ver en esta respuesta el motivo para cumplir todas reglas de la Iglesia. Aunque algunos mandamientos no nos hagan mucho sentido – por ejemplo, la obligación de asistir en la misa cuando una fiesta de precepto cae en un día de trabajo – los cumplimos por el amor de Dios. Sí, es posible que los obispos, elegidos por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia, exijan demasiado. Sin embargo, no los obedecemos porque sean sabios sino por el amor de Dios.

Cumplir los mandamientos de la Iglesia es apenas la tarea más retadora. Nos cuesta más cumplir el segundo mandamiento de Jesús: “Amarás a tu prójimo a ti mismo”. Eso es, tenemos que desear el bien tanto por nuestros jefes como por nuestros hijos. Tenemos que rezar tanto por los criminales como por parientes enfermos. Tenemos que buscar la justicia tanto por los inmigrantes como por nuestros paisanos. Porque Jesús llama este segundo mandamiento “semejante” al primero, sólo por cumplirlo podemos amar a Dios.

El doctor de la ley queda callado. No ha tropezado a Jesús. Al contrario, Jesús ha mostrado el verdadero dominio de la ley. De igual manera cuando cumplimos los mandamientos de la Iglesia y, particularmente, el mandamiento de amar al prójimo por amor de Dios, vivimos en la libertad perfecta. No somos súbditos a nada en la tierra – ni el capricho de otras personas, ni la tiranía de leyes, ni el lado oscuro de nosotros mismos. Más bien, demostramos nuestra esencia como hijas e hijos de un Dios que nos ama con más ternura que una madre y más fuerza que un padre.

Jesús no es boxeador; sin embargo, acaba de luchar un concurso de combates. Primero mejoró a los sacerdotes en el evangelio hace dos domingos, entonces a los fariseos y partidarios de Herodes el domingo pasado, y finalmente al doctor de la ley ahora. Con estas victorias se ha probado que no es súbdito a nada en la tierra. Más bien, nos ha mostrado la libertad del hijo de Dios.

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