EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
(Isaías
2:1-5; Romanos 13:11-14; Mateo 24:37-44)
En una novela
un avión aterriza de emergencia en una isla oceánica. Los pilotos fallecen en el impacto. Pero los pasajeros – un grupo de niños entre
diez y doce años – lo sobreviven. Ya
tienen que esperar hasta que venga el rescate.
No pueden lamentar su suerte.
Tienen que organizarse: quienes van a buscar comestibles, quienes van a
construir amparo para dormir, y quienes van a mantener la fogata para llamar la
atención de las naves que pasan por allí.
Ya que hemos entrado en el tiempo de Adviento, podemos imaginarnos como
los niños abandonados en la isla.
Como los
niños, nosotros no deberíamos quedar ociosos durante el Adviento. ¿Qué haremos?
Esto depende de qué esperamos como nuestra salvación. Algunos ven la salvación en las fiestas. Viven para los fines de semana y ya enfrentan
un mes de fines de semana. Parecen como la
gente en el tiempo de Noé de que Jesús dice en el evangelio “comía, bebía, y se
casaba”. Se preparan para las orgias por
hacer dieta, levantar pesos, y comprar perfumes. La mayoría de esta gente es joven pero
algunos viejos también se preocupan por no faltar el placer.
Otros
ven a Santa Claus como su salvador.
Bueno, no realmente el célebre residente del polo norte sino el montón
de ropas, juguetes, y aparatos comprados como regalos. Esta gente, fijada en complacer las
expectativas de uno y otro, pasa el Adviento buscando ventas. Se volverá contenta al 24 de diciembre cuando
ve sonrisas en las caras de todos alrededor del árbol navideño. No es completamente corrupta esta
visión. A lo mejor todos nosotros vamos
a participar en ella, al menos un poquito.
Pero si el Adviento fuera sólo para comprar regalos, no cumpliría ni un milésimo
de su promesa.
Al menos
algunos aquí reconocen el Adviento como la llamada a buscar a Cristo volviendo
a la tierra al final de los tiempos. Esta
dichosa genta se prepara a recibirlo por poner en orden su casa interior. Como exhorta san Pablo en la segunda lectura,
se refrenan de comilonas y borracheras, de lujurias y envidias. En lugar de vivir por el exceso de los
apetitos se revisten “con las armas de la luz”: entre otras, la honestad, la
paciencia, y el perdón. No favorecen más la rivalidad entre personas y pueblos sino sienten dentro de sus interiores
la gran ilusión de la primera lectura. Aguardan el día en que todos los pueblos irán juntos al monte del Señor para aprender sus
modos.
El monte
a que el profeta Isaías se refiere es la montaña en que Jesús entrega su gran
sermón al principio del evangelio de Mateo.
Allí nos enseña cómo hablar: sin juramentos y mentiras pero con un “sí”
si es la verdad y con un “no” si es falso (5:37); cómo vivir: “…pongan su
atención en el reino de Dios y en hacer lo que Dios exige…” (6,33); y cómo
tratar al otro: “…hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan
con ustedes” (7:12). Estos modos no
resultan en la desilusión como algunos temen.
Al contrario, nos llevan a la verdadera felicidad: la amistad con Dios que
dura para siempre.
Los
mexicanos tienen una gran tradición para el Adviento. Producen programas llamados pastorelas que dramatizan la venida de
Jesús a la tierra. Pero no simplemente
recrean el nacimiento en Belén. No, al
menos en sus mejores expresiones las pastorelas imaginan cómo sería si Jesús regresaría
al mundo hoy. Es posible que venga a
nosotros alrededor del árbol navideño o tal vez cuando estemos bebiendo,
comiendo, o casándonos. En todos casos
las pastorelas muestran la justicia que trae Jesús. En todos casos muestran la esperanza del
tiempo.
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