El domingo, 1 de diciembre de 2013


EL PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

(Isaías 2:1-5; Romanos 13:11-14; Mateo 24:37-44)


En una novela un avión aterriza de emergencia en una isla oceánica.  Los pilotos fallecen en el impacto.  Pero los pasajeros – un grupo de niños entre diez y doce años – lo sobreviven.  Ya tienen que esperar hasta que venga el rescate.  No pueden lamentar su suerte.  Tienen que organizarse: quienes van a buscar comestibles, quienes van a construir amparo para dormir, y quienes van a mantener la fogata para llamar la atención de las naves que pasan por allí.  Ya que hemos entrado en el tiempo de Adviento, podemos imaginarnos como los niños abandonados en la isla.

Como los niños, nosotros no deberíamos quedar ociosos durante el Adviento.  ¿Qué haremos?  Esto depende de qué esperamos como nuestra salvación.  Algunos ven la salvación en las fiestas.  Viven para los fines de semana y ya enfrentan un mes de fines de semana.  Parecen como la gente en el tiempo de Noé de que Jesús dice en el evangelio “comía, bebía, y se casaba”.  Se preparan para las orgias por hacer dieta, levantar pesos, y comprar perfumes.  La mayoría de esta gente es joven pero algunos viejos también se preocupan por no faltar el placer.

Otros ven a Santa Claus como su salvador.   Bueno, no realmente el célebre residente del polo norte sino el montón de ropas, juguetes, y aparatos comprados como regalos.  Esta gente, fijada en complacer las expectativas de uno y otro, pasa el Adviento buscando ventas.  Se volverá contenta al 24 de diciembre cuando ve sonrisas en las caras de todos alrededor del árbol navideño.  No es completamente corrupta esta visión.  A lo mejor todos nosotros vamos a participar en ella, al menos un poquito.  Pero si el Adviento fuera sólo para comprar regalos, no cumpliría ni un milésimo de su promesa.

Al menos algunos aquí reconocen el Adviento como la llamada a buscar a Cristo volviendo a la tierra al final de los tiempos.  Esta dichosa genta se prepara a recibirlo por poner en orden su casa interior.  Como exhorta san Pablo en la segunda lectura, se refrenan de comilonas y borracheras, de lujurias y envidias.  En lugar de vivir por el exceso de los apetitos se revisten “con las armas de la luz”: entre otras, la honestad, la paciencia, y el perdón.  No favorecen más la rivalidad entre personas y pueblos sino sienten dentro de sus interiores la gran ilusión de la primera lectura.  Aguardan el día en que todos los pueblos irán juntos al monte del Señor para aprender sus modos. 

El monte a que el profeta Isaías se refiere es la montaña en que Jesús entrega su gran sermón al principio del evangelio de Mateo.  Allí nos enseña cómo hablar: sin juramentos y mentiras pero con un “sí” si es la verdad y con un “no” si es falso (5:37); cómo vivir: “…pongan su atención en el reino de Dios y en hacer lo que Dios exige…” (6,33); y cómo tratar al otro: “…hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes” (7:12).  Estos modos no resultan en la desilusión como algunos temen.  Al contrario, nos llevan a la verdadera felicidad: la amistad con Dios que dura para siempre.

Los mexicanos tienen una gran tradición para el Adviento.  Producen programas llamados pastorelas que dramatizan la venida de Jesús a la tierra.  Pero no simplemente recrean el nacimiento en Belén.  No, al menos en sus mejores expresiones las pastorelas imaginan cómo sería si Jesús regresaría al mundo hoy.  Es posible que venga a nosotros alrededor del árbol navideño o tal vez cuando estemos bebiendo, comiendo, o casándonos.  En todos casos las pastorelas muestran la justicia que trae Jesús.  En todos casos muestran la esperanza del tiempo.

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