VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico
3:19-21.30-31; Hebreos 12:18-19.22-24; Lucas 14:1.7-14)
Están
allí día y noche. Al lado mexicano del
puente separando El Paso y Ciudad Juárez siempre se ven varios mendigos. Algunos son indígenas trayendo a sus bebitos
en sus brazos. Otros son cojos con sus
piernas torcidas si tienen piernas. Y
otros los ex adictos en ropas limpias pidiendo limosnas por sus programas de
rehabilitación. Son personas así que
Jesús tiene en cuenta cuando enseña a la gente en el evangelio hoy.
Jesús manda
al jefe de los fariseos que invite a los destituidos a su mesa cuando dé un
banquete. Se preocupa en primer lugar
por aquellos sin comida y casas. Quiere
que tengan pan para sostenerse y asiento para aliviarse del calor del día. También piensa por el rico mismo que no
pierda la oportunidad para ser juzgado como justo en el día del juicio. Hoy día, sabiendo algo más de la sociología, se
quiere extender el mandato de Jesús para considerar otros aspectos de las
relaciones entre los ricos y los pobres.
Cuando
hablamos de darle al pobre un puesto a la
mesa, tenemos más en cuenta que reciba tortillas. Un
puesto a la mesa significa una voz en la gestión de la familia, una participación
en la sociedad. Por una gran parte esta
voz proviene de contribuir al mejoramiento de la sociedad por hacer algo
constructivo, algo de servicio. En
breve, proviene de hacer trabajo. En
algunos casos, como la muchacha severamente débil mental que viene a la oficina
por algunas horas para triturar papeles, el trabajo es marginal. Sin embargo, sea diseñando rascacielos o sea
barriendo sus pisos, el trabajo le da al hombre o la mujer un papel en el
diálogo sobre el bien común. Por eso, se
ha llamado el trabajo “el gran ecualizador”.
Pero el
trabajo es más que eso. Por supuesto, posibilita
los recursos que dan sazón a la vida. Sin el trabajo todos nosotros estuviéramos
buscando nueces y moras en el bosque.
Con el trabajo podemos comer perritos calientes en la partida de fútbol
si queremos o tal vez conducir al campo para una merienda. Por el trabajo podemos pagar al médico para el
tratamiento, al almacenador para la ropa, y al librero para sus
mercancías. Podemos decir sin reserva
que el trabajo hace posible la vida que vale.
Queda
aquí al menos un otro atributo del trabajo que nos falta mencionar. Por una gran parte con el trabajo
desarrollamos nuestros talentos como personas humanas. Aprendemos por el trabajo, si no teóricamente
al menos prácticamente. ¿Quién dudaría
que el sastre conozca mejor cómo cortar pantalones que un académico? Este conocimiento resulta de años de
aprendizaje con las tijeras y los patrones.
También es en el taller que la mayoría aprende cómo llevarse con otros
tipos de personas. Al trabajo nos damos
cuenta de que tenemos que consolar a los tristes, saludar a los no conocidos, y
cuidarnos de los brutos. El trabajo nos hace quienes somos, mejores que
éramos. Por eso, deberíamos nombrar una característica
más del trabajo: nos damos aún más razón de alabar a Dios. Él es la fuente de todas las cosas y a quien
buscamos en todas las empresas. Dijo un
santo: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”. Por eso, en cuanto el trabajo nos haga
posible el perfeccionamiento de nuestro ser, es Dios que forma el objeto último
de toda nuestra labor.
Se celebra
el Día del Trabajo en varios países con desfiles y discursos. En los Estados Unidos es más probable que se
ven familias saliendo en meriendas y a las partidas de fútbol. Sí, importa esta falta de conciencia porque
es por el trabajo que nos conocemos a nosotros mejor y que tenemos una vislumbre
de Dios. Por el trabajo podemos tener
una vislumbre de Dios.
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