El domingo, 18 de agosto de 2013


EL VIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Jeremías 38:4-6.8-10; Hebreos 12:1-4; Lucas 12:49-53)


¿Qué significa ser humano?  A lo mejor es algo diferente según la gente que responda.  Para los filósofos el hombre es el animal que piensa.  Para los teólogos es la creatura hecha en la imagen de Dios.  Para los biólogos es el mamífero con cuarenta y seis cromosomas.  En vista del evangelio hoy podemos añadir que ser humano significa la capacidad de reflexionar sobre la muerte. 

Todos seres vivos más tarde o más temprano mueren.  Pero sólo el hombre – parece – puede anticipar su fallecimiento y organizar su vida con ella en cuenta.  Recientemente una mujer consignada a un hospicio habló con su párroco sobre su funeral.  Ella hizo los planes: escogió las lecturas de la misa y las canciones.  A lo mejor dio sus preferencias para la comida del refrigerio después.  Ninguna otra especie de ser vivo puede hacer algo que alcanza este hecho.

En el evangelio encontramos a Jesús contemplando su propia muerte.  Como testimonio de su bajamiento para compartir el estado del hombre, se angustia sobre el hecho.  Ve por lo que pasa alrededor de él, particularmente el martirio de Juan Bautista y la oposición de los fariseos, que se le quitará la vida próxima y violentamente.  Ya se dirige a Jerusalén porque allá los profetas como Jeremías sufrieron a mano de los líderes religiosos que cegaron los ojos a la voluntad de Dios.  El bautismo que menciona aquí no es de agua sino de fuego.  No es la muerte simbólica sino la realidad.  Es la entrega de su vida en la cruz sangrienta para redimir el mundo del pecado que lo penetra como los microbios un pantano.

Hemos oído del sacrificio de Jesús un millón de veces de modo que tal vez nos aburra.  Sin embargo, cuando él dice que no ha venido para traer la paz sino la división, nos despertamos.  “¿No es Jesús ‘el príncipe de la paz’?” nos preguntamos.  Sí, es pero no en el sentido de que muchos piensen.  Jesús rechaza la paz por la cual sus discípulos se conformarían a los modos del mundo.  Como se dice, Jesús causa ondas.  Está llamándonos a una nueva justicia que sobrepasa aquella de nuestros antepasados.  Él no soportará la mentira, mucho menos el fraude. Él no permitirá el aprovechamiento de la esposa como objeto de dominio, mucho menos la infidelidad.

Nos quedamos con una elección: ¿vamos a seguir a Jesús por dejar todos nuestros vicios?  O ¿vamos a buscar lo que nos dé la gana?  A muchos la primera opción parece como el sofocamiento de los sentidos – el quitar de la razón de vivir.  En el caso de Jesús ella trae la vida digna, profundamente satisfactoria y complaciente a Dios.  Entonces enfrentamos esta paradoja: la persona que tome su cruz en pos de Jesús va a encontrar la vida llena al centro.  Entretanto él o ella que ande en busca de una vida llena de riqueza o comodidad va a experimentarla como dulce en el principio pero faltando en el mayor plazo.

“Dos caminos bifurcan en un bosque amarillo – dice un poeta describiendo la elección que todos los hombres tienen que hacer.  Uno de los caminos le conducirá a la vida llena de canciones y refrigerios.  No es ni mucho más ni mucho menos justa que la de sus antepasados.  El otro parece más duro porque va contra las ondas de fraudes y dominio.  Concluye el escritor: “yo tomé el menos transitado, y eso hizo toda la diferencia’.  No lamenta su elección.  Más bien, ha beneficiado de ella.

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